MADRID / Teatro Real: el reto de las dos doncellas

Madrid. Teatro Real. 7-VI-2022. Debussy: La Damoiselle élue. Camilla Tilling, Enkelejda Shkosa. • Honegger: Jeanne d´Arc au bûcher. Marion Cotillard, Sébastian Dutriieux, Sylvia Schwartz, Elena Copons, Enkelejda Shkosa, Charles Workman, Torben Jürgens, Étienne Gillig, Guillermo Dorda, Ignacio Mateos, Patricia Redondo, Irene Garrido, Juan Manuel Muruaga, Ana María Fernández, Álvaro Vallejo, Manuel Lozano. Director musical: Juanjo Mena. Director de escena: Àlex Ollé
El estreno al que tuvimos oportunidad de asistir el martes 7 de junio en el Teatro Real no fue el de una ópera —que las obras que lo conformaron no lo son—, sino el de un gran espectáculo e, incluso, el de un desafío artístico. La Damoiselle élue y Jeanne d´Arc au bûcher son una cantata y un oratorio dramático respectivamente que, en principio, se encuentran muy alejados la una del otro en todos los sentidos. Cronológicamente, les separan medio siglo; estilísticamente son difíciles de clasificar, pero podríamos decir que la primera está en los albores del impresionismo e influida por el simbolismo —que en música es una categoría casi imposible de definir—, mientras que el oratorio de Honegger participa de un eclecticismo tendente al expresionismo; Debussy nunca pensó en una versión escénica, mientras que Claudel y Honegger concibieron su oratorio con esta intención. La orquestación varía sustancialmente, siendo la de Debussy la propia y habitual de su tiempo y la de Honegger, mucho más heterodoxa (saxofones por trompas, dos pianos, ondas Martenot…). En fin, podríamos seguir destacando diferencias que hacen complicado ofrecer en una misma velada estas dos partituras. Sin embargo, la unión funcionó tanto en lo musical como en lo escénico, y vayamos por el primer aspecto.
Lo primero que hay que alabar es la labor del director musical, Juanjo Mena, que logró conferir unidad y estructurar musicalmente el conjunto. A pesar de todas las disparidades entre ambas obras, consiguió que pudiéramos percibir aquello que sí es común, esa filiación entre Debussy y Honegger que radica en la finura y perspicacia a la hora de orquestar de los compositores franceses y que en Debussy queda más patente en la coloración tímbrica de los matices y en Honegger en la búsqueda de efectos sonoros que acompañen al texto dramático. Mena, gran debussysta, por inclinación personal y por oficio, nos regaló una versión fantástica de esa Damoiselle, que destacó por un gran equilibrio sonoro entre una masa orquestal muy importante, una solista colocada a cinco metros sobre la escena y el coro femenino en el fondo de la caja. Debussy siempre es difícil de manejar para un director, porque la sutileza de las dinámicas es infinita, pero en este caso la cosa roza el virtuosismo: ese ambiente que pretende pasar de lo celestial a lo terrenal pero sin llegar a tocar nunca el suelo, ha de ser trasladado auditivamente por una gama casi inabarcable de matices entre el piano y cinco tipos de pianissimo.
La orquesta respondió con solicitud a las exigencias de su batuta y esa sensación de placidez y envolvimiento sonoro entre sensual y místico llegó perfectamente a la sala. Muy bien la sueca Camilla Tilling como la Doncella, con una proyección estupenda a pesar de la caja de metacrilato y una interpretación muy medida entre la emoción y la contención que exige ese universo debussysta. Eficaz Enkelejda Shkosa como la Narradora, que, sin tener la voz más adecuada para este repertorio, supo controlar un amplio vibrato y una tendencia al exceso de dramatismo. Estupendas las mujeres del coro, también con el punto justo de contención y con una dicción digna de ser alabada. Hay que decir que esta pobre Doncella bienaventurada servía como prólogo al que se supone que es el plato fuerte, pero como rendida debussysta que me declaro desde mi más tierna infancia, la experiencia de escuchar esta bellísima obra en esta interpretación y con esa puesta en escena tan hermosa —a diferencia de la Juana de Arco, y luego me explico— supuso un auténtico regalo.
