MADRID / Y ahora… ¡sin brazos!
Madrid. Auditorio Nacional. 11-VI-2019. Bach, Misa en Si menor. Dorothee Mields y Hana Blaziková, sopranos. Alex Potter, contratenor. Thomas Hobbs, tenor. Kresimir Strazanac, bajo. Collegium Vocale Gent. Director: Philippe Herreweghe.
Previo al comienzo del esperado acontecimiento, se escuchó por la megafonía de la sala sinfónica del Auditorio Nacional el siguiente mensaje: “Se anuncia a los señores espectadores que Philippe Herreweghe dirigirá el concierto con una fractura de hombro” [en realidad, una rotura del ligamentos a consecuencia de una caída en un hotel asiático sufrida unos días antes]. De inmediato, el mismo comentario entre la concurrencia: “¿Y cómo va a dirigir con un solo brazo?”. Quienes conocen a Herreweghe saben que puede dirigir con un hombro roto. Y con los dos, si hace falta. No es un director que se caracterice precisamente por los movimientos de los brazos, pocos estéticos y, en ocasiones, confusos para los propios músicos. No, lo que caracteriza realmente a Herreweghe es el trabajo en los ensayos. Ahí no le gana nadie. Es tan bueno en ello, que el Collegium Vocale Gent podría tocar casi siempre sin director. El trabajo ya está hecho antes de pisar el escenario. Y bien hecho.
Herreweghe es un experto bachiano. Uno en un selecto olimpo en el que únicamente tienen cabida Gardiner, Suzuki, Lutz, Rademan, Pichon, Veldhoven y tal vez, con un poco de dadivosidad, Koopman. Pero, de entre las grandes obras corales del Kantor de Leipzig, la Misa en Si menor quizá se le ha resistido más que el resto (puede que ahí encontremos la explicación de por qué la ha grabado ya tres veces). A ello se debía, en buena parte, la expectación a la que me refería al principio, máxime después de las dos descomunales Pasiones que el flamenco, dentro del ciclo Universo Barroco del CDNM, había dirigido en Madrid en 2015 (San Juan) y 2017 (San Mateo). No hizo falta que pasaran muchos minutos para constatar que íbamos a estar ante otra lectura monumental, de esas que no se olvidan en mucho tiempo. A pesar del brazo en cabestrillo de Herreweghe (que tampoco duró mucho, porque el cabestrillo se soltó ya en el Kyrie inicial), a pesar de la acústica (no se hicieron los auditorios modernos para la música coral de Bach) y a pesar de una cierta sensación de contención por parte de orquesta y coro (que no se acabó de diluir del todo hasta que Axel Potter incendió el escenario con su antológico Qui sedes).
Dicen algunos de los que saben de esto (si es que alguno realmente sabe de esto) que la Misa en Si menor es la obra musical más grandiosa de la historia. Si no lo es, está cerca de serlo. Y esa grandiosidad requiere de interpretaciones colosales para que nada ni nadie le hurte un átomo a esa grandiosidad. La interpretación de Herreweghe y sus huestes fue, en efecto, colosal, con el pero ese de la contención del principio y con las dudas que sembró el croata Kresimir Strazanac en su primera intervención (Quonian tu solus). En ocasiones, uno tiene la sensación de que Bach era un sádico, porque le gustaba llevar al límite a cantantes e instrumentistas. Esta obra requiere un cantante que tenga lo mejor de un bajo y lo mejor de un barítono, porque las arias escritas para el papel son como dos mundos diferentes. Acaso por ello hay directores que, en lugar de un único bajo o un único barítono, prefieren cubrirse las espaldas con un bajo y con un barítono, repartiendo entre ellos las arias. En esa línea de ‘perversión’ bachiana, el trompa camina sobre el alambre y sin red: su primera —y diabólica— intervención es precisamente en el Quonian tu solus, cuando los demás llevan ya tres cuartos de hora cantando y tocando y él no ha soplado una sola nota. Pero Bart Cypers salvó la papeleta y, con ello, ayudó a que las carencias de Strazanac en esta aria no quedaran tan al descubierto.
He empezado por los peros —pocos— porque así acabo antes. Todo lo demás en esa Misa supo a gloria bendita: las angelicales voces de Dorothee Mields y Hana Blaziková (a solo o a dúo), la portentosa demostración de poder, proyección y, sobre todo, exquisito gusto de Alex Potter (el mejor alto bachiano de nuestros días, con permiso de Damien Guillon), la aplastante elegancia de Thomas Hobbs, el prodigioso empaste del coro (dieciocho voces, contando a los solistas) y una orquesta no demasiado potente en cuanto a volumen, pero absolutamente concluyente, en la que destacó el buen hacer de la concertino Christine Busch, el refinamiento de los tres oboes (con el eterno Marcel Ponseele a la cabeza, que ha debido de tocar cada una de las cantatas de Bach al menos un centenar de ocasiones), la precisión de las tres trompetas y la abrumadora lección de musicalidad de Patrick Beuckels y su traverso.
Como dicen en el circo, “¡más difícil todavía!”. Si pensábamos después de escuchar otras veces a Herreweghe que ya no se podía hacer un Bach mejor, aquí está Herreweghe para demostrarnos que estábamos equivocados. Y ahora… ¡sin brazos!
(Foto: Elvira Megías – CNDM)