Menahem Pressler: “No quiero dejarlo”

En diciembre de 2011, SCHERZO publicó en su número 269 una entrevista del entonces director de la revista, Luis Suñén, con el legendario pianista y fundador del Trío Beaux Arts, Menahem Pressler, fallecido en el día de ayer a la edad de 99 años. En esta conversación Pressler repasaba su longeva trayectoria, la historia del Trío Beaux Arts, uno de los históricos conjuntos de cámara de la segunda mitad siglo XX (se disolvió en 2008), y otra de sus destacadas facetas, la de profesor y pedagogo. Con ello queremos rendir homenaje a un artista que se entregó en alma y cuerpo a la música hasta el final de su vida.
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Pianista legendario y fundador, en 1955, del Trio Beaux Arts –que duraría hasta 2008, en ese momento con Daniel Hope y Antonio Meneses- Menahem Pressler (Magdeburgo, 16 de diciembre de 1923), premio a toda una vida dedicada a la música en los ICMA de este año, no para de trabajar –conciertos, recitales y clases magistrales- cuando está a punto de cumplir los ochenta y ocho. Luciendo un envidiable sentido del humor, fresco y siempre sonriente, sin mostrar cansancio alguno tras un larguísimo viaje transoceánico, Pressler –cuya longevidad artística es ya como la de Rubinstein o Horowitz y está dispuesta a alcanzar la de Horszowski- nos habló de la música y de la vida desde el convencimiento de que tanta experiencia sirve, por encima de todo, para volver a empezar cada día.
Han cambiado muchas cosas desde que inició su carrera.
Unas para bien y otras para mal. Para bien, que ahora hay un público mucho más numeroso que cuando yo empezaba, que la radio y la televisión nos permiten llegar a millones de personas, que hay muchas salas de conciertos, que tocamos, grabamos y se nos conoce en nuevos territorios, pienso en China, en India… Lamento, sin embargo, que en las familias ya no se haga tanta música como antes. O que las relaciones públicas jueguen un papel tan dominante. Hoy hay grandes músicos, claro que sí. Pero también los hay no tan buenos y que tienen el mismo éxito, o más, que los que son mejores que ellos. Y eso porque el público no exige de un artista los mismos valores que antes, ha caído en la trampa de esas apariencias que llegan a jugar un papel más grande que el de las emociones que la música contiene. Olvida que en primera instancia no se trata del artista sino del contenido de la música. Una sola frase de Mozart, Chopin o Beethoven puede contener todo un mundo musical y nosotros, los artistas, sólo somos, sin embargo, el medio para expresarlo a un público. Una vez estuve en un concierto de un joven pianista, despampanante, que realmente dominaba su instrumento, pero ¿era eso realmente música? Aún así, el público se sentía a gusto, relajado, como en casa. Es impensable que eso sucediera antes, por ejemplo en los tiempos de Schnabel, Rubinstein, Horowitz, Gilels o el gran Richter. Todos ellos eran verdaderos profetas de la música.
En tantos años habrá almacenado muchos recuerdos.
Hay cosas inolvidables. Por ejemplo cuando uno se va encontrando con sus maestros o esos acontecimientos que van cambiando el curso de las cosas. Cuando gané el Premio Debussy-Wett en San Francisco. Mi maestro no me había mandado allí para ganar, sino para comprobar si era suficientemente bueno como para empezar una carrera de concertista. Que el jurado, presidido por Darius Milhaud, me concediera el premio al momento, fue una cosa abrumadora. Muy importante fue también firmar con Arthur Judson, el fundador de la CBS, un contrato a largo plazo. Me envió para una audición con Eugene Ormandy, que me invitó inmediatamente para un concierto con la Orquesta de Filadelfia que fue el primero que di en Estados Unidos. Toqué el Concierto en la menor de Schumann e inmediatamente obtuve cuatro conciertos para las cuatro temporadas siguientes. Era la primera vez en la historia de las orquestas americanas que un solista recibía un contrato así.
Y llega el Trío…
También, naturalmente, fue importante la fundación del Trío Beaux Arts. Y esto sucedió, a decir verdad, de una forma casual. Yo hacía entonces muchas grabaciones para MGM y quería tocar también los tríos de Mozart. Mi productor dijo: “De acuerdo, usted busca dos personas y lo hacemos”. Yo vivía en un apartotel en Nueva York, donde también se alojaba el primer segundo violín de la Orquesta de la NBC. El me aconsejó ponerme al habla con Daniel Guilet, que también estaba en la orquesta. Le encontré en un ensayo con Toscanini y estuvo dispuesto a participar. Poco después conocí a Bernard Greenhouse, un alumno de Pablo Casals, y empezamos a ensayar. Y el 13 de julio de 1955 se nos presentó la oportunidad de sustituir a otro trío, en Tanglewood. Tocamos tres tríos de Beethoven. El éxito fue enorme, nos llovieron los contratos y en lugar de grabar los tríos de Mozart nos comprometimos para setenta conciertos.
