MADRID / La punta del iceberg del XVIII español
Madrid. Basílica Pontificia de San Miguel. 2-III-2023. Festival Internacional de Arte Sacro de la Comunidad de Madrid (FIAS). Lucía Caihuela, mezzosoprano. La Guirlande. Director y flauta travesera: Luis Martínez Pueyo. Obras de Arce, Oliver Astorga, Martín Ramos, Iribarren, Sessé y Balaguer, y Hernández y Llana.
Cuando uno asiste a conciertos como el de anoche en la Basílica Pontificia de San Madrid se da cuenta de lo poco explorado que está el siglo XVIII español. Da igual que se trate de la primera mitad (lo que podría considerarse territorio del Barroco) o de la segunda (lo que podría tenerse por demarcación del Clasicismo): por mucho que se hayan recuperado en las dos últimas décadas compositores y obras, gracias sobre todo al entusiasmo de grupos jóvenes nacionales, la sensación que se percibe es que estamos solo ante la punta de iceberg.
Un simple ejemplo, ¿habían oído ustedes hablar de un tal Juan Oliver Astorga, nacido en Yecla en 1733 y fallecido en Madrid en 1830? Un perfecto desconocido, ¿verdad? Pues bien, a grandes rasgos, podemos decir de él que fue violinista, flautista y compositor; que triunfó en ciudades musicalmente tan importantes como Nápoles, Stuttgart, Fráncfort, Londres y, por supuesto, Madrid; que fue estrecho colaborador en la capital inglesa de Johann Christian Bach y Karl Friedrich Abel; que fue amigo de Francisco de Goya y de Charles Burney (el de los famosos viajes musicales por aquella Europa); que formó parte de la Real Cámara de Carlos III y que luego tuvo una relación muy próxima a Carlos IV, además de ser protegido por Godoy; que fue primer violín de la orquesta de cámara de José Bonaparte; que fue purgado por Fernando VII por considerarlo ‘afrancesado’ (aunque intercedió por él José Lidón y, finalmente, el castigo no fue demasiado severo) y que, finalmente, como tantos otro prohombres nacidos en este país paradigma del cainismo murió en la más absoluta indigencia.
Pues si no han oído nunca hablar de Oliver Astorga, no les quiero decir nada del navarro Juan José de Arce, del zamorano Juan Martín Ramos o del turolense Juan Sessé y Balaguer. Algo más de suerte han corrido en los últimos tiempos el navarro Juan Francés de Iribarren (su hermano, Miguel Antonio de Iribarren, precedió precisamente a De Arce como organista y arpista en la Catedral de Pamplona) y el valenciano Francisco Hernández y Llana (cuyo apellido aparece en varias grafías y a veces es confundido con el también valenciano Francisco Hernández Pla, razón por la cual se han adjudicado a este obras que son de Hernández y Llana, infinitamente más talentoso que él como compositor).
La Guirlanda es uno de esos grupos jóvenes que se dedica, por vocación y por convicción, a recuperar compositores olvidados y obras preteridas. Después de un par de grabaciones discográficas y de no pocos conciertos para confirmar su apuesta, el grupo que dirige el flautista aragonés Luis Martínez Pueyo sigue sorprendiéndonos con esta música marginal y marginada, que tantas sorpresas depara. Hay en ella de todo, por supuesto, como las bellas cantadas sacras de Iribarren y Hernández y Llana, y otras más que prescindibles, como la cantada de Reyes con violines de Martín Ramos No llores, dueño mío, que daban precisamente título a ese programa, pero en términos generales es música que merece mucho la pena (lo de Martín Ramos quizá sea obsesión mía, pero ya van dos seguidas: la primera fue hace seis años, con un concierto de la Orquesta Barroco de la Universidad de Salamanca en el Auditorio Nacional que incluía obras de este nada admirable compositor).
La Guirlande sonó todo lo bien que ya nos tiene acostumbrados. Esta vez contó de nuevo con la violinista australiana (de origen ceilanés), cada vez más solicitada por las grandes orquestas historicistas europeas. Da gusto escucharla y, sobre todo, verla tocar, porque siempre está con una sonrisa en los labios. Brillante el propio Martínez Pueyo con el traverso y a tono con ambos los restantes miembros del grupo (Sergio Suárez, violín; Ester Domingo, violonchelo; Pablo Zapico, archilaúd y guitarra; Silvia Jiménez, contrabajo, y Andrés Alberto Gómez Rueda, clave).
La parte del león recayó, claro, en la mezzosoprano Lucía Caihuela, ya que las obras del programa eran vocales (salvo una sonata en trío de Oliver y un par de piezas para clave —con toda la pinta de haber sido compuestas originalmente para fortepiano— de Sessé). Caihuela lució esa peculiar voz suya, tan oscura y poderosa, e hizo alarde de medios, seguridad e, incluso, facilidad para alcanzar las notas más agudas.
Eduardo Torrico