MADRID / ‘Lo fingido verdadero’: los sonidos del verso y el espejo del teatro
Alguien me llama la atención sobre el intento de traer narrativa, teatro y poesía a estas páginas que son de música. No es un reproche, pero en un momento se las arregla para preguntarme cómo lo hago. Esto es, cómo lo justifico.
Es cierto que no todas las prosas son musicales. No toda página es como las de Valle-Inclán, que es el equivalente musical de la prosa y la dramática española. Pero no hay que justificar la musicalidad de la dramática del Siglo de Oro. Lope, por ejemplo, es la música misma. Me pregunto si hay algo más musical y más bello que (un ejemplo entre mil o diez mil) el monólogo “En fin, señora, me veo / sin vos, sin Dios y sin mí”, de El castigo sin venganza. Lástima que algunos cómicos, tal vez marcados por una dirección ‘amusical’, le despojen de su valor lírico-dramático. Pero hace unos días se estrenó una bella versión de Lo fingido verdadero en la Compañía Nacional de Teatro Clásico, CNTC. La comedia (¿de 1608?) es por completo ajena a las tramas que se acostumbran en este escenario, y tiene tanto el atractivo de la música como el de eso que los franceses llaman mise en abîme. Mise en abîme significa que hay al menos un relato dentro del relato, o acaso que hay un juego de espejos. Hoy hablaríamos de ‘metarrelato’, que es un término que significa varias cosas, sin que necesariamente nos lleve a confusión, porque dependa del contexto y de la disciplina misma en que se emplee. Pues bien, en Lo fingido verdadero hay metarrelato, pero el nivel de conciencia posible de Lope y sus contemporáneos no podían imaginar tamaño concepto. Y si la música del verso no fuera suficiente, en esta función se despliega un discurso musical que nunca pretende sobreponerse ni a Lope ni al elence. Es obra del compositor Xavier Albertí, un músico muy vinculado al teatro.
Lo fingido verdadero parte de las luchas en la Roma de finales del llamado periodo de anarquía militar (desde el asesinato del último de los Severos hasta la Tetrarquía de Diocleciano, medio siglo, 235 a 284) en que el Imperio romano conoció tanto la partición en tres como el ascenso de unos treinta emperadores y algunos usurpadores. La comedia pone en escena la toma del poder por Diocleciano, que termina de momento con la gran crisis que a punto estuvo de hacer que el Imperio cayera mucho antes de su hundimiento oficial en 476. Ahora bien, Diocleciano no se limitó a recomponer el imperio y a tratar de reactivar la muy herida economía del orbe romano. Fue él quien desencadenó una persecución insólita de los cristianos, que había alcanzado demasiado visibilidad e influencia. Es sabido que poco después, con Constantino y el Edicto de Milán, el cristianismo se convirtió en religión tolerada para, poco a poco, convertirse en oficial y excluyente. La propia persecución fue inútil y adversa.
En la comedia, Diocleciano y su corte ven a unos cómicos en tramas más o menos ligeras, hasta que uno de los actores se identifica tanto con el personaje que se convierte, en el sentido literal, a la religión verdadera de la que la función quería hacer burla. Este personaje no es otro que Ginés, que fue actor, que va a ser mártir y será santo, y como tal protector de los cómicos. Y el poeta (todavía no se le llamaba autor; el autor era el empresario) es el llamado a reivindicar la enorme capacidad de la escena “para llevarnos a ver las cosas desde otras perspectivas de la realidad, desde otras formas de conocer la verdad” (tal como escribe Lluís Homar, director del espectáculo y de la propia CNTC). Esto nos recuerdo el mentir-vrai de Louis Aragon, entre otras muchas sugerencias lo superior de la narración, la que encierra la ficción, lo dramático, la poesía. Impostores aparte, claro está. Nos hace pensar en obras como las que invoca la compañía (Hamlet, El Impromptu de Versalles), y también en piezas como L’Illusion comique, de Corneille, que hizo dos versiones, y a la que Tony Kushner sometió a revisión con el título de The Illusion, cuya versión española se pudo ver hace unos años en el Teatro de la Abadía de Madrid. Por no hablar de El gran teatro del mundo, que funde teatro y trayectorias vitales e históricas, que ya es otra cosa. Sigue siendo sorprendente, un siglo después, que Hugo von Hofmannsthal la adaptara (Das Salzburger große Welttheater) para los comienzos del Festival de Salzburgo. Bueno, al fin y al cabo, Hofmannsthal también recreó La vida es sueño con su obra La torre.
Muy bella puesta en escena la de este Lope, de esas veces en las que el director te convence de que le interesa y le gusta el texto, algo menos habitual de lo que se pueda creer. El verso, gran escollo, surge casi siempre con esa naturalidad que precisa la musicalidad de los textos de aquel siglo atormentado en tantas cosas y bendito en ingenios. La compañía se luce en su deambular por aquellas sufridas tablas que soportan carreras, idilios, luchas y la música, brillante o contenida, que se expande desde el comienzo mismo. Habría que mencionarlos a todos, porque forman un conjunto polifónico del que a veces surge tal o cual voz solista, o tal duo o conjunto más limitado. Hay que destacar especialmente, y no es por mor de divismo, a Israel Elejalde, que es Ginés, que es el mártir, el converso, el crucificado, el patrón de los teatreros. Su verso es fluido, es contenido, es lírico, apoyado en una voz muy bella y una contención que sabe (como enseña esta misma obra) que hay que huir de la mueca y la exclamación. Para lo cual, la dirección de actores es esencial. Lluís Homar, como sabemos, es más que veterano; se formó en el Lliure de Puigserver y Pasqual, y de eso hace más de tres décadas. Y sin parar.
A uno le sabe mal no poder relacionar a todos, porque esta obra tiene protagonista, pero es tardío en la acción, y otros reclamarían su recuerdo con toda justicia. Como Arturo Querejeta (excelente Diocleciano), o María Besant (fascinante Camila), o Aisa Pérez (versátil Marcela, personaje clave para marcar la frontera teatro-vida).
Pero esta crónica ya es demasiado amplia (“no se puede escribir para lo digital como si fuera papel”, me advierte alguien, tal vez con sabiduría). Permítanme concluir con unas palabras de Felipe B. Pedraza Jiménez en el programa de mano:
“Este argumento ofrecía la posibilidad de santificar, de canonizar la profesión teatral, que siempre estuvo en el punto de mira de ciertos moralistas. Lo fingido verdadero es la historia de una conversión: de pecador a santo. Lope, como san Agustín, sabía que los santos se hacen de los pecadores. Le convenía creerlo. También entre las gentes disolutas de la farándula podía surgir el hombre nuevo que alcanzara la gracia divina.”
El espectáculo puede verse hasta el 27 de marzo en el Teatro de la Comedia, sede de la CNTC. Les acompaño enlace del programa de mano.
Santiago Martín Bermúdez
(Fotos: Sergio Parra)