Max Emanuel Cencic: “Nunca quise ser contratenor, ni siquiera cantante”

Vive a caballo entre Viena, Madrid y México. Es lo que se denomina un ‘ciudadano del mundo’, aunque él prefiere definirse a sí mismo como “la típica mezcla austrohúngara”. Parece distante, pero gana mucho en la distancia corta. Habla con pasión de lo que le ha venido ocupando profesionalmente en los últimos dos decenios: la ópera del siglo XVIII. Y cuando opina sobre ella, se constata un conocimiento absoluto de la materia. No solo es —lo viene siendo desde que se dedica a ello— uno de los contratenores más aclamados internacionalmente, sino que también ejerce de director de escena, de gestor cultural —es director artístico del Festival Barroco de Bayreuth— y de agente —su empresa, Parnassus, gestiona la actividad de cantantes, directores y orquestas, además de producir proyectos operísticos, con grabaciones discográficas incluidas—. Así es Max Emanuel Cencic.
Si para algunos músicos el parón por la pandemia y el posterior decremento en la actividad ha sido una auténtica tragedia, no quiero ni imaginar lo que ha debido de significar para usted, que desarrolla cuatro ocupaciones distintas relacionadas con la música.
Soy un luchador. Provengo de una nación que ya no existe, Yugoslavia. He sufrido en mis carnes desde que era niño lo que es vivir en tierra ajena. Abandoné mi casa y mi país el mismo día que comenzó allí la guerra, y ya no he regresado nunca. En apenas veinticuatro horas anularon todas las cuentas bancarias de mi familia y no pudimos sacar nada del dinero que habíamos ahorrado durante años. Con eso le quiero decir que un escenario como el de esta pandemia no ha sido nuevo para mí. La sensación que experimentas es que todo a tu alrededor se está derrumbando, aunque también tiene un lado positivo. Para mí han sido meses de reflexión, no solo por lo que estaba pasando en todo el mundo, sino también porque mi padre y mi tío, su hermano, fallecieron con una diferencia de diez días. No fue la Covid, ambos tenían patologías desde hacía tiempo, pero la fatalidad fue que murieron al mismo tiempo. De golpe, me quedé sin la mitad de mi familia, y eso me hizo inevitablemente recordar la guerra que sufrió mi país y todas sus trágicas consecuencias.
Me comentaba que para usted ha habido un lado positivo. ¿Cuál ha sido?
He dispuesto de tiempo para descansar, para pasear con mis perros, para cocinar, para hacer cosas que en circunstancias normales no puedo hacer… Digamos, por tanto, que he tenido una especie de año espiritual, en el que he podido decir adiós a parte de mi vida, de analizar mi pasado, de mirar al presente, de afrontar mis temores… No me he venido abajo porque, como le decía, soy un luchador. Y eso es lo que he hecho en todos estos meses últimos: luchar. Además, se han podido celebrar dos ediciones, en 2020 y 2021, del Festival Barroco de Bayreuth, que es como mi hijo. Cuando la mayor parte de los teatros del mundo estaban cerrados, nosotros pudimos llevar a cabo nuestro festival con gran éxito, ya que agotamos todas las localidades y hubo un enorme seguimiento de las transmisiones por streaming de los conciertos programados. Todo ello me ha dado fuerza para superar la situación y para concienciarme de que, pese a todos los reveses, hay que seguir siempre hacia adelante. La esperanza está en la música, en el arte, en la cultura… Y los artistas tenemos que ofrecer esa esperanza a la gente. Eso es algo que nunca debemos olvidar.
¿Cuándo dejó usted Croacia o, si lo prefiere, Yugoslavia?
Tenía 13 años, aunque en realidad fue antes, porque con 8 años ya formaba parte de los Niños Cantores de Viena. No obstante, regresaba a casa cada verano, lo que me servía para no perder el contacto con mi tierra. Cuando estalló la guerra y el ejército estaba a solo quince kilómetros de Zagreb, decidimos huir. Mi padre era director de ópera, y la Ópera de Zagreb fue pasto de las llamas debido a los bombardeos. Él escapó a través de la frontera con Italia y fue acogido en Milán por la viuda del director de orquesta Lovro von Matacic, pues el matrimonio era muy amigo de la familia. Finalmente, pudo unirse a nosotros en Austria, donde consiguió un empleo en la Ópera de Viena, en la que estuvo veinticinco años.
Ha dicho “mi país desapareció”. ¿Se siente yugoslavo antes que croata?
