MADRID/ Tristán e Isolda en el Teatro Real: ‘Prima la música’
Madrid, Teatro Real. 25-04-2023. Wagner: Tristán e Isolda. Catherine Foster (Isolda), Andreas Schager (Tristán), Franz-Josef Selig (Marke), Ekaterina Gubanova (Brangania), Thomas J. Mayer (Kurwenal), Neal Cooper (Melot), Jorge Rodríguez-Norton (Un pastor), Alejandro del Cerro (Un marinero), David Lagares (Timonel). Coordinación escénica: Justin Way. Coro y Orquesta titulares del Teatro Real. Dirección musical: Semyon Bychkov.
Richard Wagner pensó ya en 1854 en componer Tristán e Isolda, “la más sencilla pero a la vez la más vigorosa de las concepciones musicales” (carta a Franz Liszt del 16 de diciembre) y, a lo largo de su vida, dijo en varias ocasiones haber sentido al componer Tristán e Isolda “la necesidad de expresarme musicalmente, como si estuviera componiendo una sinfonía” (Diario de Cosima, entrada del 28 de septiembre de 1878). Ya antes de escribir el libreto, sus primeras ideas, que luego incorporaría a la composición, fueron musicales. Ofrecer esta cumbre de la música occidental en versión concertante, como está haciendo el Teatro Real, tiene pues todo el sentido. Si además nos ahorramos las tropelías de los sospechosos habituales, que encuentran en Wagner un laboratorio inagotable en el que ensayar sus “ocurrencias”, pues tanto mejor. Y es que, en obra como esta, una ópera sinfónica, si la parte musical funciona bien, lo demás sobra. No conviene olvidar que Wagner se ocupó aquí de las “motivaciones internas” (La música del futuro, 1860), prescindiendo de todo detalle accesorio. La acción – Wagner subtituló Tristán e Isolda como “Handlung”, acción – es ante todo interior, se desarrolla en las mentes de sus protagonistas. Wieland Wagner lo vio como nadie en su puesta en escena de 1952 y, sobre todo, en la abstracta y simbolista de 1962. El Teatro Real anuncia una “versión en concierto semiescenificada”, pero hasta el “semi” es generoso: sólo hay un elemento de atrezo, un sencillo canapé (las ¿mesas? que simulan las almenas en el segundo acto pasan casi desapercibidas); hay una dirección de actores básica, pues poco pueden hacer los cantantes en el escaso espacio disponible en el proscenio, con la orquesta llenando todo el escenario salvo el fondo, donde se sitúa el coro. Suficiente para evitar la inmovilidad de los cantantes pegados a un atril con la partitura. Se agradece. Es todo un acierto situar a Brangania durante su Advertencia del segundo acto, y al corno inglés en el tercero, en pisos altos: el efecto sonoro es extraordinario.
El sensacional reparto es difícil de reunir, el sueño de cualquier teatro, y el Teatro Real lo ha conseguido. La prevista Ingela Brimberg fue sustituida a última hora por Catherine Foster, Brunilda e Isolda en el Festival de Bayreuth en los últimos años, que apenas tuvo tiempo de “ensayar” unos minutos. Foster ha evolucionado mucho desde sus Brunildas de 2013 en Bayreuth. La voz de lírica plena ha ensanchado, la proyección sigue siendo fabulosa y el agudo restallante y de gran volumen. Es una cantante segura, sin sonidos feos o destemplados. El problema de Foster, y quizá por ello no está haciendo la carrera que podría hacer con esa voz, y que otras han hecho con menos, es que carece de personalidad. Si no la dirigen –y aquí no ha habido tiempo–, sus movimientos son torpes y desgarbados. En el primer acto no sabía dónde colocarse, qué hacer; peccata minuta, pues en cuanto abría la boca ahí estaba Isolda. ¡Y qué Isolda! Foster se entregó totalmente ya desde su Narración del primer acto (tremendo “Rache! Tod! Tod uns beiden!”), y en el segundo brindó una lección con sus medias voces. Concluyó la Liebestod de forma memorable, recogiendo delicadamente el sonido. Andreas Schager es sencillamente un milagro. Pletórico de fuerzas, infatigable, generoso en su entrega, eficaz sobre el escenario, de fraseo cálido y agudos siempre bien colocados y potentísimos, Schager es un cantante que está haciendo historia en el repertorio wagneriano. Aguantó el tipo en el peliagudo segundo acto, en el que prácticamente todos los tenores naufragan o no bajan del mezzoforte, con meritorias medias voces sin perder la línea. En el tercero, insuperable, dio todo un recital. Sus pepinazos en “Zu mir! Zu mir!” o la maldición del filtro aún resuenan en mis oídos.
La personalidad que le falta a Foster la derrocha Ekaterina Gubanova, cantante intensa, Brangania señorial, dramática, de voz oscura, acerada y caudal generoso. Desde el segundo piso cantó una espléndida “Advertencia a los amantes”. Fue notable el Kurwenal de Thomas J. Mayer, bajo-barítono de voz recia y registro amplio, más fino en el tercer acto que en el primero. Uno de los grandes momentos de la noche (y fueron muchos) lo protagonizó Franz-Josef Selig, Marke nobilísimo, de gran empaque, sobrio, conmovedor. Desgranó su monólogo con delicadeza y excelente línea, con arte de gran liederista. También los comprimarios tuvieron una actuación lucida. Neal Cooper defendió con brillantez su brevísimo papel de Melot, el amigo traidor. Su voz, que se atisba de calidad, es un derroche en este cometido. Es buena noticia que los papeles secundarios se encomienden a meritorios cantantes españoles: Jorge Rodríguez-Norton, uno de los pocos españoles que ha actuado en el Festival de Bayreuth, Alejandro del Cerro y David Lagares.
He dejado para el final a los principales responsables del gran éxito de este Tristán e Isolda: Semyon Bychkov y la orquesta. Ya las funciones de Parsifal en 2015 fueron memorables, pero lo conseguido ahora es histórico. La Orquesta Sinfónica de Madrid, titular del Teatro Real, es una formación versátil, en continuo progreso los últimos años. Como ha demostrado en sobradas ocasiones, pueden sonar muy por encima de su nivel habitual con algunos directores. Con Bychkov se transfiguraron al punto de parecer una orquesta diferente. En mis varias décadas de espectador asiduo en el Teatro Real (y antes en el Teatro de la Zarzuela) jamás ha sonado mejor esta orquesta, con una calidad extraordinaria en todas las secciones, que en este Tristán e Isolda. Quisiera destacar especialmente a las maderas, de bellísimo sonido y variados acentos. Bychkov no es director dado al desmelene, a la vehemencia. Es más bien una batuta controladora, lo que no quita que hubiera intensidad y dramatismo. Con la orquesta sobre el escenario, obró el milagro de regular milimétricamente las dinámicas (la partitura ayuda) para no tapar jamás a los cantantes. De gesto elegante, parsimonioso, con un continuo movimiento de ambos brazos, marcando, dibujando las frases, dando las entradas, corrigiendo o pidiendo matices con discreción, obtuvo de la orquesta un sonido redondo, suave, sin asperezas, transparente y equilibrado, y un legato continuo. Fue un soberbio Tristán e Isolda sinfónico, como Wagner concibió.
Miguel Ángel González Barrio