Mario Lanza, cien años de un tenor cinematográfico
La ópera y el cine han mantenido siempre buenas relaciones de vecindad. Basta con ver algún filme mudo, en especial aquellos de producción más ambiciosa (históricos, épicos), para comprobar que la puesta en escena se basa en modelos estéticos de claro origen operístico.
Con la llegada del cine sonoro el trasvase de la ópera al cine fue casi inmediato: versiones abreviadas de las partituras más populares capaces de atrapar a un público más amplio del habitual. Sobre todo, en Italia, donde se había inventado el género y donde gozaba de mejor salud.
Dos años después de la primera cinta oficial (y musical) del nuevo sistema que sincronizaba la imagen con el sonido, El cantante de jazz (Nueva York, 1927), protagonizada por Al Jonson, ya filmaba Orlando Vassallo La legenda de Wally en torno a la partitura de Alfredo Catalani, una obra que, pese a su innegable calidad, no se ha mantenido en el repertorio y que sobrevive gracias a la extraordinaria difusión que consiguió su bellísima aria sopranil, favorita de cantantes de esta cuerda. El paso siguiente inevitable en estas fluidas relaciones entre la ópera y el cine fue la presencia de cantantes líricos (en especial, tenores) en los estudios cinematográficos, compartiendo protagonismo con las stars contemporáneas. Siguiendo de nuevo en ámbitos italianos (aunque Alemania, por su parte, no permaneció inactiva en este dominio) Beniamino Gigli o Tito Schipa protagonizaron en la gran pantalla biografías, historias melodramáticas o comedietas de fácil digestión popular, adobadas por momentos más o menos oportunos en los que los protagonistas ofrecían aquello que mejor sabían hacer: cantar.
El caso de Mario Lanza es distinto y único: sin haber cantado jamás en el escenario aquellas obras cuyas arias tanto difundiría en recitales, sesiones radiofónicas y registros discográficos, se convirtió en el referente de la cuerda tenoril de toda una generación.
De orígenes italianos, Lanza nació en Filadelfia como Alfredo Arnoldo Cocozza el 31 de enero de 1921, un año en el que también vinieron al mundo otros ilustres colegas como Franco Corelli (9 de abril) y Giuseppe di Stefano (24 de julio).
Ignorado por las enciclopedias líricas al uso, Lanza grabaría para el sello RCA Victor (el mismo de Caruso) en su serie Red Seal, inaugurada por él, las páginas más populares del repertorio, así como multitud de canciones, particularmente las napolitanas más famosas, que se integraron de inmediato en las discotecas privadas de numerosos hogares. Un corpus discográfico que el CD perpetuó, poniendo al día una presencia que, pese al paso del tiempo, no había sido olvidada.
Puede que quien descubriera su voz fuera su madre, una cantante que no pudo seguir su carrera por motivos familiares y de la que tomó el vástago su apellido, Lanza, para su nombre de guerra, mucho más agradable al oído que el de Cocozza.
La mayoría de sus biografías señalan que quien le dio el espaldarazo definitivo fue el célebre director de orquesta Sergei Koussevitzi, asombrado por la calidad de su voz, aunque hubo de esperar hasta el final de la Segunda Guerra para que su actividad profesional pudiera despegar. En 1945 emprendió una gira por México, Canadá y Estados Unidos, y, a raíz de un recital ofrecido en el Hollywood Bowl, llamó la atención de los directivos de la Metro Goldwyn Mayer, quienes de inmediato le contrataron.
Su primera película fue Ese beso de medianoche (1949), en la que compartía pantalla con Kathryn Grayson (cantante afecta también a este tipo de proyectos, quien filmaría un biopic sobre Grace Moore) y el pianista valenciano José Iturbi, muy activo igualmente en el medio. A esta le siguió El brindis de Nueva Orleans (1950) con la misma compañera femenina y David Niven. El éxito de ambas cintas animó a los estudios a rodar el año siguiente la película que le daría fama universal: El gran Caruso, dirigida por el hábil Richard Thorpe.