Realmente, no, porque Yugoslavia ya no existe. Pero tampoco me siento croata. No me he sentido nunca ni lo uno ni lo otro, porque mi madre proviene del suroeste de Hungría y mi padre, de Eslovenia. Los antepasados de mi padre eran italianos de Venecia, y austriacos. Y los de mi madre eran húngaros, eslovacos, españoles y franceses. En otras palabras, soy la típica mezcla austrohúngara. Tengo familia en Viena, Budapest, Praga, Múnich o Stuttgart. Entonces, ¿qué soy realmente? Pues no lo sé. El caso es que, viendo con perspectiva todo lo que pasó en aquellos años, viendo que Croacia y Eslovenia pertenecen ahora a la Unión Europea y que los otros países que integraban Yugoslavia quieren ingresar también en esa Unión Europea, creo que fue ridículo —no se me ocurre otra palabra mejor— que hubiera una guerra. La hubo para separarnos y ahora todos queremos estar juntos de nuevo dentro de la Unión Europea. Es algo incomprensible y me temo que lo que está ocurriendo en España con el conflicto catalán se asemeja bastante. Todo es cuestión de hasta dónde esté la gente dispuesta a llegar. Mucha de la culpa de lo que pasó en Yugoslavia fue del presidente, Slobodan Milosevic, que en muchos aspectos siempre me ha recordado a Donald Trump. Aquello se pudo evitar, pero hubo gente que ayudó a Milosevic a exacerbar el conflicto. Mire, la República Checa y Eslovaquia se separaron pacíficamente, y en Eslovaquia hay una minoría que procede de Hungría, pero nadie habló jamás de entablar una guerra con Hungría. Si hay voluntad de arreglar las cosas, siempre se encuentran soluciones. Pero en mi país no había esa voluntad.
En algún sitio he leído que de niño se le presentó la oportunidad de establecerse en España, en Madrid, para estudiar música. ¿Fue así?
No. Pero es verdad que mi primer viaje al extranjero fue a España, cuando tenía 7 años, durante una Semana Santa. Estuve un mes de gira con la Sorbonne Orchestra haciendo la Pasión según San Juan. Recuerdo a España de una manera muy diferente a lo que es ahora: debía de ser en 1983; es decir, todavía estaba reciente el franquismo. Guardo un recuerdo muy agradable de aquella gira, que empezó en el norte, en La Coruña, y pasó por Sevilla, Granada, Valencia, Barcelona o Zaragoza.
Todavía no había ingresado en los Niños Cantores de Viena.
No, todavía no. En realidad, yo cantaba como niño solista desde algún tiempo antes. Tenía 6 años cuando empecé a cantar. Demasiado pronto, en mi opinión. Tuve más doscientas apariciones en solitario, incluidos pequeños papeles en Tosca o en Macbeth, en la Ópera de Zagreb. Eso, por no contar las numerosas apariciones en programas de televisión. Era una especie de niño prodigio. Pero mis padres consideraban que todavía tenía que formarme musicalmente sin descuidar mi formación escolar. No había en Yugoslavia ningún centro en el que se pudieran compaginar las dos cosas, así que enviaron primero a I Voci Bianche de Bérgamo, más tarde a Múnich y, finalmente, a Viena. Mis padres no querían salir de Yugoslavia, por lo que estuve cinco años solo en Viena, aunque nos veíamos los fines de semana.
Supongo que para un niño de 9 años no debió de resultar fácil vivir solo en un país extraño.
Nunca me sentí infeliz. Era una escuela muy estructurada. Es cierto que mi primer año en Viena fue algo duro, porque supuso un cambio grande. Pero todo lo que vino a continuación resultó muy positivo. Me permitía descubrir nuevos repertorios musicales, tenía muy buenos profesores, viajábamos durante cuatro meses al año por buena parte del mundo, lo cual nos obligaba a comprimir el curso escolar en solo seis meses… Hacíamos al año aproximadamente ciento cincuenta conciertos. Es cierto que, cuando estábamos de gira, teníamos que cantar todos los días, salvo cuando viajábamos de una ciudad a otra, pero lo recuerdo con agrado, porque aquello era lo más parecido a las tournées de los grandes grupos de música pop.
¿Cómo fue la transición de su voz de niño a la voz de adulto? ¿Tenía ya por entonces claro que quería ser contratenor?
