MADRID / Volodos: cuando el elogio queda corto
Madrid. Auditorio Nacional. Sala sinfónica. 27-VI-2023. XXVIII Ciclo de Grandes Intérpretes de la Fundación Scherzo. Arcadi Volodos, piano. Obras de Mompou, Liszt y Scriabin.
Veladas como la acontecida ayer en el Auditorio Nacional, en el cierre de este XXVIII Ciclo de Grandes Intérpretes dedicado a la memoria de la gran Alicia de Larrocha, ponen al crítico en una situación comprometida, porque, a despecho de la experiencia que se pueda atesorar en el menester de reseñar conciertos, uno tiene la sensación de que cualquier descripción va a quedar corta en cuanto al dibujo fiel de lo visto y escuchado. Créanme, no estoy exagerando. ¿Excepcional? Sin duda, pero más. ¿Diferente? Absolutamente, pero más. ¿Mágico? Definitivamente, pero más. Podría seguir, y terminaría con esa sensación de que no hago justicia a lo presenciado. Así que intentaré explicarles lo que vimos y escuchamos con mi mejor oficio, y que Dios reparta suerte. Quienes estuvieron podrán opinar si el relato cumple con el mínimo de fidelidad.
Necesariamente bienvenida era la vuelta de Arcadi Volodos (el tiempo pasa para todos, parece que fue ayer cuando le vimos en su todavía juvenil debut en este ciclo, y acaba de pasar ya los cincuenta) al ciclo de Grandes Intérpretes, porque, aunque no hace tanto de su última presencia (2021), sus recitales siempre están entre lo mejor que ofrece el ciclo, y las experiencias vividas escuchándole son tan fascinantes que se aseguran un lugar en la memoria del aficionado.
En la de anoche encontrábamos, además, un programa de grandísimo interés, que marcaba la primera diferencia con otros recitales, por así decirlo, más convencionales o con repertorios más frecuentados. El ruso, absoluto dominador de todos los recursos técnicos del instrumento desde hace muchísimo tiempo, transitó en sus comienzos por un repertorio de imposible virtuosismo (aquellas transcripciones de Horowitz…), más tarde volvió la mirada a obras alejadas del aparato pirotécnico, y en 2012 nos dejó un disco sensacional dedicado íntegramente a Mompou.
Era, por tanto, más que lógica la atracción que despertaba el programa propuesto, que se abría con doce de las piezas de la Música Callada de Mompou, en el orden personal decidido por el pianista (nº 1, 2, 27, 24, 25, 11, 15, 22, 16, 6, 21 y 28; en realidad fueron finalmente once, porque la nº 11 se omitió), idéntico al de su grabación para Sony excepto por la última pieza, no incluida en dicho registro. La primera parte se completaba con la Balada nº 2 de Liszt, que Ana García Urcola, en las notas al programa, realizadas con su proverbial sabiduría, emparenta con razón con las Armonías poéticas y religiosas del húngaro.
El recorrido por estos (nuevamente palabras de Ana) “enfoques místicos del piano” no se podía completar con otro compositor más apropiado que el muchas veces casi inalcanzable, sorprendente y fascinante Scriabin. Fue en una aparición anterior en este ciclo, en 2019, cuando Volodos ofreció una selección de piezas de este autor, de las que ayer sólo repitió la muy conocida Vers la flamme op 72 y la segunda de las Danzas op. 73. Antes de ella, llegaron, una selección de Estudios (op. 8 nº 2 y 11), Preludios (op. 11 nº 14, op. 16 nº 1 y 4, op. 22 nº 3 y op. 37 nº 1), los dos Poemas Op. 63, el segundo de los op. 71 y la Sonata nº 10.
Programa, por tanto, de estupenda coherencia en su construcción y que, además, proporcionaba una ocasión casi única de disfrutar de un repertorio infrecuente. Por añadidura, las obras de Mompou constituían, en sí mismas, un recuerdo también especial para la homenajeada Alicia de Larrocha, que tantas veces las interpretó.
Volodos se presentó con el aire de serenidad a que nos tiene acostumbrados, tal vez no tan circunspecto como el de su compatriota Sokolov, pero tampoco demasiado lejano al mismo. Saluda con brevedad y con un amago de sonrisa, toma asiento en una silla convencional (no la clásica banqueta) con respaldo (que utiliza) y…
… La parte menos difícil del relato es describir la paz contagiosa que llegó desde los primeros compases de la primera pieza, indicada Angelico por el compositor catalán, es explicar que aquella música de las piezas sexta o vigésimo primera nos emocionan por su calmada tristeza y por sus ecos de campanas. O que las resonancias paran nuestra respiración en la vigésimo séptima, y la emoción termina venciéndonos en la evocación de misterio y nostalgia de la última.
