MADRID / Sara Jakubiak se revela como una formidable Arabella
Madrid. Teatro Real. 28-I-2023. Strauss: Arabella. Sara Jakubiak, Sarah Defrise, Martin Winkler, Anne Sophie von Otter, Josef Wagner, Matthew Newlin, Dean Power, Roger Smeets, Tyler Zimmerman, Elena Sancho Pereg, Barbara Zechmeister. Coro y Orquesta titulares del Teatro Real. Director de escena: Christof Loy. Director del coro: Andrés Máspero. Director musical: David Afkham.
Han tenido que pasar noventa años desde su estreno para que Arabella se haya visto en Madrid. En el Liceo de Barcelona han tenido más suerte: desde que la gran Montserrat Caballé la cantase en su debut liceísta en 1962, se ha repuesto en tres temporadas (1976-77, 1988-89 y 2014-15). Hay que agradecer pues al Teatro Real que haya saldado al fin esta deuda con su público. No se entiende el escaso interés que despierta esta ópera, cenicienta entre la producción straussiana. Poco importa que en 1933, año de su estreno, las coordenadas estéticas imperantes fueran bien otras: Wozzeck de Berg (1925), La nariz de Shostakovich (1928), Noticias del día de Hindemith (1929), De hoy a mañana de Schoenberg (1930), Ascenso y caída de la ciudad de Mahagonny de Weill (1930)… Que Hugo von Hofmannsthal falleciera inesperadamente en 1929 sin haber revisado el texto de los actos II y III nos privó seguramente de una ópera mejor de lo que es, pero Strauss realizó un gran trabajo con el material que le dejó su libretista. La intrahistoria del estreno, con los nazis impidiendo que dirigiera Fritz Busch, y Lotte Lehmann negándose a cantar en territorio nazi, es improbable que haya lastrado su recepción posterior: Capriccio, última opera de Strauss, se estrenó en Múnich bajo las bombas en 1942 y ahí la tienen.
Después del gran éxito que supuso Capriccio en la temporada 2018-19, el Teatro Real ha vuelto a confiar en el director de escena Christof Loy, responsable de esta producción de Arabella, estrenada en Fráncfort en 2009 y repuesta en Barcelona en 2014. Si en Capriccio se produjo una milagrosa conjunción de propuesta estética, dirección de actores, voces y foso, esta Arabella no termina de funcionar en lo escénico. Loy traslada la acción de Viena 1860 a un momento impreciso del primer tercio del siglo XX, lo que no es mala idea. La escena está dominada por una caja blanca, desnuda, que ocupa todo el proscenio, y donde tienen lugar la mayoría de las escenas. Detrás, sobre una base móvil, y semiocultas por paneles blancos deslizantes, se ven las habitaciones del hotel en el que transcurre la ópera o, en el segundo acto, un hall y una gran escalera. No hay asomo de la decoración lujosa que menciona el libreto. Las habitaciones de la familia de Arabella son sórdidas y desordenadas, con telas colgadas por cortinas y un espejo en el suelo, apoyado en la pared. El mundo de apariencias y fingimiento de esta Viena mediocre, vulgar y turbia, que vive a crédito, con figuras podridas de vulgaridad (así describe Hugo von Hofmannsthal el ambiente de Arabella en una carta del 13 de julio de 1928) se muestra así de forma descarnada. El vestido azul pálido de Arabella, el rojo de su madre, Adelaide, o los estampados rojos en el vestido blanco de La Fiakermilli, constituyen las únicas notas de color en un vestuario dominado por el blanco, el negro o los tonos grises del atuendo masculino de Zdenka.