Jeanne d´Arc au bûcher era muy esperada en la plaza madrileña por la participación de la oscarizada Marion Cotillard, no por gran interés por la obra de Honegger, las cosas como son. Este oratorio, a modesto juicio de quien suscribe, no es ninguna obra maestra, ni en lo que se refiere al libreto de Paul Claudel, ni en lo que toca a la partitura de Honegger. Sin embargo, sí constituye un fresco muy interesante en cuanto a contexto histórico y en cuanto a tendencias musicales, porque no puede ser mayor la yuxtaposición de elementos de todo tipo. Respecto al marco histórico, se ha destacado mucho estos días el paralelismo entre el auge del nazismo y posterior ocupación de Francia con la situación de la Francia de la Guerra de los Cien Años, razón por la que ambos autores incluyeron el prólogo en 1944. En lo musical, es apabullante la mezcla de canciones populares con gregoriano, con music-hall, con onomatopeyas musicales, con politonalidad… En fin, agítese y sírvase bien frío, que la hoguera viene después. Aunque haya momentos excesivamente grotescos tanto en el texto como en la música, sin duda debidos a cierta búsqueda de distanciamiento, el resultado es eficaz y no cabe duda de que resulta muy vistoso y ciertas escenas contienen gran intensidad dramática.
Una vez más, el trabajo de Mena fue impecable. Si dosificar los diferentes elementos en una ópera es difícil y aún más en una ópera del siglo XX, en este caso hay que añadir el hecho de que hay personajes únicamente hablados, como el de la protagonista. Aunque los personajes que recitan iban sonorizados —y con mucho tino, por cierto—, equilibrar eso con un coro inmenso y casi todo el tiempo furioso y con una masa orquestal tremenda es prácticamente la obra de un alquimista. Además, aunque la declamación de los actores está incluida rítmicamente en la partitura, no cabe duda de que hay que atender a sus mínimas inflexiones para ajustar los puntos esenciales sin error. En fin, un trabajo de encaje de bolillos que demuestra la maestría, entrega y sabiduría del vitoriano.
Marion Cotillard estuvo fantástica como Juana de Arco, un papel que ha interpretado ya muchas veces pero que no había tenido ocasión de encarnar y, menos aún, de mirar a los ojos a quienes la llevan a la hoguera, como dijo en la rueda de prensa. Es preciso destacar el trabajo encomiable, tanto musical como escénico, del Coro Intermezzo, y también del Coro de Pequeños Cantores de la JORCAM, porque en realidad, todos ellos representan a un personaje más, y casi con el mismo protagonismo que la propia Juana. Los diferentes papeles secundarios, tanto líricos como actorales estuvieron muy bien, destacando especialmente Charles Workman, en el incomodísimo papel de Porcus.
Y vamos con la cuestión escénica, que merece capítulo aparte por ser tan especial en este caso. La escenografía de Alfons Flores mantiene en ambas obras dos planos: el terrenal y el divino, lo cual es un acierto para conferir unidad. Damoiselle elue se pasea y recoge lirios en el Cielo, mientras asistimos a su deceso en el mundo en brazos de su ¿amado? En la puesta en escena de Àlex Ollé, la Narradora representa también al amado, que no es un personaje musical. Bueno, por qué no, aunque creo que a estas alturas nadie se escandalizaría ya por ver una pareja heterosexual sobre una escena de teatro. El problema es que Camilla Tilling va hablando de su amado en masculino mientras que en los subtítulos todo está en femenino, creando a buen seguro, cierta confusión absurda y hasta ridícula entre quienes no conozcan la obra. Pero dejando a un lado esta concesión a lo políticamente correcto, visualmente se trata de una escenografía muy atractiva, muy depurada y simple aunque de realización compleja, con fondo oscuro y envuelta en unas brumas perfectamente adecuadas y con esa Damoiselle resucitada de pelo casi albino y manto dorado como único foco de luz y color, como representando la gloria y la luz divinas. Aprovechamos para decir que ese mismo atuendo y posición celestial serán los que lleven las santas Catalina de Alejandría y Margarita así como la Virgen en Jeanne d´Arc, de forma que las conexiones visuales se mantengan.