La parte más difícil es intentar transmitir cómo se generaba y cómo llegaba todo aquello. Hay mucho de inefable en todo. No se trata de escribir una apoteosis del ditirambo, ni de evitar el elogio, por mucho que el primero siempre sea excesivo y el segundo, en el caso que ocupa, deje la sensación de que queda corto. Es intentar que el lector tenga una traducción de suficiente fidelidad de lo acontecido. ¿Cómo intentar explicar que el sonido de aquel piano parecía proceder de todas partes y de ninguna? ¿Cómo describir que la riqueza de armónicos, de ecos, de resonancias, de efectos imposibles de pedal, parecía no encontrar fin? ¿Cómo narrar que, si uno hubiera podido ver la escena “silenciada”, jamás podría haber adivinado que, de aquel ademán imperturbable, de aquel movimiento de manos y dedos que la mayoría de las veces parecían deslizarse de manera apenas perceptible, llegaba un sonido de una dinámica de amplitud de esas que despiertan un “no te creo”?
No, el asunto iba más allá. Pianistas que sean capaces hoy en día de apabullar con medios de perfección inverosímil, de dinámicas anchísimas y maravillosamente graduadas, de matices exquisitos y de poderíos arrolladores… hay muchos. Pianistas capaces de generar climas como los creados ayer por Volodos… aparecen sólo de cuando en cuando. ¿Cómo es posible, de nuevo sin aparente esfuerzo, que la mano izquierda en el comienzo de la Balada de Liszt, cree esa sensación estremecedora de tenebrosa inquietud, de un terremoto que tiene algo de siniestro? ¿Cómo es posible conseguir ese juego de ecos y resonancias, ese abanico de sonidos suspendidos con los efectos de pedal? Me repito: el asunto va más allá. Va más allá de la insultante perfección de acordes y octavas (lo de la citada Balada solo deja lugar a una exclamación: ¡madre del amor hermoso!).
Menos mal que había descanso, porque había que digerir aquello. Y casi no fue suficiente. En Scriabin hubo un momento (Preludio op. 8 nº 11) en que cerré los ojos, y me hubiera parecido que eran dos o tres los pianos que sonaban. Lo que Volodos estaba consiguiendo en materia de diferenciación de planos, de colores, de perspectivas, de proyección sonora… volvía una y otra vez a desafiar la capacidad de descripción que tiene quien esto firma. Para cuando llegó el Preludio op. 16 nº 4, lo que llegaba del escenario había conseguido lo que muy pocos logran: el público guardaba un silencio religioso, dejando que la melancolía de aquel preludio (p sotto voce, indica al principio la partitura, que luego llega a un ppp escuchado ayer con tanta levedad como penetración; otro “no te creo”, ya lo sé).
Con aquellas varitas mágicas sonoras que eran sus manos, la música de Scriabin, a medida que progresaba en su madurez creativa (las obras estaban así ordenadas) y ahondaba en su singular misticismo, desplegaba toda su capacidad de enigma, de misterio, de ese lado inaprehensible que con tanto acierto menciona Ana en sus notas. Ese lado que luego (parte de las Flammes sombres op. 73 nº 2) tiene también algo de enloquecido. Inalcanzable también, en fin, la Décima sonata, con mucho de inquietante en sus reiterados trinos. Desde mediada la segunda parte, me preguntaba cómo iba a ser la experiencia con la pieza que cerraba el programa: la fulgurante y asfixiante Vers la flamme. Me tengo que repetir de nuevo, ya lo siento: lo escuchado fue mucho más allá que una interpretación brillante. Fue algo, otra vez, casi imposible de describir, un mundo sonoro que, como en una hipnosis a la que no podíamos escapar, nos dejó rendidos, en el sentido más amplio del término: asombrados, estremecidos, emocionados e incrédulos. Abrasados. Quizá ese sea un resumen más o menos cercano a lo vivido.
El entusiasmo se desbocó. Aunque Volodos estaba… como cuando empezó. Apenas un esbozo de sonrisa, saludos educados, como ajeno a que el auditorio se estaba viniendo abajo. Llegaron los regalos cuando aún no nos habíamos recuperado de aquel demoledor final: la Mazurka op. 25 nº 3 de Scriabin, El secreto de Mompou, la Malagueña de Lecuona y el Preludio op. 2 nº 2 de Scriabin. Todo en la línea de lo ya vivido. Pura magia. Y sí, lo de la Malagueña de Lecuona fue otra vez… “no te creo”. Pero yo les tengo que pedir lo contrario: créanme. Recitales como el de anoche, se viven muy pocos. Había que digerir aquello. Yo he tardado lo mío. Y, aunque lo he intentado con mi mejor oficio, no estoy seguro de haber sido capaz de relatar con suficiente fidelidad la experiencia. Porque esta ha sido una para la que el elogio siempre parece quedar corto.
Rafael Ortega Basagoiti
(foto: Nacho Castellanos)