MADRID / Nadine Sierra: para la historia y la leyenda
Madrid. Teatro Real. 15-XII-2022. Bellini: La sonnambula. Nadine Sierra, Roberto Tagliavini, Rocío Pérez, Monica Bacelli, Xabier Anduaga, Isaac Galán, Gerardo López. Director musical: Maurizio Benini. Directora de escena: Bárbara Lluch.
Desde el aplauso atronador, auténtica ovación, que siguió a la primera aria de Amina, unos cuantos espectadores del Real tuvimos la sensación de estar asistiendo a unas de esas noches legendarias del siglo XIX con una de las grandes del bel canto. Esta vez la cima la alcanzó la soprano norteamericana Nadine Sierra apenas cantó Come per me sereno y, luego, confirmándolo en el resto de su desempeño como protagonista de La sonnambula de Bellini. Tiene una voz de lírica, con un sobreagudo insolente unido a una coloratura infalible, todo lo cual reluce en un timbre cristalino capaz de vibraciones y filaturas con toda la gama del volumen. Es una actriz de enorme señorío, una mujer guapa y esbelta, una dominadora completa del estilo belliniano y una artista capaz de convencer a cualquiera de que Amina es virgen, sonámbula, que ama y sufre y acaba triunfando desde un tejado aldeano con un rondó y sus variaciones.
A su lado, Rocío Pérez estuvo a la altura en un papel secundario, pero con dos arias de gran compromiso. Roberto Tagliavini mostró su excelencia como bajo noble del caso y Mónica Bacelli fue un lujo en su personaje. El tenor Xabier Anduaga tiene una voz bella, grandiosa y emitida a toda máquina, pero lo suyo no es el belcantismo. Aprobado, el resto del reparto.
Condujo desde el podio Maurizio Benini con una maestría plena, tanto en la elección de las velocidades, la limpidez de los timbres, el canto constante y fluido, y el equilibrio de volúmenes que le permitió respetar a las voces y sostener el relato.
La puesta en escena de Bárbara Lluch rayó en lo incomprensible. Situó la acción en lugares tan peregrinos como un tendedero de ropa, un archivo de indumentaria doméstica, un horno de fundición y un granero que obligó a la soprano a cantar desde una techumbre. La acción fue constantemente estorbada por un grupo de bailarines exigidos de danza y mimodrama para alterar gratuitamente la historia. Por ejemplo, haciendo del conde Rodolfo una suerte de viejo verde y de Amina una trastornada en vez de una sonámbula, que se quita las tocas nupciales y deja plantado al novio en el atrio de la iglesia. Es hora de prescindir de esta especie de feminismo militante, innecesario y compulsivo. Las obras maestras del pasado son las que son y no precisan de extremismos heterodoxos.
Elogiar, una vez más a las masas y la logística del teatro madrileño es una obviedad que sí conviene cometer.
Blas Matamoro
(Foto: Javier del Real / Teatro Real)