MADRID / ‘Los gavilanes’, fábula de amor, generosidad y renuncia
Madrid. Teatro de la Zarzuela. 14-X-2021. Guerrero, Los gavilanes. Javier Franco, Sandra Fernández, Alejandro del Cerro, Leonor Bonilla, Lander Iglesias. Esteve Ferrer. Ana Goya. Trinidad Iglesias. Enrique Baquerizo. Mar Esteve. Raquel del Pino. Coro del Teatro de la Zarzuela. Orquesta de la Comunidad de Madrid. Dirección musical: Jordi Bernàcer. Director de escena: Mario Gas.
Se han cumplido 70 años del fallecimiento del compositor Jacinto Guerrero, acaecido en Madrid el 15 de septiembre de 1951. El Teatro de la Zarzuela ha querido honrarle, en el principio de esta temporada lírica, con Los gavilanes, zarzuela en tres actos divididos en cinco cuadros y en prosa, obra que el maestro toledano estrenó y dirigió en este mismo recinto, hará pronto 98 años, el 7 de diciembre de 1923, año en que la rivalidad entre Luna y Vives volvió a acrecentarse. En ese periodo la relación entre ambos iba a enfriarse hasta alcanzar gélidos grados: si Benamor, la opereta que Luna presentó el 12 de mayo en la Zarzuela, tuvo bastante éxito, aquello fue una minucia comparado con la zarzuela que Vives presentaría el 17 de octubre en el Apolo y cuyo nombre ya lo dice todo: Doña Francisquita. Pero, como hemos indicado, Los gavilanes, una de las piezas más celebradas del maestro Guerrero, con libro de su habitual colaborador José Ramos Martín, cerraría el memorable Madrid lírico de 1923. La última vez que se vio representada en esta sala fue hace dos décadas.
Si el argumento no es ninguna maravilla, resulta portentoso cómo la partitura de Guerrero logra enaltecer este melodrama rural que le proporcionó uno de los mayores éxitos en su carrera lírica y que aún cosecha abundantes aplausos, manteniéndose en el repertorio. Juan el indiano, un cincuentón enriquecido en Perú, regresa a su aldea provenzal y pretende el amor de Rosaura, secretamente enamorada de Gustavo, un muchacho de su edad. Juan hace uso de su poder para conseguirla, pero al final, viejo y cansado, renuncia a ella en un gesto de nobleza que le vale el aprecio de todo el pueblo.
La obra supuso la primera incursión del autor en el género de la zarzuela grande y en ella hay una característica esencial al responder a lo que promete porque se trata de una típica zarzuela de acuerdo con las normas del género: en la línea argumental, los personajes, el desarrollo de la acción y la música. Contiene la partitura una fluidez melódica, así como utilización de temas populares y un coro que subraya el dramatismo de las escenas y convierte al pueblo, al estilo de las tragedias griegas, en el auténtico testigo y contrapunto de la historia. La obra está llena de aciertos y, por ello, alcanza una gran aceptación popular al comunicarse tan eficazmente con el público. O, dicho de otra manera, por su eco directo.
Brinda esta nueva producción, con la versión de la partitura realizada por Miguel Ortega del 2010, una holgura de medios, con un elenco vocal y teatral suficiente. Se ha visto afectada por una huelga intermitente del personal técnico de teatros nacionales, que ha impedido la realización de todas las funciones previstas. La dirección escénica del experimentado Mario Gas refleja nítidamente su propuesta: “Contar bien la historia, sin traicionar las esencias y modificando aquellas cosas que con el paso del tiempo hayan quedado obsoletas”. Traslada la escena del libreto original, hacia 1845, a los años 20 del pasado siglo. Se adapta a ello la escenografía, vestuario e iluminación de tres conocidos maestros italianos: Ezio Frigerio, Franca Squarciapino y Vinicio Cheli, y se logra un espectáculo sencillo, verosímil y eficiente.
Fueron protagonistas de la presente función el cuarteto vocal del segundo reparto. Javier Franco asume el protagonismo de Juan, el indiano. Su tesitura baritonal, más lírica, mostró, desde su bella romanza inicial y en la dificultosa del segundo acto, ¡No importa que al amor mío…!, su gran musicalidad, buen fraseo y control. No obstante, el personaje, en verdad, requiere un barítono de mayor robustez, en el que alegría, nostalgia y dramatismo estén más contrastados. Sandra Fernández, como mezzosoprano, da vida a la sufriente Adriana, antiguo amor de Juan. Resolvió bien su dúo del primer acto en el encuentro con el indiano y encontró mayor matiz, a pesar de algún que otro retraso de emisión, en el dramático dúo de tiples de la última jornada con su hija Rosaura, Yo lo adoraba, número con una hermosa melodía, donde el plañidero sonido del oboe subraya el trágico carácter de la escena.
La soprano Leonor Bonilla presta su voz a la joven Rosaura, hija de Adriana. Abordó su discreto papel con aire fresco, elegante y bien timbrada en sus intervenciones del primer acto, la romanza Dulce tormento, acompañada por la cuerda y doblada por el coro, que expone la misma melodía a dos voces, y su intervención en el dúo antes mencionado. Alejandro del Cerro, tenor ligero, es el ‘mozo enamorado’ de Rosaura, Gustavo. Le correspondió cantar la bella página del segundo acto, la encendida romanza de amor de triste melodía a modo de madrigal, Flor roja (nº 10). El tenor santanderino exhibió sensibilidad y buen gusto, y más que alardes procuró lucir la media voz y la forma de expresar. Buen trabajo actoral de la pareja cómica, Lander Iglesias (Clariván, alcalde del pueblo) y Esteve Ferrer (Triquet, sargento de gendarmes), y en la misma línea Trinidad Iglesias (Renata), Enrique Baquerizo (Camilo) y Ana Goya (Leontina).
Coro y orquesta, con su escaso número (16 y 24 profesores, respectivamente), intentaron compensar la limitada sonoridad. Solvente la dirección de Jordi Bernàcer, cuidadoso y correcto en el acompañamiento al elenco vocal no pudo evitar algún que otro desacuerdo en el ámbito instrumental. Esta producción se alterna con otro reparto cuyo cuarteto solista está compuesto por Juan Jesús Rodríguez, María José Montiel, Ismael Jordi y Marina Monzó.
El buen recibimiento a estos Gavilanes, con grandes aplausos y el aforo completo del Teatro, es síntoma de que la partitura de Guerrero es querida por el público.
Manuel García Franco