MADRID / Un Victoria con salpicaduras de sangre
Madrid. Basílica Pontificia de San Miguel. 25-XI-2020. Festival Internacional de Música Sacra de la CAM. Musica Ficta. Director: Raúl Mallavibarrena. Obras de Palestrina, Victoria, Lobo y Pärt.
Cada vez que escucho el Requiem de Tomás Luis de Victoria no puedo evitar que me vengan a la memoria Curzio Malaparte y Agustín de Foxá. En su novela Kaputt, el periodista, literato y diplomático italiano habla así de su buen amigo, que también era periodista, literato y diplomático: “Foxá es cruel y fúnebre como todo buen español. Solo siente respeto por el alma; el cuerpo, la sangre, los sufrimientos de la pobre carne humana, sus enfermedades, sus heridas lo tienen sin cuidado. Disfruta hablando de la muerte, se alegra como de una fiesta al ver pasar un cortejo fúnebre, se para a mirar los escaparates con ataúdes, se deleita hablando de llagas, tumores y monstruos. Pero tiene miedo a los espectros”.
Foxá era así, en efecto. Como lo eran (¿lo seguimos siendo?) tantos españoles que han desfilado por los anales de la historia. Se refleja en esa ‘España negra’ pictórica que arranca con Goya y que alcanza su cenit con Gutiérrez Solana. Se refleja también en nuestra literatura, especialmente en la producción de Ramón Gómez de la Serna y de algunos de sus contertulios de la ‘sagrada cripta del Pombo’. Y se reflejaba, ya bastante antes, en algunos de los grandes maestros de nuestra polifonía renacentista: Victoria es uno, pero Morales no le va a la zaga.
Cuando fallece en Madrid, en 1603, la emperatriz María de Austria, hermana de Felipe II, Victoria —que no solo era su compositor de cabecera sino también su confesor en el Monasterio de las Descalzas Reales— se encarga de escribir la música para sus exequias. Podría haberse conformado con una música católica de difuntos al uso según la tradición latina, pero el Requiem que firma es mucho más crudo, pues añade varios pasajes del Libro de Job. El Taedet anima meam vita meae con el que comienza la obra no deja el más mínimo resquicio para que se cuele por él un hálito de esperanza: “Mi alma está hastiada de mi vida”.
Raúl Mallavibarrena conoce todos los recovecos del Requiem de Victoria. Es una obra de la que se ocupa, de manera casi obsesiva, desde hace veinte años. La ha grabado ya dos veces. Cada vez que se la he escuchado me ha parecido más dura, más desgarradora… Mallavibarrena tiene una teoría, que comparto al cien por cien: “Cuando interpretas el Requiem o los Responsorios de Victoria tienes que salir con salpicaduras de sangre”. No, su Victoria no es el Victoria melifluo al que nos acostumbraron los grupos británicos en los años 80 del pasado siglo. El Victoria de Mallavibarrena es un Victoria descarnado, cruel, extremadamente realista, que parece hasta complacerse con esos gemidos de la muerte y con esos dolores del infierno —Circumdederunt me gemitus mortis, dolores inferni)— con que Morales inicia su Officium Defunctorum.
En las lecturas del Requiem que hace Mallavibarrena no hay tampoco sitio para la esperanza. Ni para el bálsamo. Son deliberadamente lacerantes. Y eso es lo que las hace especiales. La de ayer no fue una excepción. El programa se abría con dos motetes de Palestrina (Viri Galilei y Sicut lilium) y se cerraba con otro motete extremadamente inclemente, el Versa est in luctum de Alonso Lobo. Con férrea disciplina y cuidadoso detalle, Mallavibarrena condujo a su grupo, que se mostró extremadamente escrupuloso a la hora de cumplir órdenes. Para el enfoque que busca el director ovetense, es imprescindible contar con voces estentóreas como las de Fabio Barrutia y Javier Jiménez Cuevas, dos bajos auténticos, de esos que escasean cada vez más y que resultan absolutamente idóneos para una música tan cruda y despiadada como esta. Ni siquiera la voz dulce de la soprano Manon Chovan, encargada del gregoriano, mitigó esa sensación de angustia que nos embargaba. Estuvo espléndida, igualmente, la joven soprano Elionor Martínez (no la pierdan de vista), y perfectos en su cometido los altos Gabriel Díaz y Beatriz Oleaga, y los tenores Ariel Hernández y Diego Blázquez.
Consciente acaso de tanta severidad, Mallavibarrena quiso brindar como bis The Deer’s Cry de Arvo Pärt. Comparado con lo que acabábamos de escuchar, el lamento de ese venado casi hacía recordar al Bambi de Disney. Una vez fuera del templo, inevitablemente volví a rememorar a Foxá y a su poema Melancolía de desaparecer:
Y pensar que después de que yo me muera,
aún surgirán mañanas luminosas,
que bajo un cielo azul, la primavera,
indiferente a mi mansión postrera,
encarnará en la seda de las rosas.
Y pensar que, desnuda, azul, lasciva,
sobre mis huesos danzará la vida,
y que habrá nuevos cielos de escarlata,
bañados por la luz del sol poniente
y noches llenas de esa luz de plata,
que inundaban mi vieja serenata,
cuando aún cantaba Dios, bajo mi frente.
Y pensar que no puedo en mi egoísmo
llevarme al sol ni al cielo en mi mortaja,
que he de marchar yo solo hacia el abismo
y que la luna brillará lo mismo
y ya no la veré desde mi caja.
Eduardo Torrico