MADRID / La valquiria en el Real: más dudas que admiración

Wagner, Richard: La valquiria. Stuart Skelton (Siegmund), René Pape (Hunding), Tomasz Konieczny (Wotan), Adrianne Pieczonka (Sieglinde), Ricarda Merbeth (Brünnhilde), Daniela Sindram (Fricka). Dirección de escena: Robert Carsen. Escenógrafo y figurinista: Patrick Kinmonth. Responsable de la reposición. Oliver Kloeter. Orquesta titular del Teatro Real. Dirección musical: Pablo Heras-Casado. Teatro Real, 12 de febrero de 2020.
La pasada temporada comenzó con El oro del Rin el segundo Anillo del Nibelungo del Teatro Real en 23 temporadas. Se me antoja una presencia exigua de esta monumental tetralogía, piedra de toque de cualquier teatro de renombre. Y ha vuelto en una producción que, como ya sucedió con la anterior de Willy Decker (¡hace 17 años!), genera más dudas que admiración. En la propuesta de Robert Carsen y Patrick Kinmonth, que plasma un mundo decadente, en perpetuo conflicto, violento, inhóspito, con una naturaleza arrasada, sin rastro del elemento mitológico, La Valquiria comienza donde terminó el Oro, con una tormenta de nieve. La caja escénica, con las escaleras de metal al fondo, es la misma que en el Oro. Las presuntas buenas ideas de fondo no terminan de alcanzar resultados convincentes cuando se trata de dar forma concreta a escenas cruciales. Así, Hunding convertido en traficante de armas (¡Nothung entre Kalashnikovs!), rodeado de esbirros; el risible descubrimiento de Nothung; la desangelada escena del anuncio de la muerte, que niega la grandeza de música y texto; la chapucera muerte de Siegmund, antítesis de lo heroico (otro elemento ausente en esta producción), o la inexistente roca de la Valquiria, revelan pereza estética y falta de ideas. Es llamativo que la escena mejor resuelta es una relativamente convencional, el dúo Wotan-Fricka del segundo acto, resultando todo el primer acto insulso. Como ya sucedía en El oro del Rin, Wotan hace mutis en momentos insólitos, aquí al comienzo del dúo Wotan-Brünnhilde del tercer acto, convertido en una inopinada plegaria.
También en el terreno vocal el mencionado dúo Wotan-Fricka fue de lejos lo mejor de la velada. Tomasz Konieczny, de voz ruda, dura, plebeya, emisión estrangulada y timbre no demasiado grato, prestó autoridad a Wotan. No es cantante fino, le cuesta cantar a media voz, apianar, pero es una voz caudalosa e imponente y muestra innegable empatía con el personaje. Para este firmante fue una sorpresa la desconocida Daniela Sindram, Fricka impecable vocal y escénicamente, alejada del estereotipo de mujer histérica y antipática, que viene a aguar la fiesta. Sindram transmite nobleza y dignidad, y defiende su causa con medios encomiables, graves sonoros y agudos rutilantes. En preocupante declive, Ricarda Merbeth, quien tan buen recuerdo dejó de su Senta con la OCNE hace cuatro años, fue una Brünnhilde irrelevante, carente de frescura y lozanía. Con el agudo erosionado (su comprometida entrada en el segundo acto fue problemática), con una voz sin expansión, sin pegada, tan sólo brindó aislados destellos de clase en el dúo final con Wotan (agudo largo opcional en “Der diese Liebe…”, última estrofa). También muy mermada, Adrianne Pieczonka amoldó su muy contenida Sieglinde a sus actuales facultades. Voz oscura, mate, sin brillo, escasamente dramática, sin altura poética, Pieczonka está ya lejos de sus fogosas, memorables Sieglindes de antaño. Stuart Skelton tuvo que defender prácticamente en solitario el honor de los wälsungos, peleando no sólo con la jauría de Hunding, sino también con la escena y un foso inane. Más lírico que heroico, de timbre grato, buena línea de canto, agudo fácil (salvo el “Wälsungenblut!” de cierre del primer acto, casi un gallo que consiguió controlar a tiempo), Skelton fue un Siegmund arrojado, plausible, que dejó un par de “Wälse!” de mérito. En conjunto, la gloriosa decadencia de René Pape fue la mejor lección de canto wagneriano de esta Valquiria. Sin alharacas ni excesos melodramáticos, con una voz bella y noble, su forma de decir, de modular, de acentuar, de estar en escena, son modelos a imitar.

Regresaba al foso del Teatro Real Pablo Heras-Casado, su principal director invitado. Heras-Casado propicia un sonido aristado, agresivo, influencia del movimiento historicista. Sin la adecuada preparación o motivación, alterna tempi frenéticos, nerviosos, con otros de una languidez infinita en los que desaparece la tensión. El primer acto, después de un Preludio olvidable (¿dónde estaban los violines, ausentes?), resultó de una blandura insufrible. No hubo misterio en las interjecciones de la orquesta, calor, hondura y sensualidad en la frase de los chelos cuando Siegmund bebe la hidromiel. La narración de Siegmund, ayuna de épica, monótona, sin subrayados ni acentos (Heras-Casado parece subestimar la importancia del Leitmotiv, y parece esforzarse por ocultarlos), careció de interés. Hubo más fallos de los deseables, como esas notas ausentes en el motivo de Hunding enunciado por los trombones (broncos, que no amenazantes). Mejoró mucho el segundo acto, en el que Heras-Casado acompañó con brío y dramatismo, mostrando lo mejor de sí en el crucial monólogo de Wotan, secundado por un estupendo Konieczny. En el tercer acto pareció encontrar Heras-Casado el tono idóneo, el balance entre épica y lirismo, grandiosidad y recogimiento (espléndido el acompañamiento del dúo final Wotan-Brünnhilde, donde al fin mostró sentido del color instrumental) pero abusó de decibelios en la popular Cabalgata y en ningún momento controló a los inclementes trombones que, con dificultades para hacer sus entradas al unísono, pugnaban por anegar el foso con su solo sonido. Sin duda el trabajo hasta aquí ha sido ímprobo, pero Valquiria es mucha Valquiria, y es la primera de Heras-Casado, quien debe ahondar más en los secretos de El anillo del nibelungo.
[Fotos: Javier del Real]