MADRID / Sensacional Seong-Jin Cho en el Círculo de Bellas Artes
Madrid. Círculo de Bellas Artes. 12-VI-2022. Ciclo Ciclo Círculo de cámara. Seong-Jin Cho, piano. Obras de Haendel, Brahms y Ravel.
Volvía a Madrid el joven coreano Seong-Jin Cho (Seúl, 1994), que visitara el círculo de cámara en su primera temporada (2020, en plena pandemia) y que deslumbró también en su recital del ciclo de Grandes Intérpretes de la Fundación Scherzo (noviembre de 2021). Digamos inmediatamente que el concierto ofrecido confirmó, una vez más, el formidable nivel y la pasmosa madurez y solidez musical de este joven, a quien ya se puede considerar, sin duda alguna, instalado firmemente en la élite mundial de los pianistas.
El programa, como el que también presentó en noviembre (del que repetía el Gaspard de la nuit raveliano), se las traía, porque, además de la densidad, unía tres formas bien diferentes de acercarse al teclado, de esas que exigen no sólo un cambio físico, sino mental, por parte del intérprete: cuatro Suites de Haendel, las monumentales Variaciones y fuga de Brahms sobre un tema del sajón, y para guinda del pastel, la endemoniada obra mencionada de Ravel.
No son muchos los pianistas especialmente inclinados a adentrarse en las Suites de Haendel (más de dos docenas), tal vez porque la producción del músico de Halle, por demás bella y en absoluto desdeñable, queda, no sin razón, con frecuencia relegada ante la más elaborada, en dimensión y riqueza, de Bach en ese género. Con todo, hay que recordar que, en el pasado, luminarias como Sviatoslav Richter y su admirador Andrei Gavrilov, o en años más recientes, otros pianistas brillantes como Murray Perahia, han dejado registros importantes de algunas de estas obras.
Las cuatro ofrecidas ayer (HWV 427, 433, 430 y 440, las tres primeras pertenecientes a la serie publicada en 1720, la última publicada en 1733) tenían en común la estructura en cuatro movimientos, de curso generalmente breve. Cho se acercó a ellas desde un planteamiento perfectamente lógico: el inequívocamente pianístico, que no está reñido con un entendimiento de la música cercano a su estilo. Obviamente, todo lo cercano al estilo que puede estarse utilizando un instrumento que no es para el que fueron escritas. Pero sí en lo que se refiere a una inteligente utilización de los recursos que el piano moderno ofrece, pedales incluidos, como es natural. Lo que no tiene sentido es el intento de convertir un Steinway en un clavecín.
Eso sí, sin confundir a Haendel con Chaikovski, para entendernos. Y Cho lo hace perfectamente. Su interpretación brilló desde el principio con elegancia, con naturalidad y fluidez en el fraseo, fina articulación de los adornos, respetando escrupulosamente todas las repeticiones (adornadas con exquisito gusto) y, por encima de todo ello, con una de sus más grandes cualidades: el sonido bellísimo, que ya nos deslumbró en anteriores ocasiones. El joven coreano matiza esta música con sabio equilibrio, impregnando con evidentes pero sutiles inflexiones su discurso. La dinámica no se abre aquí a contrastes extremos ni excesivos, pero discurre con un manejo de la agógica realmente sobresaliente, ayudado siempre -otra constante de Cho- en un pedal manejado de manera magistral.
Disfrutamos así de un Haendel, como debe ser, luminoso, animado y divertido en momentos como la Gigue de la Suite HWV 430 o la fuga del preludio inicial de la HWV 433, pero también de precioso refinamiento como la Sarabande de la HWV 440, cuyos adornos fueron traducidos de manera primorosa. Sin abusar del legato, su acercamiento a Haendel llegó con chispa en el ritmo y con envidiable vitalidad, cualidad tan palpable en una música que la contiene siempre, y que fue también muy evidente en la estupenda lectura de las variaciones que cierran la suite HWV 433, las conocidas como El Herrero armonioso. Algún mínimo lapsus en la Allemande de la HWV 433 no puede empañar una interpretación sobresaliente en todos los sentidos.
Tras las dos primeras suites de Haendel, como cierre de la primera parte, ofreció Cho una de las obras pianísticas más -justamente- celebradas de Brahms: la monumental colección de 25 variaciones y fuga sobre un tema de Haendel. El tema en cuestión es justamente el aria de otra suite, no interpretada ayer (la HWV 434). Y aquí, además de reiterar las cualidades anunciadas, Cho sacó otros registros a la luz: los del tremendo poderío, la anchísima dinámica y constante redondez en la belleza de un sonido que jamás, ni en el fortísimo más contundente, la pierde. Articulando con precisión milimétrica, su Brahms fue, sencillamente, apabullante, de una enorme riqueza de contrastes, con exquisiteces como las variaciones XIX y XX o rotundas y brillantes afirmaciones como las variaciones IV, VIII, XV, XXIV y XXV. Tremenda igualmente la fuga final, tan grandiosa y rotunda como absolutamente nítida en su dibujo contrapuntístico.
Tras las dos últimas suites de Haendel tocaba el turno al Gaspard raveliano, que ya nos deslumbrara el noviembre. Lo volvió a hacer ayer, así que los lectores me perdonarán la reiteración. Lucieron de nuevo el control de un sonido siempre hermoso, lleno y redondo, incluso en los más sutiles (y conseguidos con rara perfección) ppp, el cuidado pedal, la gran anchura dinámica, siempre bien graduada, y la capacidad para hacernos llegar ese gran contenido evocador de una música que tiene tan a menudo tanto de brillante como de evanescente, tanto de contagioso como de hipnótico. Lo tuvo su refinada lectura de Ondine. Extraordinario Le Gibet, con esa repetición obsesiva sobre el si bemol central que contribuye a un clima de misterio casi siniestro y que en otros momentos nos recuerda, en su ritmo sincopado, al dibujado por el mismo compositor en La vallée des cloches, de su Miroirs. El temible Scarbo, tuvo una traducción apropiadamente fulgurante, un verdadero frenesí dibujado con tanta perfección como contagiosa evocación.
No es fácil escuchar ni está al alcance de muchos escuchar un Gaspard así hoy en día. El éxito, como no podía ser de otra forma, fue enorme, y Cho se lanzó a regalarnos otra perla raveliana: la Pavana sobre una infanta difunta. Nos encontrábamos absortos disfrutando de otra demostración de refinamiento sonoro y sutileza evocadora cuando hizo su aparición el (o la, no llegué, tal vez para su fortuna, a identificar el género, ya que se encontraba a cierta distancia detrás de mí) criminal del móvil. Si mi apreciado don Clodomiro Reparto Estopa Encantidad y Delabuena hubiera estado presente, a buen seguro que habría hecho honor a sus apellidos, porque este criminal, además de asesino, era torpe por reiteración: no sólo no apagó el móvil, sino que no supo apagarlo, de manera que no había forma de callar el artilugio, que trituró el momento más mágico de la interpretación. Cho se mostró admirablemente imperturbable.
Ni siquiera el asesino extemporáneo pudo matar una tarde musical realmente sensacional a cargo de un pianista de esos cuyas actuaciones se asocian a un cartel: no perdérselo.
Rafael Ortega Basagoiti