MADRID / La Orquesta de Cámara de Lausana y Capuçon: de la corrección a la intensidad

Madrid. Auditorio Nacional. Sala sinfónica. 15-XI-2023. Ibermúsica 23-24. Orquesta de Cámara de Lausana. Director y solista: Renaud Capuçon. Obras de Mozart, R. Strauss y Beethoven.
La Orquesta de Cámara de Lausana, que se presentó con Ibermúsica en España en 1994, con su entonces titular, el añorado Jesús López Cobos, volvía a Madrid en el mismo ciclo, tras una larga ausencia (su última visita había sido en 2007, también con su titular en aquel momento, Christian Zacharias). Al frente, su actual director artístico (lo es desde 2021) que, como Zacharias, es también un reputado solista: el violinista francés Renaud Capuçon (Chambéry, 1976). El programa propuesto incluía, como sería previsible, un concierto con el propio Capuçon como solista (el Concierto nº 5 en la mayor K 219 de Mozart), y seguía con esa maravilla, fuertemente impregnada de un pathos difícil de resistir, la Metamorfosis de Strauss, para terminar con la Primera sinfonía de Beethoven.
Los Conciertos para violín de Mozart son buena piedra de toque para los instrumentistas. Mucho más de lo que puede parecer. Como dirían los castizos, retratan rápidamente al solista (de ahí que sean pieza selectiva en todas o casi todas las audiciones para orquestas), porque este queda expuesto sin camuflaje posible en cuanto a sonido, afinación, arco y mil cosas más. Y, además, interpretar a Mozart es endiablada y engañosamente difícil. Las vías de acercamiento han cambiado, además, y de qué forma, desde que cierto revolucionario llamado Harnoncourt armó la marimorena en el repertorio barroco y renacentista, primero, y en el clasicismo, después.
Con el fundador del Concentus Musicus se abrió la puerta a una interpretación decididamente desinhibida, en la que los contrastes eran más abruptos, las aristas y acentos más incisivos y pronunciados. Una visión en la que el desparpajo, la ligereza y la vitalidad se compatibilizaban bien con la elegancia, y en la que el vibrato en la cuerda, antes tan generoso y ubicuo, dejaba paso a una sonoridad más variada y, en muchos momentos, más agresiva, sin renunciar a la fluidez del canto, tan imprescindible en la música del genio de Salzburgo.
Capuçon ha registrado para DG hace poco más de un mes el ciclo íntegro de conciertos mozartianos con esta misma orquesta, una grabación que se encuentra, como señalaba ayer Clara Sánchez en su breve parlamento introductorio antes del concierto, entre las 375 nominadas a los premios discográficos ICMA 2024. Ayer escuchamos el último concierto de la serie, conocido como Turco por los episodios del Rondó final que remedan la música turca. Concierto lleno de elegancia y de sorpresas (empezando por el inicio del solista que, tras el enérgico inicio de la orquesta, solo comparte el allegro aperto tras un inesperado soliloquio en adagio, y terminando por esos exóticos ramalazos turcos, con la cuerda grave ejecutando golpes de arco con éste al revés, en el mencionado Rondó.
Quien esto firma terminó con la sensación de haber escuchado una interpretación que se movía (tempi bien juzgados, bonito sonido, generalmente correcta afinación, elegante discurso, buena intención del canto) en parámetros de ese Mozart impecable, pero en el que los contrastes, aristas e intensidades quedaban notablemente limadas, y en el que pareció tenderse a un legato de largo recorrido. Esa cierta cortedad de sal quedó incluso más patente en el precitado Rondó, en el que la combinación del elegante canto del estribillo con los rústicos episodios centrales quedó traducida con más sobria corrección que cautivadora intensidad o contraste evidente, y que no pareció tampoco despertar especial entusiasmo del público. La orquesta, bien empastada y con bonito sonido, se movió en coordenadas lógicamente similares a las marcadas por su director y solista.
