MADRID / Nebra desata la furia de Los Elementos
Madrid. Auditorio Nacional (Sala Sinfónica). 6-XI-2022. Ciclo Universo Barroco del CNDM. Nebra: Vendado es amor, no es ciego. Alicia Amo, Giulia Semenzato, Ana Vieira Leite y Aurora Peña, sopranos; Natalie Perez, mezzosoprano; Yannick Debus, barítono. Los Elementos. Director: Alberto Miguélez Rouco.
Lo primero que se escuchó fue un estruendoso timbalazo de Philipp Tarr, un prestigioso doctor del Hospital Cantonal de Basilea, especialista en enfermedades infecciosas, además de avezado percusionista que hace música por puro placer, como aquellos diletantes ilustrados del siglo XVIII. El timbalazo fue un aviso de que lo que se escucharía durante las dos horas siguientes iba a ser algo especial. El doctor Tarr (hijo del histórico Edward Tarr, pionero de la trompeta natural y muchos años profesor en la Schola Cantorum Basiliensis, fallecido hace dos años) destacaba por su aspecto maduro —tampoco demasiado maduro— entre las tres decenas de músicos que habían subido al escenario de la Sala sinfónica del Auditorio Nacional de Música. Sus compañeros de aventura frisaban la treintena y, entre ellos, destacaba por su indisimulable juventud el fundador y director del grupo, un veinteañero coruñés que ya está dando mucho que hablar por su otra faceta musical, la de contratenor: Alberto Miguélez Rouco (pisó este mismo escenario el pasado mes de abril, cantando el papel de Amor Celeste en el oratorio de Antonio Caldara Maddalena ai piedi di Cristo, con la Freiburger Barockorchester y a las órdenes de René Jacobs).
Miguélez, frente al clave y controlando hasta el más mínimo detalle de lo que ocurría en la orquesta, es el gran artífice de lo que en buena medida tiene bastante de milagro musical. Porque lo de Los Elementos es, en efecto, un pequeño milagro musical. Aunque, claro, tratándose de la Schola Cantorum Basiliensis (prácticamente todos los componentes de Los Elementos han salido de allí), el milagro es una consecuencia lógica de lo que se aprende en esa institución helvética. A Míguelez, salvando las distancias, lo podríamos considerar el Klaus Mäkelä español: rubio, con gafas y porte intelectual, se llevan solo dos años (26 el finés, 28 el gallego). Pero la similitud no es solo por la apariencia física, sino por el enorme talento que ambos atesoran. Ah, pero Mäkelä jamás podrá desarrollar otra de las facetas que cultiva Miguélez: la de tocar las castañuelas, que también para eso hay que estudiar.
Las castañuelas no son anecdóticas. El programa del concierto rezumaba españolidad por los cuatro costados. Ni más ni menos que una de las contadas zarzuelas de José de Nebra (1702-1768) que han sido rescatadas del olvido: Vendado es amor, no es ciego. Y, claro, donde hay españolidad, hay, musicalmente hablando, castañuelas. ¡Hora es de que se reivindique la figura del gran José Melchor Baltasar Gaspar Nebra Blasco! Sí, porque Nebra forma parte del exiguo parnaso musical español, en el que podríamos situar a Cristóbal de Morales, Tomás Luis de Victoria, Isaac Albéniz y Manuel de Falla. La música de Nebra (sea la que sea, pero especialmente la escénica, la que compuso para los teatros madrileños de la Cruz y del Príncipe) es de una apabullante excelencia. Lamentablemente, son los extranjeros quienes más se asombran con esa excelencia. Y quienes más la valora. Recuerdo que, en la primavera de 2013, el norteamericano Alan Curtis vino a Madrid para dirigir en el Teatro de la Zarzuela Viento es la dicha de amor, otra de esas joyas escénicas de Nebra. En su vida había oído hablar de Nebra, pero, después de los primeros ensayos con la Orquesta Barroca de Sevilla, el venerable Curtis (a la sazón, 81 años) no dudó en proclamar a los cuatro vientos que la música de Nebra era tan buena como la de Vivaldi. Quizá la comparación no fue muy acertada (la música de Vivaldi se parece a la de Nebra lo mismo que huevo se parece a una castaña), pero sí servía para describir la monumental talla de un compositor de Calatayud que hoy, por desgracia, sigue siendo un perfecto desconocido en este país llamado España.