Nunca quise ser contratenor. Ni siquiera tuve la idea de ser cantante profesional. Mis padres, al igual que mi tío, se dedicaban a la música, así que yo conocía bien el lado oscuro de la profesión. Lo que pensaba en aquel momento es que no quería para mí una vida tan complicada como la que había tenido mi familia. Desde luego, no era ese mi sueño. De hecho, cuando cumplí 15 años, decidí ir a estudiar a un monasterio benedictino de Inglaterra, a uno de los dos mejores colegios católicos que hay allí. ¡Tenía un montón de compañeros españoles, de familias pudientes! Fui con el propósito de matricularme luego en la Universidad de Oxford para estudiar Historia, para especializarme en historia de los Balcanes… Sin embargo, me dijeron que en Oxford no había profesores para esa materia y me sugirieron que estudiara Música en el Magdalen College. No lograron convencerme, así que acabé estudiando Relaciones Internacionales en la Universidad de Saint Louis, en Estados Unidos. Con todo, nunca en aquellos años dejé de cantar, todavía como sopranista. En cuanto a lo del cambio de voz, no es algo tan sencillo como acostarte un día con voz de soprano y despertarte al siguiente con voz de tenor. La muda es progresiva. En mi colegio de Inglaterra había un departamento de música, por lo que, en lugar de dedicarme a jugar al golf, a montar a caballo o a aprender japonés, por ejemplo, opté por seguir cantando. En ese departamento figuraba como profesor un contratenor de la Chapel Royal, que cantaba regularmente en St James Palace para la reina madre. Él fue quien me desveló que yo era un soprano masculino, algo que desconocía. Fue un gran shock, porque en aquellos años, los 90, mi idea de los contratenores era la de unos señores que tenían una voz temblorosa y horrible. Aborrecía sus voces, no consideraba que pudieran ser tomados como algo serio… Sin embargo, después de aquel descubrimiento sobre mi voz, escuché a Jochen Kowalski y me dije a mí mismo: “Bueno, no está tan mal”. Pero era una excepción, porque el resto de los contratenores que escuchaba seguían sin convencerme lo más mínimo. En mi ideal canoro no figuraban hombres, sino mujeres: Barbara Bonney, Sylvia McNair o, por supuesto, Janet Baker… Voces cálidas y con vibrato, muy lejos de las voces planas de aquellos contratenores.
¿Y cómo aceptó que usted era soprano masculino?
La pregunta que vino a continuación fue: “¿A qué repertorios me puedo dedicar? ¿Voy a tener que cantar Cherubino el resto de mi vida?”. Por cierto, en aquel tiempo tampoco era bien aceptado que un hombre cantara Cherubino. Empecé a cantar como sopranista y en los dos primeros años hice programas que iban desde Orlando di Lasso hasta Richard Strauss, pasando por Hugo Wolf o Schubert. No existía un repertorio específico para mi voz, ni había festivales que contrataran a contratenores… Fue en aquellos años cuando la gente empezó a descubrir a Michael Chance o a Derek Lee Ragin, y a fascinarse por ese tipo de voz. Pero yo, con 17 años, seguía siendo una especie de ovni, algo parecido a ET, no encajaba en ninguna parte.
¿Cuál fue la salida?
Mi padre me llevo a una agencia de representación en Viena y allí me sugirieron que empezara a hacer audiciones para directores especializados en el repertorio barroco. Viena no era un lugar apropiado para ello, porque allí apenas se hacía música barroca, ni siquiera Bach… Así que me enviaron a audicionar ante directores como René Jacobs, Thomas Hengelbrock, Reinhard Goebel, Paul McCreesh o Marc Minkowski. Eran directores que hacían óperas y oratorios barrocos, pero que todavía tenían reparos a la hora de ofrecer ciertos papeles masculinos a hombres en vez de a mujeres. Estuve trabajando con algunos de ellos —Goebel o Hengelbrock— tres años, pero llegó un momento en que me cansé y dije que dejaba la música. Tenía 20 años y ya me había subido a un escenario cerca de mil veces, pero no sabía realmente lo que quería hacer con mi vida. No tenía claro si cantaba por influencia de mis padres o porque tenía talento para ello. Estuve un año parado y entonces decidí ir a Michigan para entrevistarme con George Shirley —que fue el primer tenor negro que cantó en el Met— para que me dijera qué podía hacer con mi carrera. George me motivó extraordinariamente, me hizo ver la música desde otro ángulo… Hasta ese momento, la sensación que yo tenía de la música es que esta era muy injusta con quien se dedicaba a ella. Pensaba que se fijaban en un cantante más por el país del que procedía que por su verdadero valor artístico, o por lo que había hecho en el pasado más que por lo que podía hacer en el presente. Solo había acumulado experiencias amargas y no tenía claro que resultara bueno vivir en un ambiente tan tóxico. Sin embargo, estar un verano entero junto a un tenor que había sufrido en sus carnes la discriminación por el hecho de tener una piel distinta y que jamás pensó en tirar la toalla me hizo comprender que debía de haber alguna razón de peso para dedicarse a la música. Y la razón era que la música no solo te hace disfrutar, sino que te conecta con lo más profundo de ti mismo. La energía que me transmitió Shirley me inspiró y me proporcionó esperanza.
