MADRID / Tharaud: magia y desconcierto
Madrid. Auditorio Nacional (Sala sinfónica) XXVII Ciclo de Grandes Intérpretes de la Fundación Scherzo. 18-X-2022. Alexandre Tharaud, piano. Obras de Schubert, Debussy y Ravel.
En plena madurez regresó Alexandre Tharaud (Paris, 1968) al Ciclo de Grandes Intérpretes, seis años después de su primera actuación en dicho ciclo. Pianista de selecto eclecticismo, ha transitado de Bach, Rameau o Scarlatti a Satie, Debussy o Ravel, pero un repaso a su trayectoria encuentra a estos dos últimos y a Schubert en lugar destacado. El Tharaud pianista presenta unos medios realmente extraordinarios. Más que la agilidad mecánica, aun siendo esta sobresaliente, deslumbra en él sobre todo la inmensa paleta de colorido sonoro que consigue a lo largo y ancho de una amplísima gama dinámica.
Lo consigue el francés a través, entre otras cosas, de un variado juego de pulsaciones que van desde la sutil, apenas perceptible, presión del dedo sobre la tecla, con toda la mano inmóvil, hasta el empleo rotundo de brazos y hombros, capaz de generar poderosísimos forte en los que en alguna ocasión se asoma la dureza. Pero el juego de claroscuros, distancias y proximidades de la proyección sonora, de variado colorido, desde la contundente agresividad a la más delicada sutileza, es admirable, y abre a quien, como él, las posee y domina, unas posibilidades expresivas y, por tanto, interpretativas, realmente excepcionales.
Llega el turno entonces del Tharaud intérprete. Y el firmante debe aquí confesar que la sensación con la que dejó al Auditorio Nacional fue algo desconcertante. Que Tharaud, pianista extraordinario, no es un intérprete comme il faut es algo conocido, pero lo que escuchamos aquí quizá marca un punto diferente en esa imagen de intérprete, por así decirlo, atípico.
El primer desconcierto llegó bien pronto, en un musculado, rotundo y, sobre todo, mantenido largamente en un calderón que parecía no acabar, fortissimo inicial del primero de los Impromptus D 899 de Schubert que abría el programa. La suerte de marcha que sigue a esa doble octava tiene, creo, también por la propia tonalidad que preside la pieza -Do menor- un carácter que se mueve, como tanta música del Schubert crepuscular en el último año de su vida, en aguas de profundo dramatismo, pero siempre impregnado de indudable melancolía. Tharaud, proclive en toda la velada a los tempi vivos, dibujó sin embargo un Schubert que se adentró en lo primero, pero se alejó de lo segundo, con un planteamiento de arrebatada pasión, por momentos casi crispada, en los que no faltó más de un salto radical de la indicación de la partitura a su extremo opuesto. Valga de ejemplo, aunque de estos hubo unos cuantos, el cambio de la indicación pp de los compases 82 y siguientes por dos ff (aprovechando que el francés utilizó partitura en atril, pude asegurarme de que ambos empleábamos la misma edición, la de Henle). Uno se pregunta, o yo al menos lo hice, por qué hacía aquello. No logré encontrar respuesta, y creo que no fui el único desconcertado.
Y digo desconcertado porque junto a esa tendencia al arrebato (y a la extrema libertad con la letra) obsequió muchos momentos en los que la excepcional paleta (y la indudable sabiduría musical) del francés consiguieron ramalazos extraordinarios. Los hubo en la sección principal del segundo Impromptu, con bellísimos reguladores y fino rubato, aunque la sección central ben marcato quizá hubiera agradecido un canto más calmado, menos tempestuoso, como también la propia coda. Marcó el tercero tal vez el mejor momento de la serie, también ligero en el tempo, el canto bien diferenciado y expuesto, y el acompañamiento intencionadamente brumoso. Pudo, no obstante, haberse resaltado más la inefable melancolía de esta pieza excepcional. El cuarto, en fin, profundizó en esa visión más apasionada, casi crispada, con un planteamiento muy vivo en el que se borraron (sin que nuevamente vea muy bien por qué) contrastes con la sección central, empezando por la eliminación (de hecho, casi sustituida por su opuesto) del requerido decrescendo en los c. 105-6, justo antes del paso al Trio, que pareció agitado en exceso.
