MADRID / ‘Orlando’ en el Teatro Real. Casi, pero no
Madrid. Teatro Real. 31-X-2023. Christophe Dumaux, Anna Prohaska, Anthony Roth Costanzo, Giulia Semenzato, Florian Boesch. Director musical: Ivor Bolton. Puesta en escena: Claus Guth. Escenografía y figurines: Christian Schmidt. Haendel: Orlando.
Siempre hay algo chirriante en la traducción visual de una obra con sus respetables trescientos años de edad, o poco menos. La literalidad de las falditas de romano y el péplum envejecen todos los Julio César haendelianos que optan por esta manera de ver tradicional y en franco desuso. Pero si vistes a los personajes de militares contemporáneos, cuerpos de élite o en funciones de guardaespaldas, lo chirriante viene de imagen y sonido, y distrae en exceso. Una solución como la de Claus Guth para Orlando tiene algo de chirriante y, al mismo tiempo, tiene una perfecta lógica. Convierte ese bosque impenetrable en el que te puedes perder, pero en el que los cuatro personajes (no los cinco) se topan unos con otros continuamente, en un área acaso urbana, pero desde luego con un edificio de dos plantas, que gira y suministra diferentes perspectivas.
La agilidad de la acción está garantizada, ya veremos que otras agilidades no lo están en igual medida. La imaginería pop no es inevitable, pero nos insisten en ello. Por esta función corren iconos de Walt Disney (el vestido de Dorinda cuando sirve en su casa-caravana, solo que en minifalda) y de Taxi driver (cuando la culminación de la locura en el protagonista, que se convierte en el justiciero paranoico armado contra el mal). El protagonista es un veterano de guerra, y eso explica muchas locuras. Es decir, Claus Guth nos presenta a un soldado que trae ya su insania de Vietnam para posarlo en otra, la bien conocida locura por Angelica. Pero dramáticamente eso funciona muy bien. Es más plausible encontrarse con el enemigo, toparse con el protector en un pedacito de urbanización como ese imponente y muy funcional bloque que en un bosque espeso. A veces el espectador tiene que forzar su credulidad, como cuando Orlando tendría que adentrarse en un área (gruta, prevé el libreto) en la que se le reinicie, se le revuelva el aprendizaje, aquí resuelto pobremente, con los giros del decorado acompañando la música del reaprendizaje.
O ese final en que parece que Orlando va a inmolarse. Tras su pérdida, se diría, cuando en el original y en todo el teatro de la época está prohibido un final desdichado (por cuestiones de vigencias filosóficas que no vamos a tratar ahora). El director no puede forzar el final que acaban de enunciar todas las voces, incluida la del héroe. En cualquier caso, ese suicidio no está claro. Nos lo deja en director con suficiente (e inteligente) ambigüedad.
El desdoblamiento del bajo, Zoroastro, puede sorprender. Es una feliz ocurrencia, pero no consigo explicarla, solo me parece adecuada, lo intuyo: el maestro, una especie de Próspero en el bosque y no es la isla, torna su dignidad en embriaguez de vagabundo, y vuelve a ser el digno Zoroastro que domina vientos y sana locuras sin tumbarte en el diván; aunque usa de algo parecido a medicamentos. Adelantemos: el austriaco Florian Boesch canta con excelencia las dos caras de este personaje según la imaginación de Guth.
Orlando, como todas las óperas del siglo XVIII, del Barroco al Clasicismo, es una secuencia inexorable de arias de capo. Si bien en Haendel todo eso suele tener más teatralidad que en cualquiera, incluido Vivaldi. Y una de las ocupaciones de un director de escena es evitar la parálisis de la acción durante estas auténticas detenciones del tiempo en unos escenarios dedicados a espectadores con un nivel de conciencia distinto y con criterios muy otros. No siempre se consigue eso con la habilidad y el concepto de Guth, que no se limita a rellenar, como es costumbre, sino que aloja las arias (a veces dúos) en una secuencia dramática llena de acción. Y esa acción, que no es simplemente acción “de cine”, se da en solo cinco personajes y sin coro.
Lástima, por lo tanto, que desde el foso se le contradiga, que desde abajo brote un decaimiento que muda la acción en una sala de espera de arias. ¿Qué son los tempi?, preguntaba con sorna un director de escena, hace años, en este mismo teatro. Era tal vez una manera de criticar al crítico, que a menudo enarbola el cliché de los tempi porque no sabe donde agarrarse. Aquí, en este Orlando, hay un serio problema: los tempi. Cansinos, de una lentitud sin contenido dramático que lo sustente, pesantes. Es decir, anti teatrales, porque si la acción dramática no tiene por qué ser movida, sí tiene que poseer su propia agilidad interna, que no hay que confundir con un permanente allegro assai; tiene que sostenerse en algún tipo de tensión (sí, algún tipo, porque hay varios, y aquí apenas si despiertan en momentos de la segunda parte). Todo ello al margen de la historicidad de los instrumentos, mezclados en un conjunto de unos treinta músicos, o eso creo. La locura, la furia de Orlando hubiese merecido otro tratamiento. La locura da para mucho en teatro, y desde luego en ópera. Pero la locura de Orlando es también furia, no olvidemos eso, que viene en el título del Ariosto. Había momentos en que era claro el esfuerzo del contratenor, Christophe Dumaux, para tirar de un foso que se mostró perezoso, y no creo que fuera por los músicos; el entusiasmo gestual de siempre en Bolton hacía figura más bien de mueca: no se correspondía el entusiasmo del director y clavecinista con la parsimonia de que hizo gala.
También es una lástima, porque las voces dan de sí. Empezando por el contratenor francés Christophe Dumaux, de experiencia consumada en el repertorio de Haendel. Diseñar un retrato convincente de la locura con las pautas teatrales de hoy en compromiso con las líneas vocales del Barroco tardío es toda una hazaña. Dumaux salió más que airoso de esta dura prueba. Anna Prohaska, magnífica mozartiana, se ve a veces forzada hacia arriba, y hay momentos en que su grito parece hermanarse con Orlando en cuanto a insania. Anthony Roth Constanzo dibuja un muy correcto Medoro, vocalmente brillante, en su aspecto endeble, que contrasta con la bravura de “femme fatale” de su enamorada, Angelica. En fin, la soprano italiana Giulia Semenzato, tiene una voz dulce, delicada, que a veces se permite salidas de tono muy concretas no solo de gesto, y siempre contra algún personaje masculino. Es el suyo (Dorinda) el único papel de plebeya frente a los héroes y princesas. Ella también se desdobla: la joven de hoy con sus jeans y su melena al aire; y la muchacha que vende refrescos en su cabaña-snack, que entonces se convierte en una Blancanieves minifaldera con gafas; si no estás advertido, puedes creer que es otro personaje. Del excelente Florian Boesch ya dimos noticia antes.
En resumen: sí, pero qué lástima.
Santiago Martín Bermúdez
(fotos: Javier del Real)