MADRID / Un inmenso cajón de sastre

Madrid. Auditorio Nacional. 27-I-2021. Ciclo Universo Barroco del CNDM. Hespèrion XXI. Director: Jordi Savall. Obras de Ortiz, Sanz, De’ Cavalieri, Valente, Hume, Marais, Bach, Schenck y anónimos.
Cajón de sastre: “Conjunto de cosas diversas y desordenadas”. Ropa vieja: “Guisado de la carne y otros restos que han sobrado de la olla”. Gazpacho: “Cierto género de migas que se hace con pan tostado y aceite y vinagre, y algunas otras cosas que se le mezclan, con que los polvorizan”… Las dos primeras definiciones aparecen en el Diccionario de la Real Academia Española; la tercera, en el Tesoro de la lengua castellana o española de Sebastián de Covarrubias. Elijan ustedes la que prefieran, porque cualquiera de las tres sirve para explicar el contenido del concierto ofrecido anoche por Jordi Savall en Madrid.
Cojan luego —da igual el periodo que sea— un par de compositores españoles (Diego Ortiz y Gaspar Sanz, por caso), dos italianos (Emilio de’ Cavalieri y Antonio Valente), un inglés (Tobias Hume), un francés (Marin Marais), un alemán (Johann Sebastian Bach) y un holandés (Johannes Schenck), métalos a todos en una cazuela, en una olla o en la túrmix, sazónelos con unas cuantas especias procedentes del Nuevo Mundo (por ejemplo, una guaracha mexicana y un par de danzas del Código de Martínez Compañón), deje que pase hora y media de cocción y ya tiene usted su condumio listo. Eso sí, no se olvide de buscarle un nombre exótico a la pitanza. Por ejemplo, Europa musical: del Renacimiento al Barroco. El nombre es siempre fundamental… ¡Si lo sabrán los franceses, que llaman ratatuille a un humilde pisto manchego!
A veces, uno tiene la sensación de que la música antigua ha heredado las malas costumbres de la música sinfónica a la hora de elaborar programas: cabe de todo en ellos, sin reparar en cronologías, territorios ni estilos. Es lo mismo que haya o no un hilo conductor coherente. Lo importante es que el título del programa sea lo suficientemente atractivo para enganchar al público. Y en eso, Savall es un artista consumado. Aquí tienen ustedes ese paseo de casi tres siglos por buena parte de Europa, con los mismos caminantes (junto a Savall, sus inseparables Andrew Lawrence King y Xavier-Díaz Latorre) y con el mismo calzado (dos violas da gamba —bajo y soprano—, un arpa triple italiana, una tiorba y una guitarra de Díaz Latorre). A los puristas el viaje les hará rechinar los dientes, pero el público de Savall es un público fiel y le da igual que toque El arte de la fuga (la obra más teórica de la historia de la música) o El Porompompero con un consort de violas da gamba. Y hace bien ese público en seguirle siendo fiel, porque Savall rara vez defrauda: el que paga una entrada, lo que quiere es divertirse (mucho más, en estos tiempos de pandemias, ciclogénesis y ruina económica), y con Savall la diversión está casi siempre asegurada.
El maestro de Igualada, que el próximo mes de agosto cumplirá 80 años, sigue estando ágil de manos y de cabeza. Es siempre original, como demostró aquí extrayendo de su viola tenor sonidos de pájaros (eran unas improvisaciones sobre Canarios, claro). No tuvo, quizá, la deseable profundidad con Bach, pero no iba de profundidad la cosa en esta ocasión. Los Couplets des folies (de las maresianas Les folies d’Espagne) alcanzaron cotas próximas al paroxismo. Aunque, para este humilde escribiente, lo mejor del concierto estuvo en dos intervenciones a solo (unas Jácaras y unos Canarios) del gran Díaz-Latorre y su guitarra. ¡Qué descomunal músico es el barcelonés!
No pasará a la historia este concierto por memorable, aunque sí por disfrutable. Eso sí, por favor, que alguien le explique a Savall que los autores de las piezas recogidas en el Código Compañón (también conocido como Código de Trujillo) eran todos españoles. Aunque hubieran nacido en aquellos territorios americanos (lo que hoy es Perú), eran tan españoles como uno de Toledo o de Calatayud. Fue lo que tuvo la tan denostada colonización española del Nuevo Mundo: todos eran españoles. Los conquistadores y los conquistados. Y todos tenían los mismos derechos. De vez en cuando, no viene mal una pequeña lección de historia. Más que nada, para no distorsionar la realidad, que bastante distorsionada está ya.
Eduardo Torrico
(Foto: Elvira Megías)