MADRID / ‘Nixon in China’ en el Teatro Real: un espectáculo de primer orden

Madrid. Teatro Real. 17.III.2023. Adams: Nixon in China. Reparto: Jacques Imbrailo, Leigh Melrose, Borja Quiza, Alfred Kim, Sarah Tynan, Audrey Luna. Sandra Ferrández, Gemma Coma-Alabert, Ekaterina Antípova. Coro y Orquesta Titulares del Teatro Real. Dirección musical: Olivia Lee-Gundermann. Director de escena: John Fulljames.
Nixon en China es una de las óperas de nuestro tiempo que han merecido reposiciones, revisiones. Que han permanecido en años inmediatos. Como otras óperas del mismo John Adams.
Empecemos por el final, ¿no les importa?
El tercer acto retrata melancolías. Mao, el de la ópera y el histórico, sabía que les quedaba poco tiempo. Chiang Ching, su esposa, no sabe que le queda poco. Dick Nixon y Pat no saben que el asunto Watergate, que dará comienzo pocos meses después, llevará a la dimisión de Dick dos veranos más tarde. Ellos cuatro son los melancólicos, los que evocan el pasado, los que muestran un lado humano, que Alice Goodman y Adams les adjudican con maestría. Ahí vemos uno de los aciertos de esta ópera, que comienza con la brillantez del entusiasmo de Nixon en el escalerilla del avión, sigue con celebraciones, pequeñas tensiones, brillantez, y hasta la reconstrucción de un ballet que Chiang Ching les hizo tragar a todos, para concluir con una escena que puede llevar a algunos a decir, “vaya, aquí esto se cae”. Y no es así, en modo alguno. Ah, “la mélancolie des soleils couchants”. Chu En-Lai no tiene pareja, pero sí clarividencia. Dentro del cuarteto en el que consiste casi todo ese acto III, él aporta una quinta voz que se hace preguntas. En efecto, como destaca Joan Matabosch: “de todo lo que hemos hecho, ¿qué es lo que estuvo bien?” Kissinger es caso aparte. Prepara, sin duda con Nixon y las redes militares y de inteligencia, las sangrientas intervenciones en el Cono Sur, precedidas del Premio Nobel de la Paz pronto concedido a él y a Le Duc Tho (éste tuvo la decencia de rechazarlo: ¿de qué paz hablan ustedes?). Pues este encuentro tenía como fondo la guerra de Vietnam, que no terminaría hasta tres años largos más tarde. Kissinger es el único de estos personajes que aún vive hoy; el auténtico bordea los cien años (los cumple el mes que viene, en mayo), y la conciencia de los muertos que lleva encima (¿los lleva?) no parece atormentarle.
Entre paréntesis: la infame música del ballet de Chiang se publicó en España (LP de Discophon) bastante más tarde de los hechos. Las gentes de al menos tres generaciones (una de ellas, la mía) recordamos aquel viaje, aquel golpe de magistral apariencia en plena Guerra Fría contra la URSS. Recuerdo cómo los países de la órbita de Estados Unidos se plegaron, incluida la España de Franco; recuerdo a López Bravo, ministro de exteriores, diciéndole al embajador de Taiwán que, lamentándolo mucho, iban a reconocer a la China popular y, por lo tanto, a cortar relaciones diplomáticas con la isla. Que no iba a quedar desprotegida, como sabemos… hasta hoy.