Sin embargo, la empresa del león rugiente al parecer había pensado en otro protagonista, el argentino Rafael Lagares, cantante admirado por Perón que casualmente guardaba un enorme parecido físico con Caruso. Pero, según parece, Lagares no pasaba por entonces por su mejor momento vocal, por lo que fue apartado rápidamente del proyecto.
En aquel mismo año se rodaba en Italia El joven Caruso con Ermando Randi (poniendo cara y gestos a la voz de Mario del Monaco) y la opulenta Gina Lollobrigida. Este homenaje transalpino a su tenor napolitano por excelencia no alcanzaría la difusión del filme de Lanza. En ninguna de las dos películas se utilizó la voz auténtica de Caruso, a pesar de los numerosos registros disponibles, lo que suscitó la irritación entre herederos y seguidores del legendario tenor.
El impacto de la película de Lanza fue inmenso, tanto en lo que se refiere a la difusión como -y sobre todo- a la recaudación, y la influencia que ejerció sobre determinados espectadores resultaría decisiva para el futuro de estos. Por ejemplo, José Carreras la vio de niño y se decantó por el oficio canoro al quedar deslumbrado por la voz de Lanza. Después, ya en plena actividad profesional, seguiría los pasos del americano rodando la vida de Gayarre, tomando a su vez el relevo de Alfredo Kraus.
Hubo más cantantes aparte de Carreras que se sometieron al influjo sonoro de Lanza potenciado por las suntuosas imágenes en technicolor. Giuseppe Giacomini era capaz de ver la película tres veces al día y, más cerca de nosotros, y posiblemente a través de algún recurrente pase televisivo, Vittorio Grigolo siguió los mismos pasos transitados por Carreras. Los tres cantantes, artísticamente hablando, se destacan por el entusiasmo con que tradujeron (o traducen) sus interpretaciones.
Después de El gran Caruso, donde se codeó con varias estrellas del Met neoyorkino, como Dorothy Kirsten, Jarnila Novotna, Blanche Thebom, Moscona y Valdengo), Lanza apareció en otros filmes, como Serenade (distribuido en España con el cursi título de Dos pasiones y un amor) donde el protagonista oscilaba sentimentalmente entre dos amoríos, el de la rubia y mala Joan Fontaine y la morena y buena Sara Montiel.
A causa de sus problemas de sobrepeso (que obligaba a Lanza a someterse a duros regímenes alimenticios) la MGM prescindió del cantante para El príncipe estudiante de 1954, ocupando su puesto el sosillo Edmound Purdom (con la voz del tenor, claro) al lado de su compañera del Caruso Ann Blyth.
Como muchos actores de Hollywood que entraban en decadencia, Lanza acabó recalando en Italia, donde, aparte de otros filmes, encabezó el reparto de Arrivederci Roma, en torno a la célebre canción de Renato Rascel.
En la capital italiana el tenor murió repentinamente de un ataque al corazón el 7 de octubre de 1959 (forma de morir que heredarán dos de sus cuatro hijos). Tenía 38 años y el director de la Ópera de Roma le había propuesto cantar en escena Pagliacci de Leoncavallo, cuya aria principal había grabado Lanza al menos en tres ocasiones y que, como en el caso de Caruso, era una especie de personal himno de batalla.
La voz de Lanza era muy dotada en color, anchura, proyección y amplitud. Cantaba con gran valentía y entusiasmo expresivo, aunque sin el énfasis asociado a los más genuinos intérpretes operísticos. Por ello, los puristas solían decir que su estilo era algo ajeno al del típico cantante italiano de ópera. Sin embargo, tenía una gran capacidad para comunicar y llegar al oyente, y con el paso de los años, si se le escucha sin prejuicios, su mensaje sigue contagiando por la sinceridad y valentía de sus acentos a partir de una generosa exhibición de posibilidades, las propias del tenor lírico al lado de un intérprete spinto o dramático, del Nemorino al Otello verdiano, cuyo dúo llegó a grabar con una soprano tan toscaniniana como Licia Albanese.