¿De dónde surgió el nombre de Beaux Arts?
El nombre no tiene ningún significado especial y fue puramente casual, en realidad como un accidente. Guilet quería llamarlo Trío Guilet pero Greenhouse y yo no estábamos de acuerdo. Nuestro manager no aceptó la denominación Trío Guilet-Greenhouse-Pressler porque era un nombre demasiado largo y complicado. Entonces dije yo: tenemos un francés entre nosotros, ¿por qué no nos llamamos Trío Beaux Arts? Dicho y hecho. Que algún día llegara a ser un nombre famoso no lo sospechaba ninguno de nosotros. Supuestamente el Trío no iba a existir mucho tiempo, en realidad sólo hasta que acabáramos de grabar los tríos de Mozart. Nuestra primera grabación contenía obras de Haydn, Mendelssohn, Ravel y Fauré. Y cuando por fin, mucho después, a finales de los sesenta, grabamos los tríos de Mozart, no me quedé nada satisfecho del resultado. Quise incluso comprarle las grabaciones a la Philips. Sin embargo, en el sello discográfico me dijeron: “Demasiado tarde, no sólo se han publicado ya sino que, además, han tenido un gran éxito”. Y ahora sigo así. La autocrítica forma parte de mí y a veces hace que no reconozca lo bueno que puede haber en lo que hago.
¿Cuál fue su fórmula secreta para que el Trío Beaux Arts aguantara, con distintas formaciones, y siempre con usted al piano, cincuenta y cinco años?
El secreto fue la fuerza de la primera formación. Yo no he aprendido tanto de nadie ni fui tan influenciado por alguien como por Guilet. Era un gran músico. Pero para ensayar y para trabajar no era el hombre más amable del mundo. Trabajar con él significaba sangre, sudor y lágrimas. Y había que aplicar otro secreto: el de ajustar bien las relaciones personales. Si quieres realmente hacer música de cámara en un trío, debes abordar el sentimiento de los otros dos. Un falso acento puede ser una ofensa comparable a un malentendido en una discusión. Por supuesto que se discute, por supuesto que se intercambian argumentos, pero lo más importante es que ninguno tenga la sensación de que falta respeto mutuo. Y créame, a veces hasta las cosas más pequeñas pueden acarrear discordias, y eso no debería ocurrir. Sin respeto no hay relación posible. Quien no se ajusta en un conjunto tampoco puede identificarse profundamente con una obra de arte. Porque tienes que dejar tu ego siempre atrás. No es la obra la que te embellece como un traje, sino tú el que, como servidor, embelleces la obra.
Le gusta especialmente la enseñanza.
Hace cincuenta y cinco años Artist in Residence me ofreció dar clases en la Universidad de Indiana. Al principio me negué, pero luego me dejé persuadir. Acepté con la condición de probarlo durante un semestre. Lo probé y aún continúo en el mismo sitio y enseñando. Me encanta enseñar y tengo estudiantes de todo el mundo. Son como mis hijos y el orgullo de mi vida.
¿Qué ofrece como profesor a sus alumnos?
Yo puedo elegir mis estudiantes y elijo un alumno sólo cuando he hablado con él, cuando sé como se ve a sí mismo, como ve la vida. Y sólo si encuentro, una vez más, los valores que eran míos: amor a la música, disponibilidad para el sacrificio, disposición para ensayar y hallar satisfacción en todo ello a pesar de la obligación, de la soledad en que uno lo consigue. Esta es la clase de gente que elijo y en la que confío. Hay profesores que están satisfechos cuando el alumno es bueno técnicamente. Yo no me siento satisfecho sólo con eso. Cuando uno aprende a tocar el piano, ha de aprenderlo también espiritualmente. Y enseñarle eso a alguien no es fácil. ¿Cómo se puede explicar lo profundamente que se puede llegar a penetrar en la música? ¿Cómo se puede explicar a otros algo que para uno mismo no tiene explicación? Este si es un verdadero desafío. Pero usted me hablaba antes de encuentros y de momentos inolvidables. Pues bien, déjeme que le diga que uno de ellos ha sido la concesión del premio a una vida entera dedicada a la música por parte del jurado de los ICMA este año en Tampere. Me dije desde un principio que sólo aceptaría el premio si no me llevaba a considerar, en mi fuero interno, que llegaba el fin de mi carrera y que era el momento de dejar de trabajar. Es que no quiero dejarlo. Es una suerte que los escenarios sean todavía tan importantes para mí… No para recibir críticas maravillosas, aunque también las desee y, por supuesto, tampoco para ganar dinero. Mi motivación es darle un sentido a mi vida. Aquel primer premio en San Francisco, el primer contrato, el Beaux Arts, ahora este galardón… Estos son los puntos culminantes, sólo unos pocos. Y, claro, hay otros igualmente importantes que pertenecen a la vida privada como, por ejemplo, mi matrimonio – llevo sesenta y tres años casado y quiero a mi mujer como el primer día – o el nacimiento de mis hijos.
