MADRID / Una ‘Lakmé’ de dobles campanillas en el Teatro Real
Madrid. Teatro Real. 1-III-2022. Delibes, Lakmé. Sabine Devieilhe (Lakmé), Xabier Anduaga (Gérald), Stéphane Degout (Nilakantha), David Menéndez (Frédéric), Héloïse Mas (Mallika), Gerardo López (Hadji / Un comerciante chino), Inés Ballesteros (Miss Ellen), Cristina Toledo (Miss Rose), Enkeledja Shkosa (Mistress Benson), David Villegas (Un domben), Isaac Galán (Kouravar). Coro y Orquesta Titulares del Teatro Real. Director: Leo Hussain.
Léo Delibes (1836-1891) es uno de esos compositores que en su momento tuvieron una exitosa carrera de largo recorrido, tanto en teatros como en instituciones académicas, pero que hoy en día son recordados por un sucinto puñado de títulos. En su caso se trata sin duda del ballet Coppélia y de la ópera que nos ocupa, Lakmé. Estrenada el 14 de abril de 1883 en la Opéra-Comique de París, esta obra participa de ese gusto orientalizante que se apoderó de buena parte de las producciones líricas del XIX e incluso el primer cuarto el siglo XX. Las razones que explican esta moda son variadas y complejas y tocan a no pocos órdenes de la vida política, social y artística de ese periodo: desde el descubrimiento del ‘otro’ a través de la colonización, los viajes y sus consiguientes relatos; hasta una necesidad de afirmación identitaria frente a esa confrontación con una alteridad menospreciada pero temida, por lo que de cuestionamiento supone cualquier reconocimiento de las cualidades ajenas; pasando también por el lógico deslumbramiento estético ante paisajes, gentes y lugares de otras latitudes.
Sin entrar en detalles, sí apuntaremos a un par de cuestiones que aclaran la permanencia de este gusto durante más de un siglo, el siglo del triunfo de la sociedad burguesa y sus valores. Desde el punto de vista más frívolamente estético, no podemos olvidar que la ópera era el mayor espectáculo audiovisual y además, el lugar de encuentro de la buena sociedad, que demandaba un tipo de puesta en escena lujosa, con múltiples atractivos tanto en decorados como en la vestimenta o el atrezo (entre el exceso de entonces y la escasez de ahora quizá podríamos encontrar un término medio…), para lo cual los temas exóticos eran perfectos. Y desde un punto de vista psico-social, Oriente era, en el imaginario occidental, el ‘lugar’ de los peligros, de las amenazas, de las aventuras, de la barbarie pero también el de la inocencia de un mundo pre-industrial, de la libertad, de la pasión, del erotismo sin trabas. Pero, por supuesto, la razón, el orden y la moral social habían de prevalecer y por eso estas historias acaban siempre como el rosario de la aurora: con la tentadora abandonada, asesinada y/o suicidada. Y, no lo olvidemos, estaba bien que así fuera, porque el orden había de restablecerse y ésa era la moraleja de estas narraciones.
Desde el punto de vista de la temática exótica, podemos rastrear los antecedentes inmediatos de Lakmé en Pescadores de perlas y Djamileh de Bizet y El rey de Lahore de Massenet, ambos autores pertenecientes a la misma generación que Delibes. En lo musical añadiríamos La Arlesiana, Carmen (incluso en esas llamadas al protagonista masculino a volver a su deber de soldado mediante marchas militares) y Los cuentos de Hoffmann, cuya barcarola encuentra eco en el Dúo de las Flores. Aunque se ha repetido sin cesar que su libreto está inspirado en Rarahu de Pierre Loti, una serie de estudios llevados a cabo en los años noventa del pasado siglo demostraron que sus libretistas tomaron unos pocos elementos de esa novela polinesia, otros tantos del cuento Las babuchas del bramán (1863) del orientalista Théodore Pavie, y los aderezaron con su propia imaginación para conducir la historia por los derroteros aceptables y convenidos de la Opéra-Comique, el teatro al que acudían las familias de la alta sociedad para concertar los matrimonios de sus hijas: una prometida occidental no puede ser abandonada por una indígena seductora, por inocente que esta sea.