Ese monumental estudio para 23 instrumentos de cuerda titulado Metamorfosis, de Richard Strauss, escrito en los últimos meses de la Segunda Guerra Mundial, es una pieza de demoledora intensidad en su dibujo de la tragedia, cuando el anciano compositor había visto la destrucción del Hoftheater muniqués por las bombas británicas, y posteriormente también la de la Staatsoper vienesa. Obra que crece desde la quietud hacia clímax de plenitud exaltada, desgarrada, y que debe llegar al oyente en ese ancho espectro de expresiones y sentimientos.
La de ayer, a cargo de los excelentes instrumentistas de cuerda de la orquesta suiza, presididos por Capuçon desde el primer atril, llegó con correcta sonoridad, buen engarce y más plausible intención que emocionante resultado. Quien esto firma (y me parece que no fui el único) echó de menos que el estremecedor juego de tensiones que Strauss pone sobre la mesa en la sobrecogedora partitura llegara de forma más patente. Faltó la suficiente expansión y empuje en los momentos más exaltados (el pasaje indicado Più allegro, por ejemplo), incisividad y rotundidad en algunos ataques y acentos (muy singularmente los prescritos para el segundo motivo, las tres negras seguidas de una blanca) y, en fin, la cruda intensidad de una obra que ha de sobrecoger si quiere resultar convincente y fiel a la devastación emocional que contiene.
Una vez más, el desvanecido final hubiera debido dejarse suspendido en un silencio posterior que refuerce la congoja que transmite. No pudo ser. Asomó el inevitable aplaudidor impaciente y se cargó el invento. El día que algunos aprendan que el silencio también es música, que de hecho no hay música sin él, y que, cuando la última nota invita a unos segundos de silencio posterior, hay que respetarlos, porque si no, se quiebra una parte importante de su discurso… ese día habremos avanzado mucho. Lo que falta por saber… es si llegará.
Bastante mejor discurrieron las cosas en la segunda parte, en la que Capuçon dejó el violín para tomar la batuta. Afrontó con ella la Primera sinfonía del músico de Bonn, esa partitura en la que la herencia del gran Haydn se da la mano con el temperamental Beethoven. Lo hizo, ahora sí, sin cortapisa alguna. Con una plantilla de cuerda de 8/6/5/4/3 más el timbal y las parejas prescritas de trompas, trompetas, flautas, oboes, clarinetes y fagots, el francés se lanzó con decisión a un Beethoven en el que pasaban cosas. Afortunadamente, porque es bien sabido, creo, que un Beethoven en el que no pasan cosas… no termina de ser Beethoven.
Optó el francés, aquí sí, por limitar el vibrato, aligerar los arcos y lanzarse a tempi de notable impulso, decididamente vivos. Y se inclinó también, por fortuna, a dejar ver los acentos y aristas que el gran sordo despliega a lo ancho y largo de la pieza. Todos ellos, los sforzandi, los sf-p, quedaron traducidos con nitidez por una orquesta que respondió muy bien a la demanda del podio. La sonoridad de la orquesta suiza, bien empastada y de bello timbre, no deslumbra por la presencia de la cuerda, pero tuvo la suficiente para transmitir el discurso con notable fidelidad. Capuçon, otro músico más que transita del instrumento al podio, no es especialmente ortodoxo en el gesto, pero sí suficientemente elocuente, de forma que su indicación expresiva (preferiblemente centrada en su mano izquierda) llega con plausible nitidez a sus destinatarios.
Tuvo, pues, buena dosis de vitalidad el primer tiempo, ligereza y elegancia cantable el segundo, un nunca caído Andante cantabile con moto, y vibrante trepidación el Menuetto, en realidad un animadísimo Scherzo que respondió perfectamente a la indicación Allegro molto e vivace. Intensidad que también tuvo el tiempo final, articulado con excelente agilidad por la orquesta suiza a un tempo que transmitía un nervio envidiable. La acogida, esta vez sí, fue muy entusiasta, y el regalo ofrecido fue tan hermoso como poco frecuente: la obertura de la suite Masques et bergamasques de Fauré. Un buen concierto, que empezó con corrección y acabó con notable intensidad.
Rafael Ortega Basagoiti
(fotos: Rafa Martín/Ibermúsica)