Manda la escena
Las representaciones de Tosca de Puccini en el Gran Teatre del Liceu dirigidas escénicamente por Rafael F. Villalobos —y su recepción crítica— traen de nuevo a la palestra la polémica acerca de la influencia de los registas en la libertad de un público que recibe muchas veces un mensaje equívoco en relación con las intenciones del compositor. Desde hace años es una batalla habitual la que se produce entre el original y su puesta en escena de la que, generalmente, sale victoriosa esta última, no por su capacidad para irradiar nuevas sensaciones en el público sino por la recurrencia de los teatros en darle prioridad sobre, sin ir más lejos, el foso o las voces.
Esa prioridad por lo escénico, que llega demasiadas veces a desvirtuar de modo absurdo no ya lo que el libreto propone en sus acotaciones sino lo que los cantantes dicen, no deja de ser, creemos, una consecuencia de lo que podríamos llamar la museización del repertorio, la insistencia en los mismos títulos temporada tras temporada sin que siempre se pueda justificar por la presencia en estos de cantantes de primer orden. Es la parte de responsabilidad que corresponde a unos programadores que deben lidiar con la necesaria novedad y las exigencias de los públicos más tradicionales, decepcionándose finalmente a sí mismos y traicionando en cierta medida a las audiencias más abiertas.
Hoy se habla, para bien o para mal, de la Carmen o el Tristán de Bieito, de la Arabella de Loy, de Los maestros cantores de Kosky o del Anillo de Schwarz, de esta o aquella ópera que finalmente acaba por parecer de la autoría de Tcherniakov o de Warlikowski. Conste que en esta pequeña lista hay nombres que han aportado lecturas escénicas tan personales como capaces de profundizar en lo que las obras citadas nos ofrecen y verdaderos dislates. Éxitos y fracasos que siempre dieron la sensación de gozar de una mucha mayor repercusión mediática que la de sus homólogos en el foso.
Del mismo modo que el director de orquesta se exige a sí mismo una fidelidad controlada a la partitura —hoja de ruta si se quiere— que tiene delante, el director de escena no debiera considerarse a sí mismo dueño absoluto del texto que se le ofrece —ese sí mucho más denotativo, aunque le duela—. Deberá saber qué es aquello susceptible de ser interpretado respetuosamente para una mejor recepción de lo que la obra completa plantea a un público de hoy, aunque haya casos en los que la trama sea tan absurda que vale más dejar la ópera como un artefacto de su tiempo que recibimos de una tradición respetable. Rodearlo de recursos más o menos fáciles no deja de ser una inutilidad que les cuesta a veces demasiado dinero a los teatros.
En esta cuestión es muy fácil situarse en los extremos y ninguno de los dos favorece demasiado al futuro de la ópera, bien sea verdad que, dada la variedad de su público y su papel, al menos entre nosotros, como marco social, un fiasco al año no sólo no hace daño, sino que aporta un bonito plus de heterodoxia controlada. Pero frente a esa connivencia mutuamente interesada creemos que los teatros debieran ser más creativos a la hora de programar, preferir títulos capaces de atraer un público nuevo —que los hay y que sus responsables artísticos sin duda— conocen antes de rendirse a la aparente obligación de disfrazar de equilibrio propuestas en las que una parte importante de su contenido corresponde a estilos y obras demasiado trillados que impiden que el propio teatro consolide una apuesta más definida y, por ende, de una mayor personalidad.
¿Conclusión? Pues que cada vez que parece que llegamos al límite de la infidelidad escénica respecto a partitura y libreto hay alguien capaz de ir un paso o un mundo más allá en nombre de una modernidad que muchas veces se queda en nada. Pero también en ocasiones, y afortunadamente, la transgresión —basada siempre en el conocimiento profundo de su fuente y de sus posibilidades de relectura— se convierte en clásico: ahí está la línea wagneriana Wieland-Chéreau-Fura como ejemplo de crecimiento en la virtualidad positiva de un montaje. De eso debiera tratarse, más que de trabajar para la propia profesión o de, a estas alturas, tratar de —como heroicamente se propusiera en su día Gérard Mortier— epatar a una burguesía que no es lo que era y cuyo criterio ante el arte o la vida no va a cambiar por mucho que se le provoque. ¶
(Foto: Tosca, Teatro del Liceo, Barcelona. © A. Bofill)
(Editorial publicado en el nº 392 de Scherzo, de febrero de 2023)
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