MADRID / Recordando 1685, el año más importante en la historia de la música

Madrid. Auditorio Nacional (Sala de Cámara). 6-X-2021. Ciclo Universo Barroco. Orquesta Barroca de la Universidad de Salamanca. Pedro Gandía, concertino y violín solista. Alfredo Bernardini, director y oboe. Obras de D. Scarlatti, Haendel y J.S. Bach.
No busquen más: no hay ningún año tan importante en la historia de música como 1685. Aquel año debió de producirse una conjunción planetaria, porque en menos de dos meses nacieron Georg Friedrich Haendel y Johann Sebastian Bach, separados por apenas doscientos kilómetros. En el último trimestre, fue Domenico el que vio la luz en Nápoles. La contribución de los tres a la evolución de la música fue brutal: Haendel, con sus óperas y sus oratorios; Bach, con sus cantatas, sus conciertos, su producción camerística y su vasta obra para órgano y clave; Scarlatti con su revolucionaria música para teclado… No quiero ni pensar lo que habría sido de la música y de nosotros mismos si el mundo hubiera pasado directamente de 1684 a 1686. Desde luego, no seríamos lo que somos.
La Orquesta Barroca de la Universidad de Salamanca, formada por músicos profesionales y por músicos que lo serán en futuro pero que, por ahora, siguen cursando estudios en aquel “templo de la inteligencia”, como definió Miguel de Unamuno a su universidad, ha ofrecido dos conciertos en días seguidos en la propia Salamanca y en la Sala de Cámara del Auditorio Nacional de Música, con obras de los tres compositores nacidos en 1685. Es infrecuente verlos a los tres juntos, lo cual ya de por sí suponía un aliciente suficiente. Pero había más: una orquesta barroca como ‘las de antes’, es decir, como las que había antes de que la crisis económica de principios de siglo avivara el fuego de la cicatería. Ahora que casi todo se hace en formato ‘caja de cerillas’, con un instrumento por parte, la Orquesta Barroca de la USAL se presentaba con 12 violines (incluido su concertino, Pedro Gandía), 4 violas, 2 violonchelos, 1 contrabajo y 1 clave, más el oboe de quien oficiaba de director en esta ocasión: ni más ni menos que el gran Alfredo Bernardini. Casi se podría decir que fue una lección de historicismo sobre el historicismo, ya que será difícil volver a escuchar (al menos, en un auditorio español) a una formación tan nutrida. Y encima, en la Sala de Cámara del Auditorio Nacional, cuya acústica es envidiable.
¿Qué cómo sonó aquello? Pues a pura gloria. Así tendría que ser siempre. Quizá los programadores musicales deberían empezar a plantearse reducir el número de conciertos de sus ciclos en aras de nóminas amplias como esta. Una orquesta dirigida por Haendel en el Covent Garden londinense o por Bach en la Thomaskirche lipsiense se habría parecido infinitamente más a este orgánico que a las enclenques orquestitas a las que, por desgracia, ya nos han acostumbrado. Que sí, que ya lo sé, que muchas de esas orquestitas suenan muy bien… Pero si lo que en su origen buscaba el historicismo era aproximarse lo máximo posible a como sonaban las orquestas en su tiempo, lo historicista es esto, no la caja de cerillas.
Se notó la mano de la mano de Pedro Gandía en el sonido de la orquesta. Desde que ejerce de director artístico, la ha transformado radicalmente, convirtiéndola en una de las más importantes del panorama barroco nacional. Es una orquesta trabajada hasta en los más pequeños detalles. Supongo que también se ha notado en esta ocasión la mano de Bernardini, buen director, aunque la gente le conozca más por su faceta como virtuoso del oboe. A la orquesta, ni el más mínimo pero… A Bernardini, en cambio, algún que otro pero… Quizá, bastantes más peros de los que cabría esperar. Demasiadas notas fallidas, algunas desafinaciones… Nada que ver con el virtuoso oboísta que conocemos. Alguna pifia fue tan gorda (la entrada de la sinfonía de la cantata bachiana Die Elenden sollen essen BWV 75, por ejemplo), que Bernardini la ofreció como bis sin estar previsto. Seguramente, para quitar el mal sabor de boca que había dejado en los asistentes y, de paso, para quitarse el suyo. En fin, como decían los clásicos: Aliquando bonus dormitat Homerus… No se lo tendremos en cuenta, por supuesto.
El programa incluía un par de sinfonías operísticas de Scarlatti (la primera, inidentificada; la segunda, de Narciso), dos conciertos para oboe de Haendel (los HWB 302a y 287) y la Sonata en trío HWV 399 (que lo único que tiene de sonata es el nombre) y dos conciertos bachianos reconstruidos: el primero, para oboe d’amore (BWV 1055R) y el segundo, para violín —con Gandía de solista— y oboe BWV 1060R. Música maravillosa, muy bien interpretada (pese a los ‘gambazos’ de Bernardini). Podría estar escuchando cada día del resto de mi vida la passacaille de la Sonata en trío de Haendel (que también está en la ópera Radamisto y la Sonata nº 4 op. 5) y jamás llegaría a cansarme de ella. Velada para enmarcar en lo musical y para olvidar en cuanto al comportamiento de una parte del público: al margen de una señora entrada en años desfilando por los pasillos para acomodarse en una localidad de su agrado con la orquesta esperando por ella, la triste constatación de que, casi superada la pandemia, las toses incesantes y los papelitos de los caramelos se han vuelto adueñar de las salas de conciertos. No voy a decir que añore ese amargo pasado reciente, pero… casi.
Eduardo Torrico
(Fotos: Elvira Megías)
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