Y precisamente vamos con el Honegger-Claudel. La dirección escénica de los personajes y sobre todo de las masas es literalmente apabullante. El control de Àlex Ollé en ese sentido está fuera de toda duda e incluso creo que aporta fuerza a la obra literaria-musical. La escenografía, como hemos dicho, presenta dos planos y en el caso de Jeanne d´Arc, también un pilar metálico que irá recorriendo la protagonista arriba y abajo y que servirá de estaca para la pira. Todo eso resulta muy acertado y práctico. En cuanto al resto, es muy feo. Se supone que en concepción de Àlex Ollé, estamos en una especie de futuro intemporal y diríamos que apocalíptico, así que todo tiene que estar desvencijado y repugnante.
El coro harapiento, sucio, mostrando unas prótesis de atributos sexuales que, dicho sea de paso, no tienen intención sexual, sino de ‘deshumanizar’… Todo esto resulta un tanto redundante, porque el propio texto ya deja en evidencia este punto. Después, unos coches rotos, elemento ya muy visto, por cierto, encima de los cuales tenemos una de las escenas visualmente más potentes, que es la tortura de dos mujeres, supongo que en alusión a las que padeció Juana y otras mujeres acusadas de brujería. El único problema es que, al mismo tiempo, tenemos también uno de los momentos más fuertes de la partitura y el texto dramático, que va en sentido contrario a lo que estamos viendo: Juana narra, casi en un éxtasis místico, el momento en que las voces le dijeron que tomara las bridas del caballo del rey y lo condujera al trono.
En mi opinión, no se puede dar dos mensajes opuestos al mismo tiempo y sobre todo, con tal carga dramática ambos, porque forzosamente, la tortura a la que asistimos nos va a distraer de la música y del mensaje del libreto. Tampoco la idea de convertir a los campesinos en plena fiesta en dos equipos de fútbol, mujeres y hombres, me parece de una gran sutilidad ni acierto. Una vez más, la manía de traernos todo a nuestros días, no vaya a ser que no entendamos o no nos interese. Aún así, el espectáculo funciona, el movimiento escénico, repito, es fantástico y la escena final, absolutamente conmovedora.
En definitiva, si tienen la posibilidad, no se pierdan este programa doble porque sin duda vale mucho la pena por lo inusual y por el nivel obtenido. Lo menos que puede suceder es que les interese mucho, y lo más… Ustedes decidirán. Y ahora, terminada la reseña de la representación para quienes ya tengan bastante, que esto ya ha sido muy largo, me gustaría hacer una reflexión a modo de epílogo.
Hay un aspecto que une también a estas dos obras pero que ha sido apenas esbozado, cuando no obviado: la cuestión religiosa. No sé si Àlex Ollé ha tenido en cuenta este punto a la hora de su elección, pero desde luego ha sido un acierto más, consciente o inconsciente. Siento ponerme subversiva o, cuando menos, escandalosa, porque soy consciente de lo poco que se lleva abordar tal asunto en un medio público hoy en día, pero qué quieren ustedes… mi breve pero intenso recorrido como historiadora cultural no me lo perdonaría nunca si no lo hiciera.