Fue muy afortunado de encontrar a la persona adecuada en el momento preciso…
Lo fui. Aquella experiencia en Michigan fue única, así que inmediatamente decidí aplicar a una escuela de música en Estados Unidos. Me admitieron, pero entonces comprobé que había que poner mucho dinero para hacer la matrícula. Y yo no lo tenía. Solicité una beca y me dijeron que no me la concederían porque mi nacionalidad era austriaca y Austria era un país rico. Mi impresión entonces fue que nunca estaba en el lugar correcto: si decía que era yugoslavo, no me admitían porque preferían antes a un francés o un inglés; si decía que era austriaco, no me daban una beca porque Austria era un país pudiente. Así que no me quedó más remedio que empezar a trabajar en relaciones internacionales, que era lo que había estudiado en Saint Louis. Sin embargo, después comprobé que mi formación musical en los Niños Cantores había sido tan sólida que cualquier cosa que me pudieran enseñar en la universidad básicamente consistía en repetir lo que ya había aprendido en Viena. Por tanto, decidí empezar mi propia carrera como cantante, aunque de acuerdo con las condiciones que yo mismo me impuse: libertad absoluta para elegir repertorio y no malgastar ni un día más en audiciones, ni en tratar con agencias de representación.
¿Y qué hizo?
Consideraba que esa era una manera demasiado pasiva de afrontar una profesión artística, por lo empecé a elaborar mis propios programas. No iba a malgastar el resto de mi existencia sentado en un sillón esperando que alguien me llamara para contratarme. Desde luego, no me imaginaba al maestro Muti telefoneándome y diciéndome: “Oh, por favor, venga usted a la Scala a cantar para nosotros”. Sé de cantantes que en apenas tres años han hecho Tamino o Caravadossi en los siete u ocho teatros de ópera más importante del mundo, pero… ¿un contratenor? ¡Ninguno! Ni aunque viviera tres vidas, porque las únicas óperas barrocas que se programan con cierta frecuencia son L’incoronazzione di Poppea, Giulio Cesare, Rodelinda, Alcina y, quizá, Tamerlano.
Recuerdo que la primera que le escuché cantar fue en aquellas grabaciones del sello Capriccio, con el grupo Ornamente 99 y con música de Caldara, Vivaldi y Domenico Scarlatti. Imagino que elegir a Caldara y Vivaldi tuvo que ver con que ambos trabajaron y murieron en Viena, ¿no?
Si no dispones un auditorio para cantar en directo, máxime tratándose de música barroca, entonces la única opción que te queda es grabar discos. Al menos, así era en aquellos años. De esa manera se podía crear una audiencia internacional. Fundé la agencia Parnassus y el primer dinero que gané con ella lo invertí en mi debut discográfico: cantatas profanas de Domenico Scarlatti. Una vez que estuvo grabado, vendí la licencia a Capriccio. Lo aceptaron a regañadientes, solo por el hecho de que sabían que yo había formado parte de los Niños Cantores de Viena. En apenas tres meses se vendieron seis mil CD y, entonces, los de Capriccio empezaron a llamarme para preguntarme que cuándo grababa el próximo disco. Fueron más cantatas, pero esta vez de Vivaldi. Otro éxito increíble. Luego vino Caldara y una cuarta grabación, esta con más Domenico Scarlatti…
La de la famosa carátula en la que aparece usted con un mono sobre el hombro: cantatas para Farinelli.