¿Qué significa para usted la música?
La música no es que sea importante para mí. Simplemente lo es todo y desde todos los puntos de vista: es mi gran amor, mi vida, mi existencia, mi profesión. Miremos hacia atrás, hacia muy atrás. En un momento determinado de mi vida fui un exiliado. Cuando huí de Alemania con mi familia, después de que los nazis destrozaran, el 9 de noviembre de 1938, el negocio de mi padre, todo mi entorno cambió de un día para otro. La mayoría de la gente no tiene ni idea de lo que significa tener que dejar el lugar donde uno nació, donde uno creció, donde todo le era familiar, y llegar a un país donde predominan otros hábitos y se habla un idioma que uno no conoce. Lo único que no había cambiado era la música. Me acuerdo muy bien de los problemas que tuve a mi llegada a Israel con la comida, y de cómo perdía peso. Lo único que apaciguaba mi vida era la música, mi acompañante tanto en los buenos como en los malos tiempos… Era el aire, la respiración, las ideas y las emociones que yo llevaba conmigo, que eran las mías. Sobre todo las emociones eran importantes porque la música es el idioma de los sentimientos. Nadie lo ha entendido mejor que Bach, Beethoven, Mozart, Schumann, Brahms… Son las emociones lo que enriquece la vida y, en última instancia, lo que hace que valga la pena.
¿Fue un problema volver a tocar a Alemania tras las experiencias traumáticas de su niñez?
Por supuesto, al principio fue un problema. Cuando volví por primera vez a Alemania hice un trato con mi mujer. Le prometí que el dinero que ganase con los conciertos lo donaría al Estado de Israel. De este modo volví a Alemania con el Trío Beux Arts y, curiosamente, tuvimos el mayor éxito desde que empezamos nuestra carrera. A pesar de las malas experiencias me siento estrechamente unido a ese país: cuando sueño, sueño en alemán, y cuando cuento, cuento en alemán. El círculo se cerró hace dos años cuando la ciudad de la que tuvimos que huir con la cabeza gacha me hizo Ciudadano de Honor. Un final casi de película.
Usted está tocando ahora mucha música de Mozart. En Tampere, en la entrega de los ICMA, el Concierto nº 17…
Durante mucho tiempo los pianistas evitaban los conciertos de Mozart. Cualquier músico con experiencia sabe que tocar Mozart es muy difícil. En él la sencillez es, fundamentalmente, pureza. Y para los jóvenes pianistas no es tan fácil, porque quieren también insertar algo de ellos mismos en la música. Yo, sin embargo, me pregunto: ¿qué puedo hacer por la música?, ¿cómo puedo servirla mejor? Un concierto de Mozart es un desafío cada vez que lo interpretas. Es como si uno dijera: “He llegado por fin a la cima del Everest, seguro que la segunda vez será más fácil”. Pero apuesto a que algún hueso le volverá a doler esa segunda vez igual que la primera – incluso, a lo mejor, un poco más. Cada obra, como cada ascenso a una cima, es una lucha. Y, cuando llegas, cuando has terminado, cuando estás satisfecho, estallas de alegría.
¿Qué le atrae más, el desafío o el resultado?
El desafío al interpretar esta música es algo muy privado, muy personal, pero lo único que cuenta al final es el resultado. Y, créame, ese desafío estaba ahí, delante de los más dotados, que lo asumían, que se esforzaban. Heifetz, probablemente uno de los músicos más perfeccionistas que hayan existido nunca, tuvo que luchar. Horowitz tuvo que luchar… Hay una excepción, la de Rubinstein, que por naturaleza tocaba de maravilla y por eso no necesitaba practicar mucho. Tenía una relación muy natural con la música.
¿A veces las emociones traicionan el discurso?
Esa es una de las diferencias entre un músico amateur y otro profesional. El amateur se entrega totalmente a sus emociones. Las emociones son libres. El amateur se encuentra en su sitio cuando ve en lo que está escrito lo que nadie ve. El músico profesional tiene que procurar que las emociones crezcan, se desarrollen y se corten de forma razonable, como las ramas de un árbol. Debe controlarlas para poder expresarlas de manera que todos las entiendan.
Luis Suñén