MADRID / Lisiecki, haciendo cantar

Madrid. Auditorio Nacional. Sala Sinfónica. 9. I. 2020. XXV Ciclo de Grandes Intérpretes. Jan Lisiecki, piano. Obras de Bach, Chopin, Beethoven, Mendelssohn y Rubinstein.
Inauguró el joven Lisiecki la vigésimo quinta edición del Ciclo de Grandes Intérpretes justo en el año en el que él mismo cumple veinticinco años. El ciclo comprende diez conciertos pianísticos más un recital extraordinario (el próximo 7 de febrero) del tenor Javier Camarena. En la nómina de pianistas destacan especialmente nombres ilustres que repiten, como Sokolov, Volodos, Zacharias o Aimard, al igual que la novedad (única presencia española en esta ocasión) del dúo Del Valle. Repiten también la eléctrica Yuja Wang, el últimamente controvertido Sir András Schiff y, cerrando el ciclo, la compatriota de Lisiecki, Angela Hewitt. Toda una incógnita es el retorno de Ivo Pogorelich, pianista capaz de lo mejor y de lo peor. Confiemos en que esta vez toque lo primero.
Ayer, Lisiecki, que volvía al ciclo tras haber dejado muy buena impresión en el de 2018, afrontó un ambiente de escasa calidez, con la sala lamentablemente menos que mediada. El programa, centrado en formas breves, incluía bastantes de sus compositores favoritos. Abrió el programa un Capriccio BWV 992 de Bach decididamente pianístico, sin evitar contrastes dinámicos quizá extremos, pero con un hermoso adagiosissimo central, de acertada línea melancólica y bien concebida realización de los pasajes en los que Bach marca apenas el bajo cifrado. Estuvo rítmicamente incisivo y bien dibujado el tejido contrapuntístico en la fuga postrera.
He sostenido con anterioridad y cuanto más le escucho, sea en disco, sea en vivo, más me ratifico, que las dos grandes cualidades de este joven canadiense son su capacidad para hacer cantar al instrumento y su atención al color sonoro, servido por una ancha dinámica muy bien manejada. Como él mismo reconoce, y aunque sus medios técnicos son muy sólidos, otros colegas de generación probablemente le superan en la perfección mecánica, pero su capacidad de cantar y de servir dicho canto con un sonido cuidado y bien matizado son elementos especialmente prominentes en unos planteamientos en los que tiene indudable personalidad, y que le permiten construir interpretaciones sensibles, elegantes y muy expresivas.
Ingredientes todos ellos que van como anillo al dedo, por ejemplo, a la música de Mendelssohn, que ayer, junto a la de Chopin, marcó el nivel más alto de la velada. Deliciosas las Canciones sin palabras Op. 67 del primero, desde la línea de canto de la primera, adecuadamente elegante y refinada, hasta la fulgurante agilidad de la cuarta, ese spinnerlied delicioso, dibujado en un trazo vitalista y ligero.
Sobresalientes también los dos Nocturnos Op. 27 de Chopin, muy especialmente el segundo, pese al criminal intento del móvil asesino, contumaz en el despropósito de atacar el momento más sutil de la página (y de paso, apuñalar con alevosía la concentración de público e intérprete). Con todo, tuvo ese segundo nocturno el punto justo de matiz, la adecuada ligereza y fluidez en las florituras tan decididamente belcantistas, y, en fin, la cualidad evocadora con extremo acierto del clima profundamente nostálgico que subyace en la música.
Muy vivo, enérgico y con determinación, el Rondó Op. 129 de Beethoven, notable aunque por momentos quizá un punto precipitado, quizá por ello tal vez no lo mejor de la tarde. Delicioso, de nuevo luciendo un canto magnífico y una levedad (el pasaje que más recuerda a El sueño de una noche de verano) de pulsación exquisita, el Rondó capriccioso de Mendelssohn.
La noche mendelssohniana se redondearía con una estupenda recreación de las Variaciones serias, de nuevo servidas con una paleta sonora y una capacidad cantable de primera categoría. Exquisitos los dos Nocturnos Op. 62, regalándonos en el primero de ellos unos trinos de inverosímil levedad en pp dentro de, otra vez, una línea de canto de impecable expresividad y pasmosa fluidez y naturalidad.
Elegante y luminoso el Vals caprice de Anton Rubinstein, pese a los roces en alguno de los arriesgados saltos que contiene la página, y muy bien construida la Cuarta Balada de Chopin, sin excesos pero dibujando con acierto el cambiante clima que, prácticamente con el mismo tema, plantea el compositor polaco, viajando desde la melancolía a la agitación dramática.
El escaso público respondió con entusiasmo la labor del joven canadiense, que concedió una sola propina, el Aria (sin repeticiones) de las Variaciones Goldberg de Bach, que se movió en la línea muy personal apuntada en el Capriccio que abrió el concierto.
Lisiecki, como ha evidenciado en ocasiones anteriores y en sus grabaciones, y como mostró en la entrevista que le realicé la víspera de este recital y que verá la luz próximamente en Scherzo, es un joven decidido y con personalidad, de los que asume riesgos con la misma naturalidad con la que luce esas dos, para mí, tan destacadas como encomiables cualidades antes mencionadas: el canto y el sonido. Confiamos en verle de vuelta en el ciclo y esperemos que quienes se perdieron ayer este excelente recital puedan disfrutar del talento de este joven en próximas oportunidades.
[Foto: Peter Rigaud]