Margen… ma non troppo

“La defensa no ha tenido oportunidad de interrogar al testigo, señoría, le pido un pequeño margen…”. Así se expresaba Daniel Kaffee (Tom Cruise) ante la protesta del fiscal (Kevin Bacon) en el interrogatorio al coronel Jessep (Jack Nicholson) en la inolvidable película Algunos hombres buenos. El juez Randolph (J.A. Preston) le respondió presto: “Pero un margen muy pequeño…”.
Recordé esta expresión del juez al pensar en el asunto, materia inacabable de debate, sobre la libertad del intérprete, la partitura y demás ingredientes que forman parte de la cadena de acciones que dan vida a la música, desde la inerte partitura hasta su materialización acústica, asunto sobre el que apenas pasé de puntillas hace unas semanas, con ocasión del recital que dio en Madrid el joven pianista alemán de origen ruso Igor Levit. Me limité entonces a apuntar que el debate era uno de amplio espectro que escapaba al ámbito de aquella reseña, pero prometí ocuparme del asunto, siquiera de forma somera, en otro momento y foro.
El asunto es posiblemente irresoluble y, por tanto, muy probablemente por eso mismo, de permanente vigencia y recurrente recuerdo. No pretenderé, en el modesto marco de esta bitácora y en el más modesto aún de mis conocimientos, niquelar un asunto sobre el que se lleva, literalmente, siglos hablando y escribiendo con profusión por parte de personas mucho más doctas que yo.
Sí quisiera llevar a los lectores, no obstante, algunos ingredientes de reflexión, más como recordatorio de lo que ya está ahí hace tiempo, aunque a veces no lo tengamos en cuenta. Porque, aunque en esta materia, como en casi todas, los tiempos traen novedades, a veces revolucionarias, que rompen nuestras propias creencias (que se lo digan a los descubridores/recuperadores de lo históricamente informado), no es menos cierto que con demasiada frecuencia se olvida lo que más se tiene a mano, se lleva la imaginación al límite y se acaba por dejar atrás, a veces muy atrás, la esencia misma de lo que la música contiene.
Hace algunos años, en 1998, señalaba el excelente pianista y profesor Manuel Carra, en su discurso de ingreso en la Real Academia de Bellas Artes, algo que describe con razón, como perfectamente obvio. Al contrario que en otras artes (destacaba las plásticas como ejemplo), la música, como arte temporal, cobra vida fugazmente durante el momento en el que es interpretada, y solo vuelve a ella cuando es interpretada de nuevo. Mientras tanto, la música es información, lenguaje inerte en la partitura, que aguarda su decodificación por parte del intérprete que, con voz o instrumentos, la transforma en algo momentáneamente vivo.
Más allá de lo que ese lenguaje escrito significa, para eruditos e investigadores, en cuanto a sujeto de investigaciones y minuciosos análisis formales, armónicos, estéticos o de cualquier otro tipo, la partitura sólo tiene un sentido auténtico como base para su materialización en el hecho musical, en que el mensaje decodificado llegue a su destino último: el oyente.
En la música es imprescindible un mediador: quien lleva lo creado por el compositor a convertirse en el sonido que el público escuchará. Si ese mediador es el propio compositor, lo que, por lógica, no es el hecho más frecuente (además de ser imposible para las músicas pretéritas), bien podría tomarse su interpretación como indiscutible, partiendo del supuesto (que en algún caso puede no ser realmente aplicable) de que, además de las habilidades como creador, el autor tenga la excelencia técnica necesaria como ejecutante o director. Como en toda cadena que implica la labor de decodificación y transmisión de un mensaje, este sufrirá una inevitable distorsión por la intervención de tal mediador. Incluso podría especularse, probablemente con fundamento, que cuanto más distante esté en tiempo el mediador-intérprete del creador, la distorsión podría ser mayor. También podría pensarse, si la partitura encerrara todas las claves, que no hubiera lugar a tal distorsión si todos los intérpretes siguieran al pie de la letra lo escrito en la misma.
