MADRID / Turbadora velada con el Cuarteto Casals y Juan Pérez Floristán

Madrid. Auditorio Nacional (Sala de cámara). 6-V-2022. Ciclo Liceo de cámara del CNDM. Cuarteto Casals. Juan Pérez Floristán, piano. Obras de Haydn, Shostakovich y Dvorák.
Los seis cuartetos del op. 20 de Haydn desarrollan un nivel de conciencia sonora posterior a su propia época; esto es, son avanzados para su tiempo. Estamos en la primera mitad de la década de 1770, cuando en Francia hay Ilustración y en España apunta el despotismo ilustrado. Como, podría admitirse, en el Imperio austriaco en que vivía Haydn, con todas las salvedades necesarias para quien era un músico siervo todavía entonces. Se diría que el Casals, como es ya es habitual en las formaciones para cuarteto de cuerda, proyecta esa visión de futuro aún más lejos, pero sin desnaturalizar lo esencial del espíritu. Da la impresión de que el Allegro inicial queda acentuado en cuanto a cromatismos; que el Poco adagio evoca ensoñaciones en los que será pródigo en siglo siguiente, aunque también el XVIII soñaban las gentes y hasta los compositores y más aún los filosophes. El equilibrio del XVIII, en cualquier caso, corre ciertos riesgos en interpretaciones así. Aunque, ¿hay verdadera garantía de equilibrio en el Clasicismo? Por lo demás, los solistas del Casals ya apuntaban en esta hermosa interpretación del op. 20 nº 3 de Haydn los virtuosismos que se iban a manifestar con Shostakovich y Dvorák.
El Cuarteto nº 9 op. 117 de Shostakovich es una de las piezas centrales de su aportación para la especialidad, cuando había pasado mucho tiempo sin componer de veras para la escena, que era tal vez lo que más le gustaba, como a Prokofiev. Posterior al destacadísimo op. 110 en do menor, el op. 117, mi bemol mayor, es una secuencia de cinco movimientos que se tocan sin solución de continuidad y que plantea una serie dramática (podríamos decir), con culminación (crisis) en el Allegretto central, con nocturnidades sugerentes y de una poesía algo tenebrosa (los dos adagios), con disimulada sugerencia del conflicto (Moderato, movimiento que comienza la acción) y catástrofe se diría que por consunción (Allegro de cierre). Nos quedan varias imágenes (sí, imágenes, no solo sonidos), como la del soberbio adelgazamiento del sonido por parte del violín solista, algo que se repetirá pero en muy otra sensibilidad histórica, en el Quinteto de Dvorák. El virtuosismo del Calsals es, ahora, la capacidad de contar esa historia, o conflicto, esa secuencia que disminuye y de pronto crece, para caer de nuevo y cerrarse con una riqueza de matices altos (¿falso Allegro?) en los que se nos plantea la ausencia de solución tras un suspense de esos que no dejan respiro al espectador que preste un mínimo de atención. El concierto llegó, con Shostakovich, a una culminación de tensiones que solo podía resolverse, tras el intermedio, con un retorno al puro diatonismo o, si acaso, con más leña para el mismo fuego. La solución fue el diatonismo resplandeciente, aunque…
En el Quinteto en la mayor op. 81 de Dvorák los solistas tienen ocasión de cantar. El canto del violonchelo (Arnau Tomàs) inicia la sesión de canciones que, basadas o no en temas populares nacionales, desplegó Dvořák en ésta y otras obras. Y lo hacía para formar parte del ejército de músicos en que destacaba Brahms (que no lo capitaneaba), por participar en esa tradición, pues lo nacional no quita lo valiente. Con piezas como el primer movimiento, Allegro ma non tanto, nos queda más un colega de Schumann y Brahms que un nacionalista de provincias. La verdad es que la escuela checa superó esa etapa desde el principio (Smetana). Pero con movimientos como este Allegro se alcanza la gran forma, un sinfonismo apenas disimulado, con unos desarrollos que asombran. Y todo con la claridad de la nitidez, de un diatonismo general que no se advierte si es transgredido en esta lectura diáfana y pródiga en canto del Cuarteto Casals. Esa nitidez fue amalgama de todos los solistas, pero se destacaba en cada uno de ellos de manera individual. La claridad del piano en el espléndido artista invitado, Juan Pérez Floristán; la individualidad de los violines, de nuevo con el filato (disculpen) de un canto suspenso con matiz que tiende al piano; la grave viola se permite cantar como desde el principio vimos que invitaba el violonchelo.
Un concierto así no se describe con palabras, pero las palabras pueden sugerir el momento no mágico, sino trascendente, de una velada que fue un privilegio. Lleno total, demanda de localidades à guichets fermés, como se dice en Francia. No debe extrañar. El Casals y Floristán tienen ese gancho para un público que sepa apreciar aquello que roza lo sublime. Y no es exageración.
De manera que el recital no podía concluir así. Y concluyó con Brahms, el Andante un poco Adagio del Quinteto con piano en Fa menor op. 34, generosa propina, inesperado bis. Las sombras volvían, aunque no a la manera de Shostakovich, claro que no. Era un matiz, no sé si deliberado, acaso un guiño para volver a casa sin la plena buena conciencia del checo, mas tampoco la abrumadora mirada trágica del soviético. Así, el Casals y Floristán daban otro giro al argumento, y éste quedaba más en su plenitud. Virtuosismo no es solo tocar de manera excelente, en grupo o a solo. Virtuosismo es desarrollar con pleno sentido, un sentido no explícito, una velada como ésta. ¿Inolvidable? No es esa la palabra más adecuada para lo que es superior, así de superior. Es lo que queda, lo que permanece, al margen de la memoria, que a menudo traiciona, bien lo sabemos.
Santiago Martín Bermúdez
(Foto: Elvira Mejías – CNDM)