MADRID / Un ciclón llamado Orlinski

Madrid. Auditorio Nacional (Sala Sinfónica). 17-I-2021. Jakub Józef Orlinski, contratenor. Il Giardino d’Amore. Violín, mandolina y director: Stefan Plewniak. Obras de Haendel y Vivaldi.
Seguramente no ha habido en la historia de la música nadie que haya entendido mejor el significado de ‘dar espectáculo’ que Haendel y Vivaldi. ¿Por qué? Porque reunían tres condiciones que no ha reunido nadie más que ellos: eran compositores geniales, eran intérpretes virtuosos (el sajón, de clave, órgano y violín; el veneciano, de violín) y eran empresarios. Hacían una música maravillosa, pero buscaban permanentemente los efectos (por encima de los afectos) que cautivaran al público, porque sabían que solo de esa manera llenarían los teatros y, de paso, sus bolsillos.
El contratenor Jakub Józef Orlinski y el violinista Stefan Plewniak, fundador y director de Il Giardino d’Amore, son, en ese sentido, como Haendel y Vivaldi. Saben que cantar y tocar bien es fundamental, pero no suficiente; por ello, buscan esos golpes de efecto que descoloquen, cuando menos se lo espera, al espectador. Por ejemplo, sentarse (o tumbarse) sobre el escenario para interpretar un aria. O no dejar de ir de un sitio a otro mientras tocan. O, en el caso de Plewniak, liarse a dar sonoros zapatazos sobre la tarima (muy a lo Ara Malikian), mientras sus dedos de la mano izquierda y su brazo derecho se agitan a la velocidad del rayo. O lucir una casaca dieciochesca. O cambiar, en un momento dado, el violín por la mandolina. Es un término que ha caído en desuso, pero hace algunas décadas, cuando veíamos a una persona que hacía cosas con gran habilidad y perfección, le tildábamos de “virguero”. Plewniak es un virguero. Pero un virguero con fundamento.
¿Y Orlinski? Pues de Orlinski alguna periodista española ha llegado a decir que era “el castrato millennial” (puede que la periodista entienda lo que significa millennial, pero no tiene la menor idea de lo que es un contratenor ni de lo que era un castrato). Es, sin duda, un tipo singular: viste como un modelo de pasarela, hace breakdance, skateboard y parkour, se machaca en el gimnasio para tener unos pectorales y unos abdominales que parecen una tableta de chocolate, es hiperactivo en redes sociales y tiene tras sí una maquinaria mercadotécnica como nunca se había visto en la música antigua. Pero, no se engañen, Orlinksi no es solo fachada; lo que tiene dentro es mucho mejor todavía: canta con un gusto inigualable, posee potencia, proyecta prodigiosamente, desarrolla unas pirotecnias asombrosas y, por si ello no fuera poco, su timbre es naturalmente bello (o bellamente natural, como prefieran). Y, además, cae simpático: le bastó pisar las tablas, decir en español “hola, Madrid” y el Auditorio Nacional, repleto (con las debidas restricciones antipandemia) se vino abajo.
El programa estaba confeccionado con arias de óperas haendelianas como Tamerlano (A dispetto d’un volto ingrato), Tolomeo (Torna sol per un momento y Stille amare), Partenope (Furibondo spira il vento) y Riccardo primo (Agitato da fiere tempeste) y de la vivaldiana Il Giustino (Sento in seno), así como con movimientos aislados de conciertos para violín del Prete rosso (entre ellos, Il grosso mogul) y, como apertura, la inevitables sinfonía de L’Ompiade (se rumorea que van a dar un premio al primer grupo instrumental que sea capaz de no recurrir a ella cuando hace un recital vivaldiano). Fogosidad y sosiego, entremezclándose a partes iguales. Hasta en eso estos polacos miman el detalle.
El apoteósico festín musical, que rondaba los ochenta minutos, se fue casi hasta las dos horas al tener que ofrecer cuatro propinas al entusiasmado público: las arias Dove sei (Rodelinda), Vedró con mio diletto (Il Giustino) y, de nuevo, el Furibondo spira il vento, además, para mayor lucimiento de Plewniak, del Largo final de El verano de las Cuatro estaciones. En fin, un espectáculo con mayúsculas, en todos los sentidos.
(Foto: Elvira Megías)
Eduardo Torrico