Pero, ay, vienen entonces otros elementos a complicar la cuestión. Hace varios siglos, lo habitual era interpretar música del momento, y se daba por entendido que los ejecutantes conocían las bases del estilo y la forma de interpretar como para no necesitar instrucciones demasiado específicas. De hecho, hasta para prácticamente no necesitar instrucción alguna. Las partituras, hasta bien entrado el Clasicismo, más allá de las notas, eran notoriamente parcas en indicaciones. Y aunque existía una notable cantidad de tratados, desde C.P.E. Bach hasta Quantz pasando por Leopold Mozart, Couperin o Rameau, por citar solo unos pocos, bien puede decirse que hasta como aquel que dice anteayer, permanecieron perfectamente ignorados. Incluso conociéndolos, lo que en ellos se dice sirve como guía (valiosísima, eso sí) genérica, pero no como pauta específica para una partitura concreta.
Ese estado de cosas permitió un intervencionismo de intérpretes (y compositores) que hoy sería, no sin razón, considerado escandaloso. No hablamos de que Bach copiara y transcribiera a Vivaldi, Marcello o Couperin. Hablamos de reinstrumentaciones (como Mozart con Haendel) o incluso profundas transformaciones que no sólo incluían esas labores de reinstrumentación sino severas mutilaciones (no deja de ser curioso que el redescubrimiento de Bach por Mendelssohn estuviera trufado de ambas). La cosa llegó hasta el siglo XX, y Mahler, se sintió plenamente autorizado, sabe Dios por qué divina autoridad, a meter su pluma en las partituras de Beethoven o Wagner.
Tal vez por la propia evolución de la música, tal vez por la propia consciencia de los compositores de que su música estaba siendo distorsionada, el tiempo ha ido produciendo partituras con indicaciones cada vez más precisas. No debió hacer mucha gracia a Beethoven cierta tendencia a la excesiva libertad del intérprete (ya me estoy imaginando al gran sordo replicando eso de “… pero un margen muy pequeño”), y tal vez de ahí su adopción entusiasta (aunque hoy sea materia de debate en revistas científicas) del artilugio conocido metrónomo para dar más concreción a eso tan sugerente, pero tan poco explícito, como la indicación allegro con brio.
Por muy precisas que sean, salvo que el compositor esté vivo y pueda ponerse al teléfono (como me señalaba Kent Nagano en una reciente entrevista de próxima publicación), siempre hay un lugar de libertad para el intérprete. La RAE, en la acepción musical de interpretar habla, creo que con escasa fortuna, simplemente de “ejecutar una pieza musical” como si el “ejecutante” no fuera otra cosa que un reproductor de notas. Lo cierto es que esas “ejecuciones” serán tan variadas como ejecutantes decodifiquen la partitura, porque, en último término, el sonido, el matiz, el tempo, los acentos, las inflexiones, nunca serán exactamente los mismos.
La cosa se complica más cuanto más retrocedemos en el pasado, y no solo por la precitada parquedad de indicaciones. Tenemos la compleja cuestión de las partituras, porque ¿cuál es el texto original? No siempre la respuesta a esta pregunta está clara. Y en ocasiones, los mismos compositores han actuado sobre las partituras de sus predecesores. Seguramente con la mejor de las intenciones, pero no siempre con fortuna (véase, por ejemplo, la edición de Brahms de las sinfonías de Schubert[1]).
Está también el complejo asunto de “la tradición”, concepto que parece despertar un respeto religioso pero que, analizado con frialdad (como hacía Celibidache, bien que en su caso le venía bien para justificar un margen interpretativo, digamos, generoso), resulta bastante elusivo y vago. Como señalaba el maestro rumano, ¿quién define la tradición?
Parecen pues, indudables, algunos aspectos. Por ejemplo, que cuantas menos indicaciones existan en cuanto a tempo, dinámica, articulación, acentos o fraseo, mayor será el margen de decisión del intérprete, siempre y cuando no se pierda de vista el marco de referencia del que nos informan tratados como los mencionados anteriormente. Parece cierto igualmente que, incluso en presencia de dichas indicaciones, habrá que introducir la influencia de dicho marco de referencia, porque hoy sabemos, por ejemplo, que el concepto postwagneriano de la indicación allegretto tiene bien poco que ver con el que tenía Mozart del mismo término[2], algo que ocurre igualmente con signos de acentuación, articulación o fraseo.