En primer lugar, se trata de dos doncellas, dos mujeres ‘puras’. La virginidad de Juana de Arco fue admitida incluso por su tribunal y en cuanto a la pobre ‘bienaventurada, lleva en sus manos unos lirios en el cuadro que el propio Dante Gabriel Rossetti pintó entre 1875 y 1878 sobre la temática de su poema veinticinco años más tarde. En cualquier caso, se trata de dos seres inocentes y puros que están en gracia de Dios: la Damoiselle no consigue disfrutar del Paraíso porque espera a su amado y aspira a que su amor sea bendecido por la Virgen y el Todopoderoso cuando llegue el momento de reencontrarse, de modo que el amor humano y el divino confluyan; y en cuanto a Juana, es evidente que la ‘elegida’ (quizá la verdadera Damoiselle élue), la tocada por la gracia y la designada por Dios y por tanto, la única que de verdad cree, es ella y no quienes la juzgan y condenan.
Y en este punto, voy a ahondar en la herida de la importancia de la religión en esta importante obra que es Jeanne d´Arc au bûcher. Se ha hecho mucho hincapié todos estos días en todas aquellas concomitancias que podemos encontrar entre este impresionante fresco literario-musical y nuestro mundo de hoy. Esto de proyectarnos en todo lo que vemos y tener que traernos a nuestra actualidad absolutamente todo es una tendencia natural en un mundo tan narcisista como el nuestro, en el que se intenta que miremos lo justito y con una superioridad casi obscena al pasado y en el que, pervirtiendo las palabras de Ernest Renan, no sólo nos obligan a olvidar muchas cosas para seguir adelante, sino que son unos pocos y en función de intereses no siempre nobles quienes deciden qué hemos de olvidar. Como hemos apuntado más arriba, se ha contextualizado perfectamente la obra en ese marco de una inminente Segunda Guerra Mundial y la futura invasión de Francia por parte de los nazis. El paralelismo de una Francia ocupada con ese pasado de la Guerra de los Cien Años no necesita explicación.
También se ha aludido a que a Juana se la acusó de vestir como un hombre y el empeño que ella mantuvo en hacerlo en cuanto podía. Naturalmente: hubo testigos que dijeron que, puesto que actuaba como soldado, se había de vestir como tal y desde ese supuesto la defendieron. Y no se puede olvidar que le permitieron seguir vistiéndose como un hombre en prisión para evitar que la violaran. Vamos, que no era por ‘empoderamiento’ o por ansias de igualdad. Su fin, su objetivo y su impulso estaba más allá de nuestras preocupaciones actuales, aunque nos parezca mentira. Sólo hay un asunto que ha sido prácticamente obviado, quizá por evidente, quizá por incómodo, quizá por poco ‘actual’ o, como todos decimos ahora, por “rancio”: la cuestión religiosa, no sólo como temática sino como raíz de la creación de este oratorio (recordemos que se llama así) y sobre todo, como la razón que lleva a Juana a hacer lo que hace.
En primer lugar, Paul Claudel era un autor militantemente católico. Esto tiene su importancia, porque provenía de una familia no ya agnóstica o atea sino claramente anticlerical. Tuvo su personal ‘caída del caballo’ el día de Navidad de 1886, escuchando un magníficat en Notre-Dame de París y, según propio testimonio, fue un auténtico calvario vivir su fe a escondidas y aún más, confesársela a su familia. Sin duda, era un momento en el que mostrarse ateo daba buen tono en muchos ámbitos de la sociedad burguesa, por lo que su acto de fe conllevó su buena dosis de valentía. Respecto a Arthur Honegger, era un protestante de acendrada fe con no poca producción de temática religiosa. En cuanto a Ida Rubinstein, quien hizo el encargo de la obra, era judía de nacimiento pero se convirtió al catolicismo en 1936, un año después de la composición de esta Jeanne d´Arc. Y por último, en la conferencia-concierto previa que se hizo en la Sala Gayarre del Teatro Real, se evocó la figura de Jean Cocteau como factótum del periodo, personaje de mil caras que, él también, se volcó en el catolicismo. En definitiva, no creo que la devoción religiosa de todos los que están en el centro del nacimiento de esta Jeanne d´Arc au bûcher sea ajena a la elección del tema y a su mensaje, por mucho que sea una figura que ha fascinado a todo tipo de artistas.
