MADRID / Superlativa Luciana Mancini en medio de un mar de escollos
Madrid. Auditorio Nacional (Sala sinfónica). 9-III-2023. Temporada de La Filarmónica. Luciana Mancini, mezzosoprano. Anna Morgoulets, violín. Bach Consort Wien. Director: Rubén Dubrovsky. Obras de Vivaldi y Haendel.
No han podido resultar más atípicas las tres últimas actuaciones en Madrid de la mezzosoprano sueco-chilena (residente en Barcelona) Luciana Mancini. La primera de ellas fue en pleno confinamiento por la pandemia, en una Sala de cámara del Auditorio Nacional completamente vacía (se trataba de una transmisión en streaming junto al grupo La Ritirata). La segunda, hace solo unos meses, en Teatro Real, en un Orfeo monteverdiano mezcla de ópera y balé contemporáneo (al regista iluminado de turno no se le ocurrió otra cosa que obligar a Mancini a cantar mientras tenía que trepar por la espalda de uno de los bailarines y hacer todo tipo de piruetas). Y la tercera, ayer, en la Sala sinfónica del Auditorio Nacional, supliendo a ultimísima hora a la anunciada Vivica Genaux, que la noche anterior en Barcelona tuvo que abandonar en plena actuación porque un ataque de alergia la dejó sin voz. Lo positivo de estas tres actuaciones es que Mancini ha vencido todos los inconvenientes y ha estado superlativa.
Mancini había acudido el miércoles como espectadora al Palau de la Música. Saludó antes del concierto a Rubén Dubrovsky, director argentino del Bach Consort Wien, y se sentó en su localidad para escuchar el concierto. Una vez concluido este (de forma abrupta, como antes explicaba), recibió una llamada de Dubrovsky: “No tenemos mezzo para mañana en Madrid. ¿Te atreves a cantar tú?”. Y Mancini, que no se arredra ante nada, aceptó: “Es mi primer día de vacaciones y no tengo otra cosa que hacer”. Por la mañana, en el trayecto del AVE, prepararon el nuevo programa: anularon cinco de las ocho arias vivaldianas que tenía previsto cantar Genaux, añadieron dos del cura pelirrojo (Agitata infidu flatu, del oratorio Juditha Triumphans, y Vedrò con mio diletto, de Il Giustino) y tres más de Haendel (Scherza infida, de Ariodante, y Ombra mai fu y Crude furie degli orridi abissi, ambas de Serse). Ensayaron algo antes del concierto y… a la palestra.
Mancini comenzó dubitativa con Agitata infidu flatu. Tampoco la ayudaron mucho ni director ni orquesta, que parecían empeñados en taparla durante toda el aria. Pero luego estuvo magnífica en cada intervención, acabando de manera apoteósica. Tanto que, ante la insistencia de un público que llenaba la sala, tuvo que ofrecer una propina: ni más ni menos que el Erbarme dich de la Pasión según San Mateo de Bach, cantado con una hondura infinita. Mancini tiene una voz profunda y oscura. Y potente, muy potente. Fue ganando en confianza a media que avanzaba el concierto y hasta se permitió ornamentar en algún da capo. Toda una exhibición de profesionalidad de una extraordinaria cantante que, sin tanto foco mediático como otras, está labrándose una admirable carrera.
Sin embargo, lo del Bach Consort Wien, fue otro cantar, que rayó en lo esperpéntico. Entre cada uno de los bloques de arias, Dubrovsky incluyó uno de los conciertos de Las cuatro estaciones vivaldianas. El sonido de la formación (siete violines, viola, violonchelo, contrabajo, tiorba y clave) no pudo ser más enteco ni obsoleto. Parecía uno de esos grupos de los años 60 y 70 del pasado siglo que se empeñaban en destrozar sistemáticamente la música de Vivaldi. Ya la sola (y peculiar) presencia de Dubrovsky resultaba chirriante: ataviado con levita y pertrechado de batuta, su larga figura prácticamente se metía en medio de la orquesta para darle instrucciones. Pero ¿es que para interpretar Las cuatro estaciones hace falta director? No, desde luego que no. Y, sobre todo, si se trata de una formación de tamaño pequeño como esta. Yo llevaba décadas sin ver nada parecido. Las indicaciones de Dubrovsky eran, además, confusas y aquello acabó convirtiéndose en un maremágnum, acrecentado por la flojísima actuación de la solista, la violinista rusa Anna Morgoulets.
Ya, desde la distancia, el aspecto de Morgoulets no era halagüeño: violín sin barbada, pero arco moderno (o, al menos, de transición). No hicieron muchas notas para comprobar que, en efecto, el Barroco no es lo suyo: ataques extraños, articulaciones fuera de lugar, sonido gatuno y un buen puñado de desafinaciones. Lo dicho: algo propio de otras épocas que, ingenuamente, algunos pensábamos que ya estaban definitivamente superadas. El resto de la formación instrumental hizo lo que pudo… eso sí, cuando el poco refinado tiorbista permitió que se la oyera. Lo mejor, sin duda, la concertino, Agnes Stradner. Y teniendo una concertino tan buena, ¿hacía falta traer a otra violinista de fuera para tocar Las cuatro estaciones?
Eduardo Torrico