Sí, lo más probable es que todas esas cantatas de Scarlatti estuvieran compuestas para Farinelli, para ser cantadas en Palacio de Aranjuez, donde la familia real española pasaba la primavera. Lamentablemente, el 80 por ciento de la producción vocal de Domenico Scarlatti se perdió en el terremoto de Lisboa de 1755. En España, casi toda la música que escribe Scarlatti es para clave, para la reina María Bárbara de Braganza. Pero hay algunas cantatas que seguramente las concibe para que sean interpretadas por su amigo Farinelli y por la soprano Teresa Castellini. Farinelli y Castellini son los que aparecen, junto al poeta Metastasio y al pintor Jacopo Amigoni, en el famoso cuadro del propio Amigoni que está en la Biblioteca Nacional de Australia. Castellini había sido alumna de Farinelli, y todo hace indicar que era algo más que eso: su amante. Estas cantatas de Scarlatti están agrupadas en un álbum, bellamente editado, que se encuentra en la Biblioteca Nacional de Viena. Los textos son de Metastasio, que por ese entonces vivía en Viena, lo cual nos hace pensar que fue un regalo que le hizo su gran amigo Farinelli, pues ambos estaban en permanente contacto epistolar. Son doce cantatas en las que se establece un diálogo constante entre dos amantes, con dúos incluidos. La conclusión es sencilla: Scarlatti las escribió para dos amantes auténticos, es decir, para Farinelli y Castellini.
Y tras los éxitos con las grabaciones de Capriccio, ¿qué ocurrió?
Me llama Christophe Rousset. Canto con él a Toulouse y, a partir de ahí, me empiezan a salir conciertos en toda Francia. El sello discográfico Virgin Classics me ofrece un contrato y grabo un disco con arias de Rossini, en 2006. Por ese entonces, Philippe Jaroussky publica también en Virgin sus álbumes con música de Vivaldi y hay mucha gente que comienza a interesarse por los contratenores. Con sinceridad, no sé hasta qué punto tiene para mí sentido ese culto por un cantante. Pero el culto está ahí, no se puede discutir. Virgin invirtió mucho dinero en campañas para promocionar a Jaroussky y apenas quedó nada para mí. Yo no era francés y no estaban invirtiendo en promocionarme, así que me di cuenta de que tenía que buscar mi propio camino una vez más. De hecho, yo había descubierto bastante olvidada —la mayor parte, cantatas—, y lo que estaba grabando para Virgin no era lo que realmente quería. En otras palabras, no veía nada seductor en cantar Lascia chi’o pianga en un CD, porque ese no es mi mundo. Así que tomé la decisión de empezar a dirigir óperas, producidas por Parnassus, mi agencia.
¿Tenía sentido?
Tenía bastante sentido: si para hacer un programa con cantantes necesitaba diez instrumentistas, si añadía otros quince podía hacer una ópera completa. Faramondo de Haendel fue mi primera producción, dirigida musicalmente por Diego Fasolis y con Jaroussky y Xavier Sabata entre los cantantes. Fue un éxito tremendo, porque vendimos miles y miles de álbumes. Eso me confirmó que era el camino que tenía que seguir: grabar óperas y, de vez en cuando, algún recital. Más que como un cantante, me veo como un artista que se aventura en el descubrimiento de óperas desconocidas. Como le comentaba antes, no tengo ningún interés en ser una estrella a la que se rinde culto. El triunfo como cantante es efímero, porque, una vez que vas envejeciendo, la situación se vuelve muy triste. Y la tristeza es algo de lo que procuro huir siempre. Cuando pienso en ello, me viene a la cabeza a mi madre llevándome de visita a casa de sus viejos profesores de música, encerrados en viejos apartamentos que olían a lavanda y naftalina, y que estaban repletos de flores de plástico y fotos en blanco y negro por todas partes de sus actuaciones en teatros cuando eran jóvenes. Recuerdo a su vieja profesora, rodeada de pelucas y hablando únicamente de Gigli y Caruso. Me resultaba tristísimo, y no, definitivamente yo no quería, ni quiero, acabar así.
Después de Faramondo, viene Il Farnace de Vivaldi y luego, Artaserse de Vinci.

Artaserse fue todavía un éxito más clamoroso que Faramondo. Vendimos unos 35.000 álbumes y obtuvimos varias nominaciones para los Premios Grammy. Más adelante llegaron Catone in Utica, también de Vinci, y Alessandro, Ottone y Arminio, tres óperas de las menos frecuentadas de Haendel. Pero no me bastaba con grabar óperas, sino que necesitaba hacerlas en escena. Ahí entra Siroe, de Hasse, la primera de mis producciones escenificadas. Y a la escena es lo que me he dedicado de forma más intensa en los últimos años. Creo que mi nombramiento como director del Festival Barroco de Bayreuth ha sido la coronación de todo este trabajo. Estoy convencido de que al final he encontrado mi verdadero lugar, en el puedo hacer cada año nuevas producciones, planificándolas con suficiente antelación y logrando el presupuesto necesario para acometerlas. Esta forma de trabajar me permite gozar de una cierta seguridad financiera, porque lo cierto es que me pasado demasiados años buscando patrocinadores para poder desarrollar mis proyectos. Créame, resulta bastante tedioso y complicado convencer a los teatros de ópera de que programen un título desconocido. Y, ahora, en Bayreuth me puedo dedicar solo a eso, a recuperar óperas barrocas desconocidas.