La nómina de intelectuales franceses que vivieron un proceso de espiritualización desde el afianzamiento de la III República hasta mediados del XX es bastante larga. Cómo olvidar el emocionante relato de Poulenc sobre su experiencia en Rocamadour. La lucha del Estado francés por imponer el laicismo fue larga y ardua y se logró en 1905 con la famosa Ley de Separación de las Iglesias y el Estado, y en la que el socialista Aristide Briand tuvo un papel decisivo, convenciendo a los más conservadores de que no se trataba de perseguir a nadie, y a los más radicales y anticlericales, de que la Iglesia no mantendría ningún tipo de poder público.
¿A qué se debe entonces ese repunte de la religiosidad en un medio, como el intelectual, en el que tradicionalmente se es liberal y abierto en cuanto a costumbres y pensamiento y poco dado a creencias que se consideran en muchos casos producto de la tradición y de la ignorancia? Probablemente la falta de fe en el ser humano y la quiebra de confianza en el progreso tras la Primera Guerra Mundial y después el ascenso del nazismo y posterior segundo terrible conflicto, unido todo ello a un nihilismo creciente y a ese spleen que desde los poetas malditos del XIX no había hecho sino acrecentarse, empujaron a muchos, incluidos algunos ‘grandes pecadores’, a encontrar sentido terrenal en lo divino. Y no cabe duda de que esa actitud, esa vuelta a una creencia y hasta práctica religiosa, tenía su parte transgresora también en ciertos medios artísticos e intelectuales ‘bien-pensantes’, abiertamente hostiles a la religión en general y al catolicismo en particular. En lo que a la música se refiere, podemos decir que, tras Pelléas et Mélisande, las dos óperas más grandes del repertorio francés del XX son Dialogues des carmelites y Saint François d´Assis. ¿Casualidad? ¿Reacción a una imposición tanto política como intelectual?
Evidentemente, carezco de respuestas y me pongo en la cómoda posición de quien plantea las preguntas y además pienso que la religión es un asunto privado y no me gustan los proselitismos de ningún tipo, incluidos los proselitismos ideológicos. Sólo sé que no por no nombrar algo, eso deja de existir y no por eludir la cuestión religiosa del contexto creador de una obra de arte, desaparece la propia cuestión religiosa. Pero hay una serie de cuestiones que creo que, tras lo que acabo de argumentar, es importante señalar: En primer lugar, Juana de Arco convenció a los franceses de que estar unido bajo un solo rey era una cuestión que trascendía lo político y que era un designio divino. Es decir, confirió un carácter religioso a la Guerra de los Cien Años.
Creo que no es cosa baladí ni secundaria siquiera. En segundo lugar, como queda dicho más arriba, la profunda religiosidad de todos los que crearon a esta Jeanne del siglo XX. No es sólo una lucha identitaria o nacional; no es sólo una pelea contra el invasor o contra el ‘totalitarismo’ así, en general: es también, al borde del conflicto más terrible que la Humanidad ha vivido hasta el momento, la búsqueda de una esperanza en la trascendencia, una fe en lo divino puesto que la fe en lo humano es una entelequia aún más grande, y sobre todo, el intento de la recuperación de la inocencia y la gracia, cualidades amadas por Dios más que ningunas otras, en medio del caos y la desolación. Me dirán ustedes que este mensaje ya no cala hoy en día, que la religión es cosa del pasado. Puede que sí. Pero no hace falta creer en un dios para reconocer y para admirar eso que tienen de sobrehumano la inocencia y la pureza de espíritu. Y por último me pregunto: ¿cuál de los -ismos por los que hemos sustituido la creencia religiosa nos daría fuerza a cualquiera de nosotros, no ya para llevar a cabo una heroicidad, sino para renunciar a nuestras cañitas del viernes por la noche o al wifi durante dos días.
Ana García Urcola
(Fotos: Javier del Real – Teatro Real)