Lo supieran o no, los dos bandos que se enfrentaron en la guerra civil china, dentro de la invasión japonesa y después de terminar la guerra mundial, lo que intentaban era devolver a China lo que correspondía de siempre: una primacía de gran potencia. Un objetivo nacional. Una guerra en la que ya no intervinieron demasiado las potencias occidentales, hartas de guerra sus poblaciones empobrecidas. Por eso pudo vencer Mao a sus enemigos internos, tras verse libre de la trituradora japonesa. Tras las humillaciones de finales del XIX a cargo de las potencias occidentales, con fenómenos indignantes como la Guerra del Opio; después de la implacable, cruel, devastadora, criminal invasión japonesa (los japoneses, hoy, suelen ignorar esto), tanto Mao como Chiang Kai-Shek y otros grupos pronto asimilados pretendían imponer una China que recuperase el prestigio y mereciera el respeto de la China de siempre. Mao dio sus primeros pasos, algunos ruinosos, como el Gran salto adelante, como esa lucha descarnada por el poder que se llamó Revolución cultural; pero fue Deng Xiaoping quien dio el empujón: si la democracia necesita del mercado, el mercado no necesita por fuerza la democracia. Y China es hoy la gran potencia frente a Estados Unidos. Múltiples imágenes acompañan la peripecia de esta obra en la que no hay planteamiento dramático, conflicto, crisis, catástrofe. Tiene mucho de fantasía sobre una realidad bien documentada, y las imágenes, el espléndido despliegue visual, lo demuestran con proyecciones que enmarcan el decorado o descienden hasta los propios cantantes. El conflicto, imprescindible en teatro, está ahí fuera, por decirlo así, lo llevan los personajes, pero aquí no es explícito. ¿Para qué iba a serlo?
Es ópera para seis voces, una de las cuales, la de Kissinger, se desdobla en el villano, en el malo del ballet (por algo será, ¿no, John?). Hay tres voces que actúan siempre de manera simultánea, el trío de secretarias de Mao. Y, desde luego, un coro amplio (¿pueblo chino, o más bien burócratas y servidores de todo tipo, incluido el coro del ballet?). La música responde a eso que llamamos minimal. Pasan los años y sigo sin saber por qué minimal alude tanto a Glass como a Raymond Carver, pero no importa. Disculpen si cito algo que escribí hace casi un año. El minimal suele inducir una tensión sonora que a veces choca con el texto. El minimal se aprecia en el acompañamiento y en el dibujo del paisaje, crea un clima poderoso para las líneas vocales, sean individuales, sean corales, sean concertantes. Ahora bien, ¿qué es minimal sino el ostinato elevado a categoría de elemento fundamental de la estructura, de la construcción? Si hay óperas en las que con un acorde, más el acorde convertido en arpegio, el arpegio apenas alterado, se compone toda una situación o hasta un acto, con Nixon en China enfrentamos algo más problemático, porque el minimal, el ostinato (que es cada vez uno, y al decir cada vez decimos cada intervención: coro, personaje, grupo), informa o incluso determina cada sub-situación, por decirlo así.
No hará falta desarrollar demasiado que por sub-situación entendemos una división concreta de la acción-situación. Ejemplos: los discursos de Zhu y Nixon en el tercer cuadro del acto I, cada uno de los cuales contiene a su vez sub-situaciones sonoras, líricas, de línea, de fondo (un fondo que nunca es del todo fondo, sino envoltura del canto, al que condiciona claramente). Ahora bien, el minimal es hipnótico. Entonces ¿es juego limpio? Sería, pues, lo contrario del efecto de distanciamiento brechtiano, o de lo intentado por Stravinski en obras como Oedipus Rex y la Sinfonía de los Salmos. Por cierto, Sellars unió hace poco Oedipus y Salmos en un solo espectáculo, brillante y penetrante, sobre el ciclo tebano, propuesta muy distinta a la de Nixon en China (Aix-en-Provence, 2016). Aquí llegados, admitimos que hay buenas razones de buenos colegas y aficionados en contra del minimal tanto en música como en sala de conciertos. No la compartimos, claro, pero hay casos que a veces nos hacen vacilar. No en el caso Adams, con ésta y otras obras.
