MADRID / Una velada más allá de lo extraordinario con la Orquesta del Concertgebouw
Madrid. Auditorio Nacional (Sala sinfónica). 2-XI-2022. Ciclo Ibermúsica 2022/2023. Orquesta del Real Concertgebouw de Ámsterdan. Director: Daniel Harding. Obras de Van Veldhuizen y Mahler.
Comenzaba el concierto con Mais le corps taché d’ombres, del joven holandés Rick van Veldhuizen (1994), una obra de la que nada sabíamos, aunque podríamos habernos informado sencillamente por YouTube, y acaso esto sea negligencia de quien escribe. En fin, ese Cuerpo manchado de sombras es una obra que ostenta la influencia mahleriana sin disimulo, un Mahler vía Berg, tal vez; se cita el intervalo celular que es uno de los gérmenes del Andante comodo de la Novena sinfonía. Pero es un Mahler muy postrero, acaso muy post, en el que la tímbrica y el entrevero de la trama tuvieran protagonismo por encima de la frase. Aquí, la frase, apenas esbozada, se rinde a la trama de los colores y las células temáticas. ¿Tonalidad? Los acordes son a menudo tonales, pero todo queda muy matizado (o, por el contrario, sumido en una confusión poética deliberada) por la presencia del cromatismo. Y si hay cromatismo, es que hay desobediencia armónica, ¿no es cierto? La obra enfrenta las cuerdas al arpa, esa arpa que tendrá presencia y hasta protagonismo en el mismo Andante comodo de la Novena de Mahler. Y de ahí llega la inspiración de esta obra encargo de la Orquesta del Concertgebouw de Ámsterdam, que se estrenó en 2021, aunque estaba prevista para un año antes, en fechas que resultaron ser pandémicas. Nos aseguran que hay ecos pop, pero confieso que no sé distinguirlos. En cualquier caso, Mais le corps taché d’ombres, de Van Veldhuizen, es una breve obra maestra, una brevedad que no atañe a la densidad de un discurso hermoso en colores.
Cuando está programada la Novena sinfonía de Mahler, no es un concierto más, ni siquiera un extraordinario concierto más. Si la Novena es una de las obras con mayor complejidad de discurso y de tramas, y si además se ha convertido con el tiempo en una de las obras más importantes del pasado (qué pasado tan inminente, en cualquier caso), su interpretación viene a constituir cada vez un acontecimiento. Si se trata de una orquesta tan mahleriana como la del Concertgebouw de Ámsterdam, pionera en la defensa del legado del maestro, la expectación está garantizada. Casi podría decirse que los resultados también lo están, pero de estarlo nunca sabes cómo se van a resolver. Conocemos la Novena, pero con veladas como ésta la descubrimos de nuevo; no como si no la hubiéramos oído nunca, sino porque sigue descubriéndonos secretos.
Hay un equilibrio en el despliegue de la Novena de Mahler, siempre que no consideremos como ‘equilibrio’ el ‘equilibrio clásico’. Nada menos clásico que el Andante comodo, que surge de una suerte de nocturnidad, de un intervalo, de unos temblores, de un arpa rotunda en el paisaje que se configura. Es el movimiento decisivo, si no fuera porque los otros también lo son, si no fuera porque el Adagio final se reclama como el sentido de todo el discurso. Asombra una orquesta tan cercana a la perfección, dirigida por ese equilibrio entre lo categórico y la delicadeza que se diría que es la opción de Harding, en el cambiante, dramático discurso del Andante. Ante una orquesta así sientes la tentación de pensar que cualquiera puede sacar esos resultados, pero sabemos que un artista como Harding se ha hecho cargo del legado que viene de Mengelberg y Van Beinum, que culmina en Haitink, y que continúa hoy en este planteamiento que no es ni Apolo ni Dionisos, sino acaso una fantasía en el escondite adúltero de Afrodita y Ares. No importa tanto el concepto (que también es fantasía de quien oye, ve, experimenta) como el desenvolverse del drama.
Si el Andante comodo lo resuelven Harding y esta maravillosa orquesta con tal tensión de turbulencias, el Adagio ha de pertenecer al reino de lo inefable, aunque solo sea porque nadie sabe contar su propia muerte. Mahler sí supo, o al menos se debió de acercar mucho (qué sabemos, en rigor) porque esa agonía del Adagio (tan mahleriano: el Ruhevoll de la Cuarta) tiende a sugerir lo que no puede decirse, hasta llegar al lento y tenso apagarse de todas las luces, esa disolución sonora que solo orquestas así y batutas como la de Harding logran expresar de ese modo que deja al auditorio tan sin respiro, como si nuestro aliento tendiese a la disolución que dramatiza Harding (Mahler lo marca morendo, y acaso hubiera podido marcarlo tan solo perdendose).
Y si Harding plantea el drama en el Andante y resuelve el conflicto de la vida en el Adagio, tal como pretendía el compositor, claro está; si es así, en los Ländler y en el Rondó desarrolla una chirriante procesión de fantasmas. Y los fantasmas de la danza popular, así como el desolado desfile de esa suerte de segundo scherzo, configuran el corazón del equilibrio, tan lejano a las formas clásicas y sin embargo descendiente de ellas, como si fueran su deformación, a veces grotesca. La energía de la batuta no basta, Harding la empuña con la paleta de colores muy matizados, y ese grotesco de las danzas y cantos de los Landler (tan propio de Mahler, de su reminiscencia infantil, creemos) se constituyen en vértice de la búsqueda del equilibrio entre la dramática, la lírica, lo grotesco, y creo que ese es el sentido de lo buscado por Harding en la gruta de los fantasmas; y le otorga sentido al sobrecogedor Rondó, que es una secuencia pareja al Frère Jacques de la Primera sinfonía, pero con mucho más mordiente, con todo el sufrimiento acumulado, ese que los auténticos artistas saben transfigurar en signos; la procesión burlona ha pasado a ser amenaza, agresión burlesca.
¿Será necesario insistir en que fue una velada más allá de lo extraordinario? Una de las dos o tres mejores orquestas del mundo (se admiten discrepancias) y uno de los grandes directores del momento. Más la obra más bella, la Novena de Mahler. También aquí admito divergencia.
Santiago Martín Bermúdez