No les voy a liar con la trama de Vendado es amor, no es ciego. De temática mitológica y pastoril, es tan enrevesada como la de cualquiera de las óperas barrocas más enrevesadas que les puedan venir a la cabeza. Iré, pues, al grano, a la propia música. Es, indudablemente, música italiana —o italianizada—, porque ese era el estilo que imperaba en toda la Europa de mediados del XVIII. Pero Nebra no renuncia a los toques autóctonos: unas danzas por aquí, unas seguidillas por allá, ese fandango que nunca puede faltar… En fin, una síntesis prodigiosa de lo que sonaba en aquella España. En la España de los pudientes (la que iban al Teatro del Buen Retiro) y en la España de los humildes (la que abarrotaba los teatros de la Cruz y del Príncipe). Vendado es amor se resume en dos horas de música trepidante. No hay un momento de decaimiento, ni de falta de interés… Ese es el gran mérito de Nebra (y de los que lo saben interpretar tan extraordinariamente bien como Miguélez y sus huestes): está todo lo que tiene que estar, no sobra ni falta nada, como en las mejores óperas de Haendel o Vivaldi.
Sin ambages: es difícil reunir un sexteto vocal tan competente como este. Un formidable póquer de sopranos (Alicia Amo, Giulia Semenzato, Ana Vieira Leite y Aurora Peña), una mezzosoprano soberbia (Natalie Perez) y un barítono (Yannick Debus) al que nos quedamos con ganas de escuchar más, porque solo cantó un aria (y no de esta obra, sino de otra de Nebra: Amor aumenta el valor), incluida por Miguélez seguramente para que la labor de Debus no se redujera solo a la de narrador de la historia. Lo hizo francamente bien en eso Debus, con un fuerte acento alemán que contribuyó a añadir gracejo a su cometido. Le acompañó en la narración Aurora Peña, todo salero. La valenciana no solo cantó con su consabido poderío actoral y vocal el papel cómico de la obra (Brújula), sino que se metió al público en el bolsillo con su inagotable sentido del humor. Todas las féminas estuvieron sobresalientes cantando y demostraron, en el caso de las tres foráneas, una dicción admirable de la lengua de Cervantes. Vamos, que se les entendió absolutamente todo, algo que no es demasiado frecuente cuando cantantes extranjeros abordan música vocal española.
La orquesta sonó con una energía arrolladora, impropia de un grupo tan bisoño, aunque no de gente que siente tanta pasión por la música y que posee un talento tan exuberante. ¡Ya quisieran muchas formaciones historicistas de ringorrango, de esas que llevan decenios en activo, sonar con la fuerza y el empaste de Los Elementos! Quiera Dios que, en su travesía, los vientos le sean favorables y que el grupo pueda consolidarse, pues, de lograrlo, será una referencia ineludible en el campo de la música barroca. Formidable el concertino, Claudio Rado; magistral al segundo clave (o, más bien, al primero) el alicantino Joan Boronat; inconmensurables los dos trompistas (Pierre-Antoine Tremblay y Carlos González Martínez); mágicos los traversos de Luis Martínez Pueyo y Pablo Gigosos Rico; poderoso e imaginativo al archilaúd y la guitarra Pablo FitzGerald… No me quiero dejar a nadie; baste decir que no hallé la más mínima fisura.
Creo que no me dejo guiar por el entusiasmo. A fin de cuentas, fue el mismo entusiasmo que exhibió el público al acabar la función. Un público que empezó un tanto escéptico (compositor poco programado, obra desconocida, orquesta de nuevo cuño, director novel…) y que acabó rendido ante la contundente evidencia.
Eduardo Torrico
(Fotos: Rafa Martín – CNDM)