Esta ópera es idea de un director de escena, Peter Sellars, que convence a un compositor ya consagrado y aún joven (cuarenta años cuando, algo después, concluya la obra) para que colabore con una escritora y compongan una ópera sobre una noticia (más que un hecho) que aún recuerdan todos en ese momento. Así, el que más y el que menos acude a ver esta ópera como algo relativo a nuestro tiempo, algo reciente. Con diferencias: pongamos, más para mí que para mis hijos. No es posible detenerse en el entusiasmo que embarga a Dick Nixon al llegar a Pekín y pensar que todo el mundo “nos mira”, somos noticia sin rival posible, como lo fue la llegada a la luna hace tres años. Sorprende el solo de Pat Nixon en el segundo acto: banalidades, cursilerías, y sin embargo un lirismo conmovedor. Es una obra maestra de concepción escénica de la libretista, del compositor y, desde luego, de Sellars.
La dirección de escena que ayer vimos se apoya en aquellas proyecciones, claro está. Pero es además una concepción que se basa en el movimiento, en la interrelación de personajes; eso cuando el personaje no está solo en el canto, como Dick en la escalera del avión, como Pat en su visita a los complejos que le enseñan como muestra del progreso de la República popular. O como Chu, que es el personaje en el que los creadores de la obra han querido personificar la lucidez, aunque la escena final demuestra que, en el fondo, ninguno se engaña del todo. A quien hay que engañar o seducir es a la opinión pública, o como se llame (¿el pueblo?). Acaso sí se engaña Pat, que ha llegado incluso a identificarse con la víctima del ballet, hasta intervenir en la acción. Qué despliegue ese ballet, qué colaboración tan firme entre la música insistente del minimal, la batuta de Olivia Lee-Gundermann, la coreografía de John Ross, el baile agilísimo de esas siete bailarinas. Y, antes, qué lección de canto, incluso de bel canto por parte de Sarah Tynan en el solo de Pat Nixon. Excelente el Nixon de Leigh Melrose, barítono al que a menudo se le demandan arrebatos propios de tenor. Jacques Imbrailo, en Chu en-Lai, está irreconocible; de aquel Pelléas, del cercano Billy Budd, Imbrailo consigue envejecerse, encorvarse, y aun así cantar con la línea tranquila que contrasta con la exaltación de los demás.
Asombra la voz potente y alta del coreano Alfred Kim como Mao, línea siempre en el máximo agudo que, sin embargo, resuelve el tenor con toda naturalidad, al menos la que permite una línea siempre así de tensa. Audrey Luna, como la señora Mao (Chiang), despliega vocalidades, agilidades de soprano ligera, pero con capacidades dramáticas, un auténtico prodigio vocal que no se echa atrás como actriz. En fin, Borja Quiza interpreta ese papel tierno y sin embargo ocultamente siniestro de Kissinger (¿hay contradicción, no se pueden albergar ambas cualidades en el arcón del alma?), y lo hace con voz poderosa y, a la vez, un sentido de la farsa que pone un acento bufo en una ópera que no se toma en serio a sí misma en ningún momento.
Esto no es una reflexión; es Fulljames y su equipo los que reflexionan, los que nos devuelven el paisaje histórico, político del momento, y lo hacen con la agilidad de la relación entre masas corales y personajes, en la definición de cada gestus más que en apuntes de sicología de cada personaje (¿qué demonios haría aquí la sicología?). Espléndido empleo del trío de voces femeninas, secretarias de Mao, siempre con el bloc en ristre: Sandra Ferrández, Gemma Comna-Alabert, Ekaterina Antípova. Extraordinario, aún más que de costumbre, el Coro Intermezzo, dirigido por Andrés Máspero. Y una sorpresa agradable e inesperada: la dirección musical firme e inspirada de Olivia Lee-Gundermann, de origen coreano. La suavidad del gesto y la solidez de la dirección; así consigue Olivia que suene como drama, como teatro, la propuesta minimal de Adams. La verdad es que hemos asistido a una representación de primer orden, de alto nivel: voces, baile, puesta, batuta. Excelente.
Santiago Martín Bermúdez
(fotos: Javier del Real)