Maestros y discípulos
Nadia Boulanger dedicó casi toda su vida a la enseñanza de la música. Podría decirse que lo hizo a favor de la música ajena, ya que la propia le parecía una modesta ejercitación y la reservó para su intimidad. Desde luego, la prolongada tarea le dio sabiduría, es decir lo que una maestra aprende enseñando, ejerciendo su trabajo. Y así va desgranando sus reflexiones en sus diálogos con Bruno Monsaignon, que en fluida traducción de Javier Albiñana publicó en 2018 Acantilado (“Mademoiselle”. Conversaciones con Nadia Boulanger, Barcelona, 174 páginas). El texto fue ya comentado en la revista y sólo me detendré en el tema del vínculo entre la enseñante y el aprendiz. Mejoro los términos: Nadia no fue una profesora que tuvo alumnos sino una maestra que tuvo discípulos.
Lo esencial en dicha relación es la actividad del que aprende. El agente de la tarea didáctica es el aprendiz. Ha recibido un don, el de “aprender, de retener”. El profesor depende de la calidad de sus alumnos, no decide desde una supuesta omnipotencia sino que sigue, munido de su saber y exhibiendo su conocimiento, la huella que la vocación del otro se hace intuir. De nada sirve echar conocimientos donde nada hay, es decir donde ningún sujeto desea. Enseñar es movilizar el deseo del otro.
Aquí aparece el antiguo y perenne tema del aprendizaje como protagonista y la paralela capacidad del enseñante en esa activación del don que consiste en una escena: la música que te enseño acaba de crearse, la estamos creando entre los dos. Con ello, Boulanger ha subrayado, defendido y ejercido el principio de la poética contemporánea, la de Valéry que tanto ha leído y menciona, que proviene de Mallarmé y llega en nuestra lengua hasta Huidobro y Gerardo Diego a través de Rubén Darío. La palabra poética acaba de nacer en el silencio del idioma, se está creando mientras se crea el poema.
Si traigo a colación un ejemplo literario es porque Nadia medita sobre el esencial pasaje que va y viene del verbo a la música a través del sonido, materia común a ambos. “Para ser buen músico hay que ser buen gramático.” Hay líneas independientes e intermedias, según el vocabulario de la maestra, esas líneas – o, si se quiere, entrelíneas si líneas propiamente dichas consideramos las del pentagrama – que el buen músico escucha sin oírlas, auxiliado por su memoria. La verdadera música no es la que suena sino la nunca oída, la inaudita. Volvemos al don. Quien no lo tiene, que vuelva a casa. Hay ejemplos ilustres de escritores a los cuales la música les resultaba ajena, a veces irritante, un estímulo defensivo de la sordera: Benedetto Croce, Jorge Luis Borges, Vladimir Nabokov.
Vale la pena dedicar páginas al asunto que en éstas no cabe. Desde Levi-Strauss, un sociólogo y antropólogo que sabía solfear, se ha inquietado en él cualquier investigador de los signos que nos empecinamos en trazar y dejar inscriptos los animales humanos desde que el mundo (el nuestro) existe. Nadia señala un indicio fuerte: las vocales que aparecen en el discurrir horizontal de la música – lo que, elementalmente, llamamos melodía – tienen una sintaxis, una estructura que les provee la gramática de las consonantes. ¿Es horizontal la melodía y vertical la armonía? Creo que nuestra amiga contestaría afirmativamente.
Necesariamente, la enseñanza bulangeriana se encamina a la interpretación. Sólo hay música cuando se toca y alguien la escucha. Esa doble eventualidad es nada menos que su existencia. Ahora bien: ¿qué es interpretar? Hay una partitura que es muda y que no existe si no se interpreta y hay una interpretación que nada logra hacer sin partitura. Se puede decir que el compositor sintió algo al componer y que el interpreta siente algo al interpretar y que el escuchante siente algo al escuchar. Pero ¿qué hay de común entre los tres sentimientos? Si escucho, sé lo que siento pero no sé nada de los sentimientos de los otros dos, y viceversa. Nadia propone aceptar que la música existe más allá de todo sentimiento subjetivo y que su percepción es una suerte de éxtasis donde todo sujeto se disuelve. Puede darnos placer o dolor pero es indispensable el goce que elimina los límites.
La música es un pequeño vocabulario multiplicado por incalculables modificaciones, siempre las mismas pero innúmeras. Acaso en esta propuesta de Nadia esté demandada la fórmula que un poeta, Saint-John Perse, manifiesta en una página que le dedica: “Más que ningún arte y ninguna ciencia del lenguaje (la música) es conocimiento del ser.” Me hubiera gustado poderlo decir. Me limito a transcribirlo.