La versión de concierto que ha tenido lugar en el Real atrajo la curiosidad y el interés de un público que abarrotó la sala. A pesar de la ausencia de escenificación, el hecho de que sólo haya dos representaciones y sobre todo, el empaque del dúo protagonista, eran razones de peso para tal afluencia. Pero permítasenos apuntar que, si la pareja protagonista colmó sobradamente las expectativas, como desarrollaremos un poco más abajo, nada hubiera sido igual sin el barítono Stéphane Degout, que interpretaba a Nilakantha, el anciano padre de Lakmé. Pocos cantantes hay de la versatilidad de Degout, que transiten con tal aplomo del barroco al repertorio contemporáneo sin dejarse un resquicio del repertorio en el tintero, y todo con una autoridad y una calidad difícilmente equiparables. En lo que fue su tercera aparición en el coliseo madrileño, el barítono francés hizo que ese padre iracundo y lleno de rencor hacia los invasores ingleses que han destrozado su mundo y que quiere utilizar a su hija como elemento de venganza, adquiriera el vuelo psicológico de un progenitor verdiano a pesar de lo relativamente breve de su papel. Una línea de canto de una elegancia nunca desmentida, una voz potente y perfectamente adaptada a cada recoveco del texto y sus dinámicas musicales y la dicción más clara que se puede soñar hicieron que su aria del segundo acto constituyera uno de los mejores momentos de la velada.
El imparable Xabier Anduaga bordó a ese Gérald apasionado y desconcertado, un tanto frívolo en sus decisiones pero que se ve sorprendido por la profundidad de sus sentimientos hacia la joven hindú. No es fácil modular y caracterizar con la voz a un personaje cuyo retrato psicológico está apenas esbozado tanto en el libreto como en la partitura, y el tenor donostiarra lo hizo con gusto y ductilidad. Su voz, que está adquiriendo un cuerpo que sin duda le conducirá a ampliar su repertorio con la inteligencia que está caracterizando a su carrera, sonó perfectamente adecuada, potente pero siempre controlada en un papel con no pocas tiranteces, e hizo gala de esos magníficos messa di voce que ya son marca de la casa. En los dúos con la gran protagonista estuvo simplemente perfecto. Además, hay que añadir Anduaga no cantó en las mejores condiciones los dos últimos actos, debido a que, según se anunció por megafonía en el intermedió, sufrió una indisposición. Salió pálido, sin pajarita y le pusieron una banqueta por si necesitaba en algún momento sentarse.
Y qué decir de Sabine Devieilhe, sino que es sin duda la mejor soprano coloratura del momento. Y lo es porque aúna, a su técnica irreprochable y a la ligereza propia del registro, una potencia y una homogeneidad en todos los registros muy poco habituales. Además consigue dotar de una gran profundidad expresiva a los personajes mediante un cuidado exquisito de cada palabra y cada fonema, sin perder nunca la línea de canto. Si todas sus intervenciones fuero un puro deleite —naturalmente el bellísimo Dúo de las Flores y la esperadísima Aria de las Campanillas, en la que descolló— quizá fue en el último acto, el de la pérdida de la inocencia y suicidio de Lakmé, en el que nos ofreció los momentos más hermosos. Esa traducción de la vulnerabilidad del personaje, con la contención propia del estilo pero con esa emoción traducida en unos pianissimi casi inverosímiles fue absolutamente estremecedora.
Fantástica la auténtica mezzosoprano Héloïse Mas en su breve pero esencial intervención y en cuanto al resto de secundarios, muy bien las mujeres, en el punto justo de comicidad, y eficaces y correctos los hombres.
El director Leo Hussain llevó a cabo un gran trabajo dejando brillar la estupenda orquestación de Delibes con justeza y acompañando con todo esmero a los solistas. La Orquesta del Teatro Real respondió a la perfección a la concisión de la batuta, con especial mención a la sección de maderas, tan importante en esta obra porque sobre ellas recae muchas veces la evocación instrumental de ese Oriente imaginado. Muy bien también el Coro en sus contadas apariciones, especialmente en la escena de los mercaderes del segundo acto.
En definitiva, una velada fantástica en la que sólo echamos de menos una puesta en escena llena de color, lianas y sedas que nos transportara aún más a esa India mítica con la que todavía soñamos muchos occidentales aun sabiendo ya que no existe, pero cuya imagen convenida ha quedado anclada perdurablemente en el imaginario colectivo gracias a tantos artistas del siglo XIX.
Ana García Urcola
(Foto: Javier del Real)