Tiene 45 años: diversificar su actividad profesional, ¿guarda relación con que ha llegado ya a una edad en la que empieza a vislumbrar el final de su carrera como cantante?
No, es algo que más bien tiene que ver con mi manera de ser. Mi carrera comenzó con Parnassus, y en Parnassus he hecho todo lo que le he relatado, lo que significa que no me he dedicado solo a cantar. Nunca me he presentado a concursos, nunca he tenido un agente detrás de mí, nunca ha habido un sello discográfico que se encargara de mis grabaciones… Todo lo he hecho yo solo. Incluso, el Festival Barroco de Bayreuth es privado, pues no pertenece a la ciudad aunque lleve su nombre y aunque recibamos apoyo tanto de Bayreuth como del estado federado de Baviera. En la próxima edición habrá una gran recepción oficial, lo cual es algo muy significativo, porque hasta la fecha solo la familia Wagner ha tenido ese honor. La diferencia es que, cuando empecé, me dedicaba a hacer programas pequeños y ahora hago programas muy ambiciosos. El único cambio es que mi oficina ha ido creciendo con el paso del tiempo. Tampoco he tenido nunca como objetivo ser cantante el resto de mis días.
Si alguien menciona Bayreuth, inmediatamente nos viene a la cabeza Wagner, pero lo curioso es que la Ópera del Margrave es muy anterior. Y poca gente parece saberlo.
Bayreuth fue un gran centro de ópera, ya desde el siglo XVII, cuando Cesti representó allí Il Pomo d’Oro. Luego, a principios del XVIII, se estrenaron unas setenta óperas. Entre los títulos, había varios de Telemann o de Keiser. En concreto, a Telemann le encargaron tres óperas. En el almacén de la Ópera, hay cerca de mil trajes, que se podrán ver pronto en un museo que tenemos previsto abrir allí. Estaba todo organizado en torno a la ópera.
Pero la verdadera impulsora de la vida musical en Bayreuth fue Guillermina de Prusia.
Así es. Había sido educada para ser la futura reina de Inglaterra, pero acabó casándose con Federico III de Brandemburgo-Bayreuth, y convirtiéndose en margravina. Era una mujer cultísima, que hablaba varios idiomas y que era amiga personal de Voltaire. Ella fue la que llevó a Bayreuth a cantantes como Carestini o Faustina Bordoni, y a compositores como Hasse, que fue su profesor. Tenía una nómina fija de bailarines, actores y cantantes procedentes de Italia, España, Francia, Inglaterra o Alemania, y que estaban empleados a tiempo completo. Guillermina fue la que ordenó construir el Teatro de Ópera en 1748, con motivo de la boda de su hija. Y lo hizo en el centro de la ciudad, no en las dependencias del palacio, ni tampoco en la residencia estival del Eremitage, lo cual demuestra que quería desarrollar una temporada regular de ópera en pleno Bayreuth. Ella misma ejerció de intendente del teatro durante diez años. Y no solo eso, sino que estrenó sus propias óperas e invitó a compositores como Johann Christian Bach. Si alguien se toma la molestia de visitar el Palacio de Bayreuth, comprobará que en la biblioteca y en los aposentos privados hay unos cuarenta o cincuenta retratos de músicos que trabajaron para la Ópera de Bayreuth, lo cual es algo realmente extraordinario porque los monarcas de aquel periodo pensaban que los músicos eran como caballos. O peor incluso que caballos. Sin embargo, Guillermina tenía a esos músicos en muy alta consideración, sin necesidad para ello de que fueran famosos, porque muchos de los que aparecen en esos retratos no han podido todavía ser identificados. Lo terrible es que, cuando ella murió, el Teatro de Bayreuth cerró y nunca más volvió a abrirse, hasta que Wagner, que buscaba un sitio para hacer un festival, recibió el consejo de su mujer de que visitara este teatro, pues tenía un escenario enorme en el que cabía un carruaje tirado por cuatro caballos. No disponía de muchas localidades, es verdad, apenas seiscientas, pero ese era más o menos el aforo de la Ópera Real de Versalles, que jamás llegó a funcionar como un auténtico teatro de ópera. Y fue en el Teatro de Bayreuth donde Wagner estrenó su festival, con la presencia de Brahms o de Liszt. Así que podemos decir que Bayreuth tiene hoy por hoy lo mejor de los dos mundos: el mundo de la música romántica y el mundo de la música barroca.
