MADRID / Sokolov, lo imposible hecho posible
Madrid. Auditorio Nacional. 24-II-2020. XXV Ciclo de Grandes Intérpretes. Grigory Sokolov, piano. Obras de Mozart y Schumann.
Decimoctava presencia de Sokolov en el Ciclo de Grandes Intérpretes, siempre con la máxima expectación por parte del público que espera, con toda razón, vivir una nueva experiencia musical de esas que uno ubica en una categoría aparte. Categoría en la que sin duda se encuentra hace mucho tiempo el pianista de San Petersburgo, en la que no hay lugar para el aspaviento, el accesorio o la banalidad. Siempre el mismo ritual. Salida al escenario con la contundente presencia física, hierático e imperturbable el gesto, reverencia a un lado y otro del escenario, asiento y ataque de la primera obra, y después, una tras otra, sin solución de continuidad. Al final, varias salidas a saludar en medio de la creciente apoteosis de éxito y después, las propinas, esta “tercera parte” del recital, siempre media docena, ni una más, ni una menos.
Ni los enfervorecidos bravos, ni la salva de aplausos, ni, probablemente, un terremoto que ocurriera lograría sacar del ruso más que ese andar decidido y solemne, esa mecánica reverencia y luego esa mutación del individuo aparentemente imperturbable en artista capaz de elaborar momentos de una magia que se encuentra al alcance de poquísimos. En esta nueva visita al ciclo de Grandes Intérpretes, al que confiamos siga viniendo muchos años (desde 2004 sus visitas han sido anuales, y esperemos que siga así), Sokolov elaboró un programa con algunas obras relativamente infrecuentes. La primera parte estuvo dedicada a Mozart, pero, con excepción de la Sonata K 331, que sí es asidua en los recitales, se incluyeron del salzburgués dos páginas bellísimas no especialmente transitadas.
Quien esto firma no recuerda la última vez que escuchó en un recital el Preludio y fuga K 394, subtitulado por los editores, no sin razón, “fantasía”, por el carácter muy libre, por momentos casi improvisatorio, del preludio. Señala Arturo Reverter en sus notas que Massin no tenía gran aprecio por la fuga, pero sí por ese “preludio-fantasía” en el que Mozart deja volar una desbordante imaginación creativa. Creo que la fuga, impecablemente construida, es de una severidad bachiana que no asociamos a Mozart, pero no creo que sea del todo justo considerarla menor. En todo caso, Sokolov ya lució ese mágico, inverosímil control de la pulsación, esa redondez y belleza en el sonido que uno no deja de preguntarse cómo resulta tal cosa posible. Rotunda y libre en ese preludio-fantasía, sin perder nunca una elegancia refinada en el fraseo, exquisita en la claridad contrapuntística de la fuga, traducida, sí, con muy apropiada severidad, la interpretación de Sokolov demostró que difícilmente podría encontrar la poco transitada partitura mejor abogado.
El Rondó K 511, algo más frecuente que el comentado Preludio y fuga, tampoco es, sin embargo, de lo que más se escucha del Mozart pianístico, pese a ser una obra bellísima, de las partituras para teclado más conseguidas del genio de Salzburgo. Obra de los últimos años de vida de Mozart (1787), que contiene grandes dosis de melancólica tristeza en su estribillo, pero que luego se salpica con gran intensidad dramática y culmina en un final que tiene mucho de ominosa oscuridad. El canto exquisito de Sokolov, el desgarrado dibujo de ese dramatismo intermedio y el misterioso, estremecedor final, enmarcaron una interpretación de sobrecogedora emotividad, por mucho que el pertinaz criminal del móvil se empeñara, por fortuna sin éxito, en asesinar con impertinente alevosía la fantástica lectura del ruso.
