MADRID / Las frágiles alas de la sílfide frente al maleficio
Madrid. Teatro de La Zarzuela. 7-XII-2023. La sílfide. Coreografía: August Bournonville (1836). Música: Herman S. Løvenskiold. Puesta en escena: Petrusjka Broholm; escenografía: E. Sanz; vestuario: T. Bakunova; luces: N. Fischtel. Orquesta ORCAM. Dirección musical: Daniel Capps. Compañía Nacional de Danza. Director artístico: Joaquín de Luz. [Funciones hasta el 17 de diciembre]
Fue el profesor Giampiero Tintori (director por entonces del Museo del Teatro alla Scala de Milán) quien encontró hace ahora casi cinco décadas, fragmentada, traspapelada y hasta húmeda, la partitura de Rossini de 1822 sobre La sílfide. La estudió, refrescándola y haciendo una copia en facsímil para estudiosos. Un hallazgo importante (publicado en su día en la propia revista del teatro), sobre el que Tintori era prudente en cuanto a la primacía argumental de la pieza. El año 1822 fue también el del lanzamiento editorial de Trilby ou le Lutin d’Argail, de Charles Nodier, base literaria de todos los libretos posteriores de La sílfide. El primer libretista, Adolphe Nourrit (un díscolo tenor suicida con ínfulas literarias) cambió el sexo del duendecillo, un voluble “espíritu de lo tenue” y lo convirtió en una chica aérea e incorpórea extraída del acervo legendario de las Tierras Altas. Esta hada transmutada de lo hogareño a lo agreste, traviesa y enamoradiza, aporta el dibujo primigenio de la sílfide y su chispeante imagen, atravesando el tiempo hasta su encarnación moderna en el siglo XX: la Campanilla de Walt Disney. Nodier usará, además, leyendas y mitos ancestrales para enmarcar su decurso feérico, como el de las hamadríades (Trilby acaba cruelmente condenada a vivir 1000 años dentro de un abedul), que años después daría otro ballet con música de Adam y sus partes cantadas: Las hamadríadas. Tintori creyó siempre que los temas rossinianos están en las bases melódicas de Schneitzhoeffer primero y que después perfuman lejanamente la partitura de Løvenskiold de 1836 y la de Yuri Gerber de 1870 en Moscú para el ballet Trilby o El sombrero de terciopelo, con libreto y coreografía de Marius Petipa. La raíz es una, eso está probado, siempre enriquecida y manipulada a placer: la metáfora de la fragilidad de las alas nocturnales (los sentimientos) siempre está ahí, como una espina.
El Teatro de La Zarzuela colgó el cartel de ‘No hay entradas’ ya antes del estreno de la Compañía Nacional de Danza [CND]. Prueba fehaciente de los gustos del gran público: el ballet clásico gusta, y mucho. Joaquín de Luz además propone unos elencos que dan a conocer a la nueva generación de artistas que él mismo ha fichado para la CND. Reflexionemos sobre esto a tenor de los cambios que se barruntan en la política cultural.
La reposición de los títulos clásicos compromete a todos y el trabajo de equipo se impone. No tenemos en España una sólida tradición cultivada en estas lides del ballet. No se entienda mal: hay tradición, pero llevada adelante a salto de mata. Ya en el siglo XIX, exactamente en 1842, en el Teatro del Circo y en el Teatro del Príncipe (hoy Teatro Español) al mismo tiempo se alternaban y competían en la cartelera dos versiones de La sílfide con furor gacetillero y balletómano.
La sílfide [Le Sylphide] no es un plato menor dentro del repertorio. Se trata del ballet más antiguo que se conserva íntegro y a través de él podemos intuir cómo funcionaban las cosas entonces. La música es la cimbra central de esas construcciones espectaculares.
Sílfide sobreviviente con justificado pedigrí sólo hay la de August Bournonville de 1836, que es la que ha seleccionado acertadamente Joaquín de Luz. El original de Filippo Taglioni de 1832 en la Ópera de París Le Pelletier se perdió, y fue el que vio Bournonville antes de volver al Teatro Real de Copenhague. El danés compró un programa de mano que contenía el libreto completo y en sus memorias reflejó después que ya quería hacer su versión, que ha resultado el ballet completo más antiguo que se conserva. Que La sílfide y Giselle se parecen como casi dos gotas de agua, es otro hecho incontrovertible, pues comparten una amplia secuencia genética, desde el canon literario hasta las estructuras dramática y musical; y en ambos ballets, con algunos años de diferencia, sus compositores tiraron de sus respectivos fondos de armario, lo que era entonces una práctica habitual. Løvenskiold de Hértel y Adam de su propio Faust (1833).
La CND hace con La sílfide una apuesta firme por una línea de trabajo a la que se debe conceder tiempo. Cada tantos años, la CND vuelve a empezar de cero, una tendencia que debería descartarse para en su lugar sentar las bases de continuidad y progresión a medio y largo plazo, con un plan efectivo y realizable para asentar repertorio. El aula de perfeccionamiento y el teatro (no propio -eso es quimérico-, sino con garantías de espacio regularmente repartido a lo largo de la temporada), la flexibilidad en la contratación y las mejoras pecuniarias están sobre la mesa y son el punto de partida. Es obvio que La sílfide tiene que mejorarse en algunos de sus aspectos formales, pero es muy evidente que no se puede exigir al arte hacer de la necesidad virtud; eso es demagogia.
El trabajo con los bailarines de la plantilla va a un ritmo apreciable desde la butaca. De eso se trata también. De Luz ha decidido dar la oportunidad de lucimiento a elementos jóvenes, algunos recién llegados al conjunto; esto también es un proceso donde la prisa es la peor consejera. Salvo excepciones muy contadas, en el ballet no hay manera de saltarse escalones; subirlos de dos en dos es un riesgo que no compensa. Lo pide el mismo oficio per se. La sílfide ha sido montada con detallismo y gusto por la experta danesa Petrusjka Broholm, que maneja tanto el estilo como la lectura de forma sapiente y delicada. El maleficio de perder las alas y morir (algo que viene ya de lo recogido por Walter Scott) es un momento vibrante, esencial, de resumen de la acción, que ha sido muy bien recuperado y donde los bailarines ponen a prueba sus dotes actorales.
El director musical británico Daniel Capps, muy hecho en el ballet, ha tratado de llevar la orquesta por la senda del recreo melódico y cierto tono gentil, algo que pide el libro y que tiene sus propias claves y leyes interpretativas.
Roger Salas
[Imagen superior: Yaman Kelemet y Thomas Giugovaz en el segundo acto de La sílfide. Teatro de La Zarzuela (CND). Foto: María Alpieri ]