¿Su objetivo es que el Festival de Bayreuth crezca a lo largo de los próximos años?
Desde luego. Ahora dura dos semanas, pero mi idea es que aumente a cuatro, siempre en el mes de septiembre. El objetivo es hacer dos grandes producciones escenificadas cada edición, además de conciertos como los que ya se vienen programando. Este año haremos un oratorio de Haendel, Judas Maccabaeus, y reprogramaremos Carlo il Calvo de Porpora, que no se ha podido hacer todavía en las debidas condiciones por culpa de la Covid. También haremos otra ópera de Porpora, Polifemo, aunque en versión concierto, lamentablemente.
¿Siempre con orquestas que colaboran habitualmente con usted, como Armonia Atenea?
Estoy abierto a traer orquestas nuevas. En la pasada edición estuvo Accademia Bizantina, aunque solo en pequeño formato, este año estará {oh!} Orkiestra Historyczna y el próximo, Concerto Köln. No es fácil organizar estas cosas, porque las agendas de los músicos son complicadas y porque, si están disponibles en las fechas que les propones, los programas no son muchas veces los que están dispuestos a hacer hacer.
Cuando usted empezó en la música, había ya gente que se interesaba en el Barroco, en las interpretaciones históricamente documentadas y en los contratenores. Pero no eran muchos. La situación ahora, por suerte, es infinitamente mejor. ¿Cuánto cree que han influido en ello artistas como Jaroussky o como usted mismo? Lo digo porque hay contratenores que tiene cientos de miles de fans en todo el mundo.
Todavía en los años 90 los contratenores estaban considerados como algo exótico. Tampoco había tantos, y no todos los que había eran realmente buenos. Por otro lado, escaseaba el repertorio: solo René Jacobs, en Innsbruck, se atrevía recuperar ciertos títulos. Poco a poco, los teatros de ópera de Francia se fueron abriendo, aunque al principio fuera únicamente para hacer Barroco francés. En esos años los contratenores no eran todavía bien aceptados, porque los papeles escritos para castrados se seguían encomendando a voces femeninas. Con la llegada del nuevo siglo, aparecen algunos contratenores que ya son capaces de cantar sin ningún problema esos papeles escritos originalmente para castrados: Philippe Jaroussky, Franco Fagioli, Yuri Minenko, David D. Q. Lee y, si me lo permite, yo mismo. Éramos una nueva generación, distinta a la anterior, distinta a los Dereck Lee Ragin, Michael Chance, Jochen Kowalski, James Bowman…
A Gerard Lesne, también.
Exacto. Lesne era el único contratenor al que yo realmente admiraba. Y mucho. Era mi favorito, porque tenía la voz más refinada posible para cantar Barroco italiano. Mi generación, a la que antes me refería, ofrecía un tipo de voz completamente distinto. Me refiero a contratenores con más vibrato, con más volumen, con más rango vocal…, lo cual encajaba en el repertorio de los castrados. Porque en ese repertorio no encajan, de ninguna manera, los falsetistas: además de tener esas características que antes le relataba, hay que sonar asimismo de manera convincente. Si un contratenor no puede ser igual de bueno que una cantante femenina, es mejor que no haga el papel. Pero eso pasaba ya en el siglo XVIII: cuando, por los motivos que fuera, no disponían de un castrado, colocaban en su lugar a una mujer, nunca a un falsetista. La ópera barroca italiana siempre fue muy práctica, tenía poco de tradicional y mucho de experimental… Por eso, no importaba lo más mínimo que un papel masculino estuviera cantado por una mujer. Por ejemplo, el papel protagonista de Radamisto, en el estreno de esta ópera en Londres, lo canta una soprano, Margherita Durastanti. Eso supone que, para la reposición, que tiene lugar unos meses más tarde, Haendel tenga que adaptar todo el papel para que sea cantado por Senesino, un castrado. Se trata de dos versiones diferentes entre sí, lo que demuestra lo que le comentaba: eran por encima de todo prácticos. La nueva generación de contratenores que apareció a principios de este siglo cambió el panorama, porque nosotros podíamos cantar esos papeles que antes no podían ser cantados en las debidas condiciones por los contratenores de los años 80 y 90. Ese fue el gran cambio.
