MADRID (ORTVE) / Cuando componer era componérselas
Madrid. Teatro Monumental. 12-X-2019. Nikolai Demidenko, piano. Orquesta Sinfónica de Radio Televisión Española. Director: Pablo González. Obras de Prokofiev y Shostakovich.
Sergei Prokofiev, que tenía un punto de exhibición musical y otro de provocación, era conocido como el pianista de los dedos de acero. Provocaba en el teclado sonoridades rotundas, talladas casi como el granito, y en general descreía de la cantabilità de su instrumento, librando con él una justa en la que dominaban los acentos percutientes. Su Segundo concierto, que él mismo estrenó, es el que requiere mayor capacidad técnica de sus cinco, al poner al ejecutor contra las cuerdas de sus propios límites. No obstante, cabe recordar que Ember difundió una danza de Scriabin recreada con bello y sostenido vuelo por esos dedos que motivaron suspicacia. El propio concierto, pese a su divisionismo y asperezas, contiene algunos remansos líricos, más valorables al no ofrecernos excesivas alegrías melódicas. Demidenko exhibió una técnica holgada y buenos medios, a menudo atemperados para no incurrir en excesos. Trabajó la materia paso a paso, hasta arribar con coherencia a esos momentos en que cabe liberar potentes fuerzas sonoras. Frente a la otra, sus ataques en la cadenza del Finale fueron aún más pulidos y nacarados. Pablo González, quien jamás se excede, le ayudó en todo.
Las enciclopedias de la música consignan a Shostakovich como autor de quince sinfonías, que la empecinada práctica reduce a Primera y Quinta. Las iniciales —la Cuarta podría ser el epítome— emplean audaces procedimientos de vanguardia pero, si creemos a Gentilucci, la Quinta supone una regresión, pues sus procedimientos son menos irreverentes, más comunes. Lo que este autor elude es el difícil contexto histórico en que nació la obra. En su día Maxim Shostakovich la hizo en el Monumental. Esta vez, González la destapó con ímpetu casi rabioso, propio de quien cree que es a un tiempo queja y lamento, evitando no obstante cualquier aspereza. En el Scherzo oímos la voz consciente de Mahler, sus surcos de ironía, alguna derivación a lo grotesco. Meditativo y lírico el Largo, con misteriosas zonas de penumbra, siempre se puede ahondar un poco más en sus vértigos abisales. La batería de percusión resultó excelente a lo largo de la obra, así como las flautas, pero a los metales les faltó afirmación. El Finale tal y como quería el director, tuvo demasiada furia para ser celebrativo. Bendita ambigüedad de la música.
Joaquín Martín de Sagarmínaga