MADRID / Temperatura emotiva para una ocasión especial
Madrid. Auditorio Nacional. 19-IX-2019. Ibermúsica. Ciclo Orquestas y Solistas del Mundo. David Radzynski, violín. Emanuele Silvestri, violonchelo. Christopher Bouwman, oboe. Daniel Mazaki, fagot. Orquesta Filarmónica de Israel. Director: Zubin Mehta. Obras de Pártos, Haydn y Berlioz.
Era la de ayer en el auditorio una ocasión de temperatura emotiva especial, sin duda, por una serie de razones. Para empezar, se inauguraba con ella la temporada del 50 aniversario de Ibermúsica, un logro que debería tener un reconocimiento acorde con la excepcionalidad del mismo y del esfuerzo que lo ha hecho posible, obra de ese emprendedor tan veterano como sabio e incombustible que es Alfonso Aijón (que, dicho sea de paso, acaba de cumplir los 88 como el que no quiere la cosa). Para seguir, marcaba la despedida de Zubin Mehta (que lucha desde hace un par de años contra una grave enfermedad), de la Filarmónica de Israel, con la que cumple también medio siglo de relación (consejero artístico de la misma desde 1969 y director titular desde 1977). El evento tuvo lugar apenas un día después de haber ofrecido la Tercera de Mahler, con la misma orquesta, en Barcelona. Para terminar, el concierto contó con la presencia de la Reina emérita, que mantiene hace años una buena amistad con el maestro hindú, y que fue recibida y despedida con el entusiasmo ya habitual. Al hilo de todo esto había otras presencias distinguidas en el auditorio, aunque no tan habituales del mismo, como el ministro del Interior en funciones, Grande Marlaska. Especial significación para la orquesta tenía también abrir el programa con el Concertino para cuerdas del israelí de origen húngaro Ödon Pártos, concertino de la misma desde 1938. La partitura, escrita seis años antes, en 1932, utiliza aún un lenguaje tonal, pero tiene un interesante colorido y dibujo rítmico, que como señala acertadamente Joaquín Turina en sus notas al programa, parece beber de las sonoridades de las comunidades judías del este de Europa. La cuerda de la orquesta israelí la tradujo con extremo acierto bajo la enérgica batuta de Mehta. La primera parte se completaba con la Sinfonía Concertante para violín, violonchelo, oboe y fagot de Haydn. Obra curiosa por varias razones. El sabio y para entonces (1792) veterano Papá Haydn era por su propia maestría capaz de hacer funcionar perfectamente una combinación compleja y algo abigarrada como la de violín, chelo, oboe y fagot, dentro de un entramado concertante con orquesta. Conseguir un discurso equilibrado, con papeles solistas de parecida enjundia, adecuados a instrumentos tan dispares, y lograr que además en todo ello se respire un equilibrio que se escucha perfectamente natural y por ello parece fácil (aunque de fácil no tiene nada), con la luminosa vitalidad y humor tan propios de la producción haydniana, está al alcance sólo de genios como el suyo. Digamos ya que los cuatro solistas de la orquesta encargados del asunto brindaron una interpretación sonriente y elegante, impecablemente ejecutada y de hermosa sonoridad. Evidentemente, y tratándose del venerable Mehta, estamos ante eso que los ingleses llamaban hace años “Big Band Haydn”, o sea, orquesta nutrida y aproximación de las de hace cincuenta años, sin asomo de la práctica históricamente informada en la que se encuadran las interpretaciones actuales (o al menos una proporción muy significativa de ellas, incluso entre las orquestas modernas) de la música de ese periodo. Mehta salió al escenario con andar recortado, apoyado en un bastón, y dirigió sentado. El maestro hindú, sin embargo, conserva batuta en mano buena parte de las características que han sido sellos de identidad suyos. Como buena parte de los alumnos de Hans Swarowsky (cuya nómina de discípulos es ilustrísima, vean si no nombres, además de Mehta, como los de Abbado, Jansons, Sinopoli o los hermanos Fischer, además de nuestros compatriotas López-Cobos, Gómez Martínez o García Navarro), la acertada construcción formal constituyó la esencia de su aprendizaje. Mehta declaraba no hace mucho (documental que puede verse en la Digital Concert Hall de la Filarmónica de Berlín) que Swarowsky nunca les enseño técnica gestual, sino análisis de partituras. Pero el hindú tiene una técnica gestual de meridiana claridad y magnetismo, no solo con las manos, más de expresión la izquierda y nítida indicadora de ritmo la derecha, sino con un lenguaje facial tan evidente como imposible de ignorar. Tiene también carisma, para la orquesta, que le sigue como un solo hombre, con un entusiasmo y entrega encomiables, y para el público, al que se mete en el bolsillo, siempre sonriente, con pasmosa facilidad. Las interpretaciones del maestro hindú han estado por tanto clásicamente dotadas de una solidez estructural indudable, con notable impulso rítmico y sonoridad más brillante que sutil en la variedad de colores o matices. Y esos ingredientes marcaron en buena medida su aproximación a la Fantástica de Berlioz que cerraba el programa. Brillantez, especialmente en la parte final del último tiempo (donde, no obstante, hubiera podido esperarse una vibración más enfebrecida) y en algunos momentos de la Marcha al suplicio, algo lastrada por un excesivo énfasis en el non troppo que acompaña a la indicación principal (Allegretto), teniendo en cuenta que la indicación metronómica es blanca = 72 alla breve. Lo mejor estuvo quizá en el lirismo bien entendido del tercer tiempo, bien dibujado en general, con estupendas prestaciones de oboe y corno inglés. Pero, en general, y pese al brillo sonoro, faltó el contraste de pasión y misterio en el primero, recortada la dinámica demasiadas veces en su extensión (Berlioz demanda muchas veces en la obra ppp y pppp, pero la gama dinámica que escuchamos ayer fue mucho más estrecha), encanto en el vals del segundo (bien planteado el rubato, no obstante), cuyo tramo final careció del ímpetu que se espera de la indicación tempo primo con fuoco (la indicación primaria es Allegro non troppo) y arrebato siniestro en el último, que sólo en los compases finales alcanzó parcialmente el clima arrollador, casi enloquecido, que aquel aquelarre demanda. La Fantástica de Berlioz es una obra espectacular, desde luego, pero lo es, más allá de la brillantísima orquestación y sonoridad, por la riqueza enorme de contrastes, atmósferas, de la ensoñación y la sugerencia onírica iniciales al enloquecido final. Fue ese juego el que ayer estuvo ausente o limitado en buena medida, ese con el que hace muchos años, un compañero de Mehta en la clase de Swarowsky, el llorado Claudio Abbado, estampó en el Real, con la London Symphony, una interpretación formidable que aún hoy muchos seguimos recordando. Pero ayer era una ocasión de especial emotividad, y el éxito apoteósico así lo reconoció porque, más allá de disquisiciones interpretativas, con una buena orquesta, buena música y un maestro veterano es difícil aburrirse. Pese al indudable cansancio, hubo lugar para dos propinas: una masiva obertura de Las bodas de Fígaro y una más teatral que atractiva lectura de la polca Unter Donner und blitz de Johann Strauss II. La temperatura, pues, fue más alta en lo emotivo que en lo musical.
Rafael Ortega Basagoiti
(Foto: Jose Luis Pindado – Ibermúsica)