Una selección de cinco Preludios del primer libro de Debussy (nº 1, 3, 6, 10 y 7, en este orden) cerraba la primera parte. En el mundo sonoro debussyano esperaba quien esto firma lo mejor de quien posee las cualidades de pincelar desde el piano sonidos idóneos para todo el sugerente universo de su compatriota. Pero siguió, en parte, el desconcierto. Danseuses de Delphes, indicado lent et grave, respondió relativamente a lo primero y menos a lo segundo, con pianos no demasiado sutiles al principio, pero sí muy conseguidos después, en un tramo final de la pieza decididamente mejor, y un final suspendido que dejó el mejor momento de la misteriosa magia que tiene este preludio. Brumoso, dibujado con ligereza, aunque no del todo sugerente, Le vent dans la plaine, el panorama cambió de manera significativa con el tercero de la serie, Pas sur la neige, decididamente triste y lento, inmerso en un melancólico misterio que llegó con una levedad sonora extraordinaria.
Si salvamos alguna nueva muestra de libertad de letra, tuvo La Cathédrale engloutie buenas dosis de solemnidad y majestuosa grandeza, también de misterio, con exquisito dibujo de algunas sonoridades en eco, en este preludio en el que la larga resonancia de las campanas está tan presente. Agitado y brumoso, después tempestuoso, Ce qu’a vu le vent d’ouest llegó con el clima adecuado, pero la gota desconcertante no podía faltar. Por qué se eliminó el marcado pp subito trece compases antes del final, que Debussy a buen seguro preparó como gran contraste antes de crecer hasta el contundente final, es para quien firma una pregunta que queda en el aire.
La segunda parte se abrió con otro Debussy, en concreto con una transcripción del Preludio a la siesta de un fauno realizada por Tharaud a los 24 años. El propio arreglo es magnífico, testimonio de un talento pianístico excepcional, capaz de absorber toda la sugerente elocuencia que Debussy plantea en la orquesta y llevarla al teclado con inmejorable resultado. Se mostró aquí Tharaud en su mejor momento evocador, luciendo en toda su extensión el formidable juego sonoro de que es capaz, y consiguiendo un final de sugerente y etérea levedad.
Cerraba la sesión un verdadero miura del impresionismo pianístico: las cinco piezas que componen la suite raveliana Miroirs. Una colección que encierra dos piezas de pitones especialmente afilados (Une barque sur l’océan y Alborada del gracioso), pero en la que todas demandan lo mejor en cuanto a esa paleta de sonidos que tan bien emplea el francés. Tampoco escapó del todo a las gotas del desconcierto, no obstante, la primera pieza, Noctuelles, muy viva y con nuevas matizaciones entendidas de manera libérrima (el pp del compás 8 nuevamente transformado en ff). Más sugerente Oiseaux tristes, donde lució la levedad sonora y construyó un magnífico y susurrado final. Brillante y evocadora Une barque sur l’océan, llegó el turno del mayor miura, Alborada del gracioso, que tuvo más arrebato que gracia. Matizada también à la manière de Tharaud, quien esto firma apreció la vitalidad y gracia que tuvo, pero echó de menos algo más de reposo en la sección en la que Ravel prescribe de manera muy explícita Plus lent, expressif en récit. La vallée des cloches, por su parte, no comenzó de manera especialmente sutil, pero progresó más tarde a una fina diferenciación de planos sonoros en los que la evocación de las campanas alcanzó su máxima y envolvente expresión, con un tramo final de la pieza sobresaliente, llena de un exquisito juego de ecos.
Velada, por tanto, en la que momentos extraordinarios se alternaron con otros que parecieron un tanto bizarros, en una mezcla que tuvo muchos ingredientes de fascinación y también una buena colección de otros de desconcierto. El éxito fue muy grande entre el público (otra vez escaso), y el primer regalo, la Sonata K 141 de Scarlatti, afrontada desde planteamientos completamente alejados de cualquier proximidad estilística, ahondó en el desconcierto. Mucho más convincente el segundo, que cerraría la sesión, un arreglo del tema principal de La lista de Schindler de John Williams, tocado con fina sensibilidad. Magia y desconcierto pueden coexistir, qué duda cabe.
Rafael Ortega Basagoiti