La dirección de actores es excelente, y la acción –afortunadamente Loy no inventa (casi) nada y cuenta la obra– se sigue bien incluso dentro de esa enorme caja blanca vacía. No se sabe bien qué aportan los figurantes que, de espaldas al público, miran melancólicamente al infinito por la ventana o desde la balaustrada, cual figuras de un cuadro de Hopper. Y resulta grotesco que, en lugar de hacer mutis, los personajes se coloquen cara a la pared, cual colegiales castigados. Como resulta a un tiempo recargado y cargante la profusión de borrachos en el segundo acto en posturas absurdas –uno haciendo el pino sobre un sillón– o arrastrándose lentamente, pegados a la pared (¡qué manía con las paredes!). El final feliz de la obra, con Arabella y Mandryka reconciliados y amorosos (lo refleja el libreto, pero también la música: el tema de Mandryka se oye en Fa mayor, la tonalidad de Aber der Richtige, la tonalidad de Arabella), comprometiéndose finalmente, es visto con pesimismo por Loy: la pareja, ella delante, Mandyka siguiéndola, se adentra en la oscuridad. Al menos hay vaso de agua.
Además de en la maravillosa música de Strauss y el ingenioso texto de von Hofmannsthal, la función se sostiene sobre todo en dos pilares: la dirección de David Afkham y la voz de Sara Jakubiak. El felizmente prorrogado director titular y artístico de la Orquesta y Coro Nacionales de España realizó una excelente labor al frente de una desigual Orquesta Sinfónica de Madrid, titular del Teatro Real, con una dirección plena de brío, lirismo, drama y atención al detalle. Acompañó muy bien a las voces, envolviéndolas suntuosamente, cuidando las dinámicas para no taparlas, pero sin apagar en exceso la orquesta. Quizá faltó un punto del característico brillo de la orquestación straussiana en los pasajes más densos y en fortissimo, y más abandono y espontaneidad en los valses del segundo acto. Brillaron las cuerdas, con excelentes pasajes en divisi, o intervenciones de los primeros atriles, y las maderas, de bello sonido, con mención especial al primer oboe. Por el contrario, las trompas sonaron casi siempre ásperas y emborronadas, y trombones y tuba, ruidosos.
Con una voz caudalosa y homogénea, de lírica ancha, atractivo timbre oscuro y carnoso, y agudo fácil e impactante, la estadounidense Sara Jakubiak se reveló como una formidable Arabella… en lo vocal. Llama más la atención no obstante el sonido que la intención del mismo. La dicción es poco inteligible, y Jakubiak sólo hizo personaje e impuso su presencia escénica y fue protagonista absoluta en el tercer acto, lo mejor de esta producción. En los dos primeros fue tan solo (y no es poco) una voz estupenda. Muy superior a la de su partenaire, el bajo-barítono austriaco Josef Wagner –a quien pudimos ver como Conde en el mencionado Capriccio–, Mandryka insustancial de voz descolorida, que además clarea y se estrecha en el agudo. Suple estas deficiencias con una cuidada dicción y buena planta, eso sí. La soprano belga Sarah Defrise, ligera de voz opaca, desleída, y agudo tímido y apagado, fue una Zdenka vocalmente insípida mas vivaz y sentida en escena; una presencia refrescante.
Matteo, papel secundario abordado muchas veces por comprimarios, fue magníficamente servido por Matthew Newlin, tenor lírico estadounidense vinculado a la Deutsche Oper de Berlín, de emisión fácil y agudo penetrante. Los patéticos padres de Arabella y Zdenka tuvieron en Martin Winkler (Conde Waldner) y Anne Sophie von Otter (Adelaide) a dos inspirados intérpretes, espléndidos ambos en escena. Winkler, bajo-barítono rocoso, de timbre no muy grato y línea algo tosca, vocalmente sobrado; muy mermada ya von Otter, cuya voz es un pálido reflejo de la gran mezzo que fue. Sorprendió gratamente la chispeante Elena Sancho como La Fiakermilli, remedo de la Zerbinetta de Ariadne auf Naxos. Resolvió muy bien las pirotecnias vocales y además ofreció una actuación notable. Cumplió con solvencia el resto del reparto.
Una Arabella desigual, con luces y sombras, pero al fin hemos podido ver Arabella en Madrid, lo que es una gran noticia. Ojalá no pasen otros noventa años hasta que la última colaboración de Strauss y von Hofmannsthal regrese al Teatro Real.
Miguel Ángel González Barrio
(Fotos: Javier del Real / Teatro Real)