En medio de estas dos obras, la mucho más conocida y antes citada Sonata K. 331. Fue evidente desde el principio que Sokolov, una vez más, favorecía el canto elegante (inicio del primer movimiento), el sonido exquisito (variación V), el matiz cuidadísimo, el legato extraordinario (variación III) y la articulación cristalina (mano izquierda de la variación II) antes que cualquier efectismo. De aristocrática elegancia el minueto, adornado en sus repeticiones con un gusto formidable, igual que el trío, y sencillo, sin aparato alguno, el rondó final, con un tempo que respondió genuinamente a la indicación allegretto, en el que el estribillo también fue adornado, con discreción e irreprochable estilo, en alguna repetición. Admirable de nuevo el imposible control de la pulsación por parte de Sokolov, con un pedal justo que le permite además ejecutar esos arpegios “turcos” con la rotundidad y rusticidad justas, pero sin tapar ni emborronar lo que hay encima de ellos. Raramente he escuchado esos pasajes realizados de forma más primorosa.
Nuevo elogio programador en la elección de las Bunte Blätter de Schumann, colección que casi nunca se programa en recitales, aunque cierto Sviatoslav Richter era un consumado abogado de las mismas (si no conocen alguna de las grabaciones en vivo que tiene, les aconsejo que las exploren; es toda una experiencia). Hay de todo en esa serie: fantasía, lirismo, poesía, vitalidad enérgica, melancolía, agitación tempestuosa, animación… Hay incluso una marcha, la obra más extensa de la serie, que bien podría considerarse como una marcha fúnebre, en la que solo la sección central, más animada e inquieta, contrasta con la profunda tristeza que emana del episodio principal.
Todo este caleidoscopio de atmósferas expresivas fue diseccionado por Sokolov con una paleta sonora y de matices de una riqueza asombrosa. Incluso pese a tener algunos roces más de los que en él son habituales (que son poquísimos). Cómo no admirar la exquisita poesía del número inicial, el nostálgico canto de la tercera de las albumblätter, la oscura tristeza de la cuarta de esa serie, la vibrante, ligera Novelette, la tremenda tempestad del Präludium o la demoledora tristeza de la Marcha antes mencionada. Habíamos empezado el recital repitiéndonos que lo que este hombre hacía en cuanto a pulsación, sonido, articulación, parecía imposible. Como en las diecisiete visitas anteriores. Pero una vez más, demostró que sus manos, y su magistral empleo del pedal, hacen posible lo que parece inalcanzable.
El éxito fue el que cabía esperar. Y en la “tercera parte”, las propinas extendieron y ampliaron la magia. Los dos Intermezzi Op. 118 (nº 2 y 3) de Brahms difícilmente pueden brindarse mejor. Íntimo, delicadísimo, susurrante el primero (que Lonquich ofreció en la March la semana pasada, en traducción sobresaliente pero no tan estremecedora como esta), rotundo y enérgico, pero siempre cantado con exquisitez, el segundo. Sensacional, refinada y elegante en esa ambigüedad que tan bien manejaba Chopin, la Mazurca Op. 30 nº 2. No faltó la dosis de Rameau, y aunque el firmante no es especial partidario de esa música en el piano moderno, si hay alguien sobre la tierra capaz de reproducir con esa ligereza y claridad inverosímiles la lluvia imposible de adornos del francés, es justamente Sokolov, así que solo queda permanecer boquiabiertos ante la espectacular realización de Le rappel des oiseaux. Nuevo salto a una elegante, refinada y poética traducción del Preludio Op. 32 nº 12 de Rachmaninov, y conclusión majestuosa con una severa, recogida lectura del coral bachiano Ich ruf zu dir, Herr Jesu Christ BWV 639 en arreglo de Busoni.
El público hubiera querido más, pero el encendido completo de la iluminación dejó bien claro que esa “tercera parte” ya había concluido. Será hasta la próxima. Mientras tanto, seguiremos preguntándonos cómo es posible que este hombre consiga ese sonido, ese matiz, esa articulación, ese balance de voces. Y seguiremos boquiabiertos ante sus continuas, aunque sea hieráticas, demostraciones de una talla artística tan enorme y contundente como su físico. Eso nos hace olvidar incluso la desgraciada presencia de una cita del pianista (?) británico afincado en el anuncio previo del concierto, que hacía daño a la vista. Seguro que tal desatino no se repetirá.
Rafael Ortega Basagoiti
[Foto: DG/Klaus Rudoph]