MADRID / Magallanes en Palacio
Madrid. Palacio Real. 28-V-2019. XXXV Ciclo de Música de Cámara. Cuarteto Latinoamericano. Obras de Villa-Lobos, Marco y Chapí.
El Palacio Real de Madrid, dependiente de Patrimonio Nacional, de cuyo Consejo de Administración es presidente Alfredo Pérez de Armiñán, continúa su permanente labor de mantenimiento de los famosos Stradivarius e invita periódicamente a grupos camerísticos a que los tañan, proponiendo de paso, en muchas ocasiones, a través de los oportunos encargos, el estreno de partituras a nuestros más destacados compositores. En la sesión que comentamos los protagonistas han sido los componentes del Cuarteto Latinoamericano, nacido en México en el año 1982 e integrado por los tres hermanos Bitrán, Saúl y Arón, violines, y Álvaro, violonchelo. El cuarto elemento es el viola Javier Montiel.
El interés de la sesión, que se desarrolló en el bello y abarrotado Salón de Columnas, se centraba fundamentalmente, en el estreno del Cuarteto nº 7, Primus circundidisti me de Tomás Marco, que se añadía así a la nómina de creaciones patrocinadas por la institución después de las solicitadas los años precedentes a Cristóbal Halffter. Como siempre, Marco ha compuesto una obra que tiene su porqué, su base argumental, su explicación estructural, bien desarrollada por el músico en el programa de mano. La obra toma como referencia el quinto centenario de la partida de la expedición de Magallanes, pero haciendo abstracción de cualquier tipo de descripción.
“El material —nos dice el compositor— se establece en doce fragmentos amplios que se suceden según el ciclo armónico de quintas, lo que crea una microesfera en la que se insertan otros cinco de materiales diferentes que crean a su vez otras esferas y adoptan una forma generadora de esferas sucesivamente más pequeñas”. Se plantean aquí cuestiones que buscan la conversión del espacio en tiempo. Se quiere lograr un discurso sonoro en el tiempo cuya coherencia interna debe tener equilibrio proporción y capacidad sensorial.
Cuestiones de difícil aprehensión en una primea escucha en la que, en todo caso, se pueden advertir una serie de características definitorias y básicas para la comprensión; o, al menos, para el simple disfrute –lo que no es poco- del discurso musical. Ciertas sonoridades delicadas y evanescentes nos trajeron a la memoria la superficie del primer Cuarteto del compositor, Aura, de 1968. Hay una figura repetida desde el principio a la que van dando forma los violines y la viola y que da paso a movimientos y gestos pausados, cruzados de súbitas aceleraciones y abriéndose a fantasiosas imitaciones.
Se aprecian trémolos de distinta gradación, leves apuntes danzables, preguntas y respuestas a lo largo de una escritura que no conoce prácticamente reposo a pesar de los ocasionales silencios. La sensación de que la música no avanza y de que nos movemos en torno al mismo punto de partida, de que nos atenaza una suerte de estatismo no nos abandona; ni siquiera cuando se plantean inesperados cambios de compás. A ello contribuye un omnipresente y repetido arpegio de tres notas, que aparece aquí y allí y que se cruza también en una sección singularmente animada cuajada de contratiempos.
Nos capta de pronto un exquisito pasaje en armónicos, que nos conduce a un inesperado ensimismamiento y a unos momentos envueltos en una pátina mágica, alejada de cualquier tipo de referencia tonal. Asistimos a una serie de escalas descendentes vertiginosas realizadas sucesivamente por cada uno de los cuatro arcos. Tras un mosconeo del chelo se pone punto final. Sin llegar a reparar en la forma hemos estado pendientes de la variedad de metros, de la alternancia de efectos tímbricos, siempre a la espera de nuevas sorpresas.
Los componentes del Cuarteto se metieron bien a fondo en el meollo de la composición, de ejecución nada fácil e hicieron sonar a conciencia los maravillosos instrumentos de Palacio, a los que dieron antes y después lustre en el Cuarteto nº 6 de Villa-Lobos y en el Cuarteto nº 1 de Chapí, dos obras provistas, aunque de muy distinta manera, de garbo y buena construcción. En los primeros compases de la obra del compositor brasileño advertimos aparente mala afinación y cierta falta de ajuste, defectos poco a poco subsanados, aunque no nos pareció que la interpretación del animado y cambiante movimiento fuera singularmente virtuosa. El sonido oscuro y acolchado del chelo de Álvaro Bitrán sostuvo bien el Allegretto, poblado de ecos populares. Una cierta falta de brillo del primer violín quitó lustre al cantabile Andante, tocado de manera muy emotiva. Expansiones líricas bien controladas, algunos ataques imprecisos, el canto agudo de la viola definieron la ligereza instrumental y la relativa complejidad rítmica del Allegro vivace.
Los ecos hispanos, con inclusión, entre otras cosas, de un zorcico, del Cuarteto de Chapí, fueron atacados con decisión y buen pulso por los cuatro instrumentistas, que hicieron una estupenda entrada en el Allegro moderato inicial, al que enseguida dieron el adecuado balanceo de la habanera. Mucho garbo en la exposición del cadencioso Andante mosso, tocado casi con ingenuidad. El retrechero Allegro molto vivace, con su ritmo repetitivo, tuvo un desarrollo milimétrico y un cierre tan contundente como cabía esperar. Y la introducción ensordinada del Moderato-Allegro moderato dio paso con naturalidad al ritmo de zortzico, al amplio guitarreo, todo envuelto en una complejidad rítmica inmersa a su vez en una estructura cíclica a lo Cesar Franck. Los acordes poderosos dieron relieve a la imponente sonoridad de los Stradivarius. Un arreglo de Estrellita de Ponce fue el esperado bis.