Pero sigue habiendo limitaciones para ustedes.
Las sigue habiendo, claro. Franco Fagioli es el único contratenor que conozco que puede cantar sin el más mínimo problemas papeles que fueron escritos para Carestini, porque son demasiado agudos. Bueno, Minenko, en parte, también puede hacer algunos de esos papeles. Cuando en 2009 empecé a acometer producciones operísticas, todavía eran muchos los que mantenían que estos papeles no podían ser cantados por contratenores. Para demostrar que no era verdad, decidí hacer Artaserse, de Vinci, en 2012… Todos éramos cantantes masculinos: Philippe Jaroussky, Franco Fagioli, Yuri Minenko, Valer Sabadus, el tenor Juan Sancho y yo mismo. Creo que con Artaserse demostramos que habíamos dado un paso adelante en el mundo de la interpretación operística, porque fue una gran explosión en todos los sentidos. Por cierto, ese Artaserse se ‘coció’ en Madrid, en 2010, cuando Jaroussky y yo participábamos en L’incoronazione di Poppea que dirigió William Christie en el Teatro Real.
No hace falta ni que le pregunte cuánta música de Bach habrá cantado usted en aquellos años en que formaba parte de los Niños Cantores de Viena. ¿Nunca le ha picado el gusanillo, ya como de adulto, de cantar una Pasión según San Mateo, por ejemplo?
Tengo que admitir, honestamente, que no son un gran fan de Bach. No existe entre nosotros un affaire amoroso, digamos. Bach es para una audiencia específica, para una audiencia a la que no creo que yo guste demasiado. Ahora hay muy buenos contratenores que pueden hacer la música de Bach mucho mejor que yo. Prefiero mantenerme como un especialista en ópera barroca napolitana. Esa es mi burbuja, mi mundo. Sinceramente, estoy muy ocupado con Haendel, con Porpora o con Vinci como para pensar en Bach.
¿Cuál es su próxima recuperación?
En este 2022 haremos Alessandro nell’Indie de Vinci. Cuando recuperé Artaserse, dudé entre una y otra, pero finalmente me incliné por Artaserse. Y ahora es el momento de ocuparme de Alessandro nell’Indie. Pero, se lo adelanto, no voy a cantar en ella, voy a ser solamente el director de escena. ¿Por qué? Pues porque me estoy preparando para hacer una retrospectiva sobre Senesino. Será una gran producción sobre este castrado, en la cual se incluye la grabación de un álbum doble con las arias que Haendel escribió para él. Senesino y Haendel mantuvieron una relación de amor-odio que se plasmó en veinte óperas. En el álbum estarán, sin la más mínima reserva, las arias más complicadas que Haendel escribió para Senesino. Va a ser un auténtico maratón para mí, así que me estoy reservando para ello. Grabaré en Grecia, con Armonia Atenea, y lo haré en concierto en el Festival Barroco de Bayreuth, con filmación incluida de un documental de una hora de duración para la televisión bávara.
¿Cuál es su aria de Senesino favorita?
Tengo muchas.
Pero si yo le pongo una pistola en el pecho y le obligo a elegir solo una, ¿cuál sería?
Me encanta el papel de Riccardo primo, que, por otro lado, es dificilísimo. Me gustan los retos. Los retos técnicos del canto. Por eso no le encuentro ningún aliciente al Orfeo de Monteverdi. Es un papel hablado, en el que actúas, no cantas. Poppea no es una ópera, es un singspiel. Es un drama que me atrae como director escénico, pero no como cantante. En mi opinión, el gran fallo con Monteverdi radica en los repartos: se eligen cantantes, cuando lo que hay que elegir son actores que canten. Por eso las producciones de Monteverdi que se hacen hoy no reflejan la verdadera ópera italiana del Seicento. Hay demasiado canto en esas producciones. Yo nunca me he encontrado a gusto en ellas. Cuando tienes compositores como Haendel, Porpora o Hasse, que están permanentemente retando vocalmente a los cantantes, creo que lo mejor que puedes hacer es centrarte exclusivamente en ellos. ¶
Eduardo Torrico
(En el nº 380 de SCHERZO, de enero de 2022, ha sido publicado un extracto de esta entrevista)