Resulta asimismo lógico (como mínimo) pensar que las indicaciones de tempo (metrónomo incluido) deban ser puestas en contexto, teniendo en cuenta las diferencias de instrumentos (el fortepiano de Beethoven estaba, incluso en los modelos más avanzados de que dispuso el gran sordo, muy lejos de la apabullante sonoridad, duración de las notas incluida, del piano moderno) y, al menos en determinados casos, de acústica, porque la reverberación juega su papel y no puede ser dejada al margen.
Finalmente, el nudo gordiano es el ya apuntado antes. Es sencillamente inevitable que el intérprete, precisamente porque es eso, un intérprete y no un mero y mecánico reproductor, introduzca una parte de su personalidad en su labor. Por eso el Beethoven interpretado por Fulano no es el mismo que el de Mengano. Ese hecho inevitable es buena parte del interés, del atractivo, incluso de la aventura, de que la música viva y muera cada vez que tiene lugar una interpretación en vivo. Y por eso la música en vivo es irrepetible, porque la próxima vez, esa misma obra ya será diferente.
Pero el margen, ay el margen… aun no siendo tan pequeño como el avisado por el severo juez militar de la película, tampoco es infinito. Ni mucho menos. O no lo es si pretendemos que la labor interpretativa pase por respetar (hasta donde es posible) la intención del compositor (por mucho que precisar esta sea, en última medida, algo utópico; pero que lo sea no equivale a disponer de patente de corso para hacer lo que nos dé la gana). Por eso hablaba Alfred Brendel [en la foto] de la situación esquizoide del intérprete: sumergirse en la obra lo justo para hacerla suya y emocionalmente viva, pero con la distancia suficiente como para que no deje de ser del compositor, que finalmente creó la esencia de lo que el intérprete nos hace llegar. Ese fino punto de equilibrio, esa ajustada comprensión del margen de que se dispone, es algo indefinido, y por tanto discutible, salvo que las ignorancias de lo que está escrito sean palmarias, repetidas y exageradas.
Ahí es donde entran la fascinación (y el rechazo) que muchos sienten por artistas que entienden que el margen que les dejan los compositores es anchísimo, que incluso la partitura no debe, en ningún caso, ser tomada como piedra angular de la labor, sino solo como un elemento más (y, de hecho, un elemento muy maleable). Ahí vienen las libertades… y la controversia, claro está. ¿Es el margen de la interpretación pequeño o grande? Probablemente ni lo uno ni lo otro. Pero cuando la música de la partitura inerte cobra vida, lo hace en realidad, por dos partes: la del compositor, y la del intérprete que la sirve, que, eso sí, debe tener claro que su papel está supeditado al del primero. Si no, igual está sobrepasando los límites del margen, y tal vez haya alguien que se lo recuerde. Incluso que le recuerde que dar vida a lo inerte es algo tan necesario como hermoso y complejo, pero no autoriza a distorsionar lo escrito. Después de todo… el margen es considerable, sí, pero… ma non troppo. ¶
Rafael Ortega Basagoiti
Notas a pie de página:
[1] Brahms fue el editor de las sinfonías de Schubert para Breitkopf & Härtel en 1884-5. Su edición aún sigue siendo muy utilizada hoy en día. Pero los ciclos íntegros grabados por Claudio Abbado y Nikolaus Harnoncourt han incorporado el estudio de los manuscritos originales y desmontado (por parte de Stefano Mollo para Abbado y por el propio Harnoncourt para la suya) una cantidad más que considerable de intervención editorial por parte de Brahms que hoy se sabe espurio. Los artículos del fundador del Concentus Musicus contenidos en sus ediciones discográficas con la Orquesta del Concertgebouw y la Filarmónica de Berlín proporcionan valiosos detalles de hasta qué punto dicha intervención editorial afectó a la esencia de la partitura.
[2] Como el mismo Harnoncourt se ha ocupado de mostrar con profusión en sus libros y artículos.