Maurizio Pollini, humano, siempre humanísimo
“Nos quedamos cada vez más solos. Se van los mejores”. Fue el comentario de otro gran pianista al enterarse de la muerte, el sábado, de Maurizio Pollini. Efectivamente, Pollini ha sido, es y quedará eternamente como uno de los grandes de la historia del piano. Era un pianista versátil, con un repertorio más anchuroso que enorme, desde Bach a la más rabiosa actualidad del momento. Su pianismo inteligente, perfecto, cerebral e hipervirtuoso –Segunda sonata de Boulez–, y al mismo tiempo italianísimamente apasionado –ahí están sus Schumann–, es, desde su perspectiva universal y erudita, profundamente italiano. Bebe de una tradición legendaria, que arranca de sus paisanos, Scarlatti, Clementi y su alumno Francesco Lanza, y se fortalece y desarrolla con nombres como Sgambati, Benedetti Michelangeli –con el que tanto y tan poco tiene que ver–, Martucci, Busoni, Casella, Agosti, Zecchi, Maria Curcio, Ciccolini, Dino Ciani. Desde luego, no fue casual que el inventor del piano, el paduano Bartolomeo Cristofori, comenzara a imaginar a finales del XVII el “gravicembalo col piano e forte”. Una tradición que ya, en pleno siglo XXI, habita en pianistas como Andrea Lucchesini, Simone Pedroni o Beatrice Rana, entre otros.
Ahí, en esta raigambre y en esa tradición pianística de primer orden, tan arraigada en la escuela napolitana, arranca el genio nato del milanés. Pollini nace pianista tanto como un jerezano cantaor. Tradición casi incrustada en los genes. Deslumbró a todos allá por los primeros años setenta, con aquella apoteósica grabación de los estudios de Chopin y algunos discos pirata que llegaban con cuentagotas del extranjero (como el que contenía la fulgurante Segunda sonata de Chopin registrada en Varsovia el 4 de marzo de 1960, durante las pruebas del Concurso Chopin). Aquellas grabaciones suponían el descubrimiento de un pianista fuera de serie, impresión que luego se fortalecería con los discos que paulatinamente fueron apareciendo con músicas de Mozart, Schumann, Stravinsky… ¿Quién no recuerda el impacto de su Petrushka, incluida en aquel elepé impagable que además, por si no bastara, traía la aún hoy única Séptima sonata de Prokofiev, capaz de tutear a las energéticas versiones de los colosos del teclado soviético?
“Este joven toca ya mejor que todos nosotros”, dijo Arturo Rubinstein a los demás miembros del jurado por él presidido tras escucharlo en el Concurso Chopin de Varsovia de 1960, en el que, obviamente, se alzó con el Primer Premio. Pollini, que contaba entonces 18 años y estudiaba con Carlo Vidusso en el Conservatorio de Milán, tuvo la sensatez de eludir una carrera convencional que prometía lo mejor. “Cuando gané el Concurso Chopin sentí una responsabilidad enorme. Comencé a dar conciertos a diestro y siniestro, casi sin ton ni son. Pronto tuve la sensación de que era demasiado temprano para comenzar una carrera. Durante un año interrumpí por completo los conciertos. Luego los retomé, pero con un ritmo mucho más sosegado”.
Aquella sorpresiva retirada le sirvió para trabajar con Arturo Benedetti Michelangeli, del que heredaría el amor por la perfección y la capacidad de ejercer un control absoluto tanto sobre el teclado como sobre el pentagrama. Control que ha llevado a los de siempre –a los mismos que tildan a Michelangeli de “frío” – a considerarlo una “computadora” del teclado, como lo definió Harold Schonberg. Sin embargo, sus siempre perfectas y poco licenciosas interpretaciones gozan de una intensidad, de una riqueza y profundidad siempre leal a la partitura; con ese rigor matemático que vertebraba sus estructuradas lecturas. Amigo de su tiempo y fielmente arraigado a sus convicciones. Coherente y detallista, su pianismo sirve con igual énfasis y adecuación los Preludios de Chopin que los Estudios de Debussy, las sonatas de Schubert, los conciertos de Brahms, las sonatas y conciertos de Beethoven o la obra para piano de Boulez, Nono, Webern o Schoenberg.
Pero detrás de esta fortaleza de coloso del piano, de hombre culto, sensato y cerebral, se parapetaba un artista humano, “humanísimo”, vulnerable y susceptible. Solo quien ha estado cerca de él sabes de sus temores y miedos, de su “pánico escénico”. La responsabilidad del artista con la obra de arte, con su propia leyenda y con el público que atesora sus interpretaciones bien grabadas en la cabeza. Como perfeccionista escrupuloso, un hálito de insatisfacción siempre se ocultaba tras la fuerza del mito. Pollini nunca quiso defraudar su propia tradición. De ahí, acaso, los sinsabores de los últimos tiempos, cuando, vulnerable a los años, aquel Pollini que impactó a todos con los Estudios de Chopin, Sonatas de Beethoven y Schumann, conciertos de Mozart, Brahms o Beethoven, Estudios de Debussy, Petrushka de Stravinsky, Segunda sonata de Boulez, Variaciones de Webern o aquel disco con la obra completa de Schoenberg, eran ya historia del pasado. De siempre, gracias al disco. Pollini y su arte, su virtuosismo y fidelidad a la partitura y a sus tiempos, permanecerán así abrazados en la interminable historia del piano. La “soledad” de su ausencia será más llevadera gracias al prodigio de su música grabada.
Televisiones y periódicos hablan y escriben de la muerte de la actriz Silvia Tortosa y del presidente futbolero Manuel Ruiz de Lopera. Apenas alguna palabra sobre la de Pollini. ¡Qué tiempos!
Justo Romero
(foto: Peter Meisel/DG)