MADRID / Tabea Zimmermann y Javier Perianes: el arte de la estilización
Madrid. Auditorio Nacional (Sala de cámara). 1-IV-2022. XXI Liceo de cámara del CNDM. Tabea Zimmermann, viola. Javier Perianes, piano. Obras de Falla, Guinjoan, Sotelo, Villa-Lobos, Piazzolla, Britten y Shostakovich.
Puede decirse, sin forzar la mano, que el programa que ofrecieron Tabea Zimmermann y Javier Perianes se fijaba sobre todo en la estilización de algunos estilos e inspiraciones. Desde el Falla de las Canciones hasta el Shostakovich final de la Sonata para viola, en todas estas piezas (cien años de música, como bien dice Luis Suñen en el programa de mano) se estiliza la danza, el canto, la dramática. Dos artistas de envergadura como Tabea y Javier dieron un recital tan hermoso que no hizo falta propina, pese a los aplausos encendidos del público (se registró un lleno, poco menos). Por lo demás, ¿qué propia puedes dar tras la abrumadora Sonata para viola?
Empezó el recital con la transcripción de las Siete Canciones españolas de Falla, obra de Mateu y Zanetti. No es una rareza trasladar el canto humano a un instrumento de cuerda, pero lo raro es convertir una obra de vocación tradicional en ‘otra y la misma’, con sabor tan (digamos) moderno. Ahí fue el momento en que comprendimos qué bien canta Tabea Zimmermann con su viola, acompañada por la base métrica y también cantábile de Perianes.
Siguió una breve e intensa obra de la época final del entrañable Joan Guinjoan, que falleció en 2019 y que fue excelente compositor y muy inquieto intérprete con su grupo Diabolus in música (y no solo). La llum neixent es obra dedicada expresamente a Perianes un año antes de fallecer el maestro, y Javier la pasea desde hace cuatro o cinco años por todas partes; la interpretó en el primero de los dos números a solas de este recital inolvidable; al parecer basada en un poema de Antoni Clapés, hay en esta poesía sonora una aparente vacilación de estilos, de frases comenzadas que no se resuelven, de lirismo de fondo que arropa todo el discurso.
En Bulería, para viola sola, de Muros de dolor, obra de Mauricio Sotelo, la estilización es clara: el cante y baile de fiesta, aunque ese despliegue de bulla flamenca (sobresaliente el episodio del zapateado: ¡zapateado para viola!) no se prive de evocaciones de otros palos, y puede uno sentir que hay sugerencias del drama de la seguiriya o algo semejante (acaso me equivoque, no sé si importa). El caso es que Sotelo insiste en su experimento de fusión de flamenco y (digamos) clásica, contemporánea; no digamos ‘culta’, por favor.
El cantábile del aria de la Bachiana quinta de Villa-Lobos no necesita presentación. Se adapta ese canto a la viola con toda naturalidad, y sin que en este caso sea de recibo exhibir modernidades. De nuevo, Tabea Zimmermann mostró su capacidad de cantar.
La primera parte se cerró con una de las obras maestras de Astor Piazzolla, que fue alumno de Nadia Boulanger, y que recibió de la maestra un excelente consejo; algo así como: déjese de caminos clásicos y aténgase a ese que ya ha emprendido usted y que es suyo, la estilización del tango. Y así se convirtió Piazzolla —lo vemos desde nuestra perspectiva— en un clásico. Pongo en Nadia palabras que no dijo así, pero que quisieron decir eso. Uno tiene cierto derecho a apoderarse del personaje, que acaso es más veraz que la persona. Aquí está Le grand tango, compuesto por Piazzolla para Rostropovich (se estrenó en 1990, dos años antes del fallecimiento del compositor porteño), y que además del violonchelo admite otros instrumentos, como la viola; nada más cercano. El crecimiento sonoro de esta obra, el baile permanente, elegante y aun así poco menos que explosivo, concluyó con brillantez la primera parte, lo que fue más allá de lo brillante; era casi una declaración de principios, la del arte de la estilización.
La segunda parte se componía de dos obras en las que la estilización se ponía al servicio de la introspección. Y por eso, tal vez, se requiriese una iluminación distinta, más íntima, más centrada en los intérpretes, sin la panorámica del escenario.
Si las Canciones de Falla miran a la cultura popular, si la obra de Guinjoan se pretende reflejo de un poema de Clapés, la secuencia Lachrymae, de Benjamin Britten, parte del canto con apoyo de laúd de John Dowland. Es obra de 1950, cuando Britten ya era él mismo, y había compuesto Grimes y Lucrecia, entre otras obras. Hay un sentimiento concentrado, muy interior, en esta serie de delicadas quejas para voz (viola que canta o sugiere) y acompañamiento (piano que es morada que las acoge). El tono se dio por el arte, sí, pero en especial por la complicidad de Tabea y Javier en esta serie de cantos que, como sin pensarlo, sirvieron de antesala, de introducción a la obra final, tal vez el plato fuerte de la velada, la Sonata para viola de Shostakovich.
Shostakovich falleció en el verano de 1975; no llegó a cumplir los sesenta y nueve. Su Sonata para viola, última obra que compuso, se estrenó póstumamente, en el otoño de ese mismo año. La había concluido en julio, se pasó a limpio y la viuda de Shostakovich se la entregó al destinatario, el viola Fiodor Druzhinin pocos días antes de la muerte del compositor. Hubo un estreno privado, por Druzhinin y el pianista Mikhail Muntyan, en el piso del compositor el 25 de septiembre, día en que Shostakovich hubiera cumplido sesenta y nueve años. Más tarde estrenaron la Sonata en el Conservatorio de Moscú (1 de octubre).
Hay muchas referencias y autorreferencias en esta obra, y pueden consultarse en documentos muy accesibles. Lo que importa, sobre todo, es que estamos ante una secuencia de tres movimientos en los que hay un descenso que, dado el fallecimiento de Shostakovich, podríamos considerar con excesiva facilidad —y acaso sin gran error- como una visión trágica de sí mismo—. Las referencias sin biografía están por todas partes, en especial en la estilización de la danza (diabólica, como suya) del Allegretto, y en las desolaciones, tan suyas también, de los otros dos movimientos, en especial el Adagio; el viaje es visión, revelación, algo así, y no me queda claro que se limite a eso. Aquí hacen falta dos intérpretes que hagan de la introspección un arte expresivo; y del silencio y la referencia un arte sutil del retrato.
No hay que alargar más esta crónica, caramba. Fue uno de esos conciertos hermosos y cargados de un virtuosismo que solo a veces es espectacular, y que siempre es intenso y muy íntimo. Dos intérpretes de altísimo nivel artístico, una velada que pasaba del guiño festivo y popular a la congoja: ¿cómo estaba Shostakovich en ese año 1975 para componer así?
Santiago Martín Bermúdez
(Foto: Elvira Megías – CNDM)