MADRID / Una ‘Bella Magelone’ de cuerpo entero

Madrid. Teatro de la Zarzuela. 3-IV-2023. XXIX Ciclo de Lied. Andrè Schuen, barítono, y Daniel Heide, piano. Brahms: La bella Magelone.
El programa propuesto por Andrè Schuen y Daniel Heide en su recital en el Teatro de la Zarzuela cubrió los quince números de La bella Magelone de Brahms. Se trata de un ciclo de canciones sobre poemas de Johann Ludwig Tieck, uno de los fundadores del romanticismo alemán, es decir un ejemplo del romanticismo así llamado temprano. En él aparecen algunos incisos constantes de esta tendencia, cuyo paradigma es la voz solitaria del poeta que se habla a sí mismo en una suerte de narcisismo solipsista y que busca su lugar en el mundo sin conseguirlo, convirtiendo ese deambular en un destino, una memoria y una melancólica sabiduría. El anhelo tiene un objeto inalcanzable, todo lugar es tierra extraña, el amor es un delirio a distancia, el extremo del sentimiento se contrapone a su búsqueda y así amar y sufrir son una misma vivencia.
Aunque entremezclados con endechas mundanas, las piezas de poesía amorosa insisten en el ciclo. El amante de Tieck-Brahms hereda al del amor cortés de la baja Edad Media, cuyo emblema puede ser La vita nuova de Dante. Enamorarse es tener un presentimiento de goce angustioso que se realiza en un encuentro a distancia con la mujer amada, lejana en tanto amable pues el vínculo carnal se ligaría con la muerte, ya que el cuerpo es mortal. De tal forma, mantenerse lejos es conservar vivo el amor y el atractivo femenino se experimenta como ansioso y patético, dando lugar al lamento.
Brahms construyó este ciclo en su juventud veinteañera (1861) cuando estuvo más cerca de Schumann. Luego, su tarea cancioneril lo acompañó toda la vida, llegando cerca de las 200 piezas. Aunque romántico por su elocución y sus recursos armónicos, Brahms siempre guardó un orden y así se nota en sus líneas de trabajo, que siguen su camino existencial: piano, cámara, cuatro sinfonías, canciones, conciertos. El tiempo le vale como perfilador de una identidad inconfundible, que parte del modelo schumanniano (si es que Schumann puede juzgarse como modélico) para luego tornarse, por así decirlo, brahmsiano. No obstante, la constancia es la forma libre, que se vale de la estrofa literaria pero la sirve tanto como la altera, mientras el piano parece cantar por sí mismo, trae la melodía, la deja cumplir su espontaneidad y luego le aporta un posludio. Todo ello es Schumann cuyo destino, entonces, se llama Brahms, o sea una versión ordenada y controlada de Schumann, liberado de cualquier delirio y toda tentación amorfa. En este ciclo se alternan las declaraciones de amor con las descripciones de paisajes desolados que llevan a la alegría que es la tristeza, declaraciones de amor que llevan de la exaltación a la muerte, memorias de amor que llevan de la fidelidad al duelo, imágenes de una patria perdida que llevan a una patria imaginaria y nunca poseída. En fin: romanticismo programático.
El ciclo gana en la interpretación de Schuen un carácter referencial. Es un paradigma del canto de cámara actual. Si se quiere, ante la tradición de Fischer-Dieskau y Hampson –plenitud vocal que parte del instrumento para llegar a la palabra– se impone la tendencia de Gerhaher y Goerne, que parte de la palabra y aporta un canto sumario que explosiona en oportunos momentos. Schuen es un maestro de la recitación a la cual sirve una voz de peculiar riqueza. Su registro es baritonal, pero con una base en el grave que no es habitual en tal tesitura. De tal manera, sin perder la identidad de su timbre, un juego magistral en el control del volumen le permite cambiar el color de la voz. A veces resplandece como el bronce y otras susurra como un secreto. Además, el personaje propuesto aparece de cuerpo entero. Del acompañante baste decir que reproduce con total oportunidad el planteamiento del cantante.
Blas Matamoro
(fotos: Elvira Megías – Teatro de la Zarzuela)