MADRID / La noche de Kavakos
Madrid. Auditorio Nacional. 17-VI-2019. Orquesta Sinfónica de Viena. Director y violín: Leonidas Kavakos. Mendelssohn, Concierto para violín y orquesta en Mi menor op. 64. Bramhs, Sinfonía nº 1 en Do menor op. 68.
No pudo haber preparado una clausura mejor el excelente ciclo de La Filarmónica para su presente temporada. Programa de decidida atmósfera romántica, con dos obras architransitadas (y, por cierto, de sendos compositores nacidos en Hamburgo), pero que muchos, con permiso de quienes al parecer se quejan de su repetida inclusión en los programas, no nos cansamos de disfrutar, especialmente cuando se nos ofrecen en interpretaciones como las de ayer. El Concierto de Mendelssohn, trabajado durante seis años y estrenado apenas dos años antes de la muerte del compositor, tiene todos los ingredientes que uno aprecia en el genio del autor de El sueño de una noche de verano: inagotable talento para la belleza melódica enmarcado en una refinada elegancia y con un genio especial para una perfecta y elaborada arquitectura. Por mucho que digan quienes con notable ignorancia desdeñan su producción como un decadente Biedermeier, Mendelssohn era incapaz de producir una vulgaridad, y ya desde el bellísimo tema inicial del solista uno queda irremediablemente captado por esa contagiosa efusión de lirismo que combina sabiamente con una magnética y luminosa vitalidad y vigorosa pasión, como en las contundentes escalas de octavas que culminan en bellísimos agudos del solista, o en la preciosa cadencia que concluye en el precioso bariolage (ayer realizado de manera magistral, dicho sea de paso) sobre el que la orquesta efectúa su reentrada con el tema principal. Y ¿cómo no admirar también el nostálgico canto del Andante o la electrizante y alegre vitalidad del Allegro molto vivace final? Todo ello quedó ayer servido de manera asombrosa por ese violinista superlativo que es el griego Leonidas Kavakos (Atenas, 1967) con su Stradivarius Abergavenny (1724) en las manos. Kavakos está, literalmente, en otra división entre los violinistas modernos. Su sonoridad es grande pero siempre de gran belleza, rica en colores y ancha en matices, de precisión milimétrica en la afinación, que nunca queda enmascarada por el empleo discreto de un vibrato que se erige en recurso expresivo empleado con equilibrio y acierto, jamás con exceso. El fraseo siempre expresivo, el cantable exquisito, las inflexiones y acentos siempre dotadas de sentido musical y de contenido expresivo, el arco ágil, fuerte y preciso, pero sin aspereza, sutil (como en el final del Andante) pero también enérgico, como en el trepidante final de la obra. Y la articulación, de una nitidez pasmosa incluso en los pasajes más enrevesados, de los que hay unos cuantos en el movimiento final. Una interpretación sensacional, de irresistible intensidad en lo expresivo, pasmosa perfección en lo técnico y extraordinaria belleza en lo sonoro, a la que ni siquiera la impertinente aparición del sempiterno teléfono asesino pudo herir. El éxito fue, como cabía esperar, grandísimo, y el Adagio bachiano regalado nos trajo un Kavakos que demostró su capacidad de adaptación a repertorio bien distinto. En él se hizo apenas evidente el vibrato, muy poco empleado y de corto recorrido. Huyó Kavakos de edulcorar con romanticismo fuera de estilo la grandeza de la música del Cantor, que fluyó con la intensidad que tiene en sí misma, sin añadidos, de manera tan exquisita como hermosa.
Debo confesar que aguardaba con cierta inquietud la interpretación de la Primera de Brahms, porque, con honrosas excepciones, los instrumentistas que luego se adentran en el mundo de la batuta raramente alcanzan el nivel de los directores, permítaseme la expresión, “genuinos”. Kavakos lleva algún tiempo ejerciendo de director, incluso con formaciones de primer nivel. Lo ha hecho en repetidas ocasiones con la Camerata de Salzburgo, con la que tiene registrados los Conciertos de Mozart y el de Mendelssohn que ayer nos ofreció. Quien esto suscribe ha escuchado a lo largo de muchos años versiones imponentes de esta obra colosal, cuya gestación, con el peso de Beethoven bien presente, tanto costó a su creador. Entre otros, recuerdo a Giulini, Celibidache, Jansons, y hasta el mismo Harnoncourt, con la misma Sinfónica de Viena, hace años, para Ibermúsica. Partitura que transpira majestuosidad desde el principio y grandioso júbilo final, que a menudo corre el riesgo de resultar demasiado contundente o grandilocuente, sin la dimensión correcta de esa anchura de expresión que demanda de manera específica la partitura. La inquietud producto del erróneo prejuicio desapareció bien pronto. Porque el altísimo violinista griego es, por encima de todo, un músico de primer orden, y además, un líder de primer orden. Pareció inicialmente preocupado por marcar con precisión más que en dibujar fraseo, pero eso no impidió que la cuerda presentara con la debida anchura y grandeza el Un poco sostenuto inicial de la sinfonía, en el que Brahms pide desde el principio “forte, espressivo e legato”. El impulso musical de Kavakos, la energía que siente y que transmite se hicieron evidentes después, y las manos (y la cara, porque su lenguaje facial es bien expresivo) pasaron a expresar matices, a delimitar planos y a graduar tensiones (algo que por cierto hace de manera sobresaliente, como en la coda final de la obra, verdaderamente trepidante). A lo que impone Kavakos desde el podio ayuda probablemente su imponente presencia física, su fogosa y expresiva gestualidad, pero, sobre todo, su magnética personalidad musical, su capacidad de arrastre. Su Brahms no tuvo (él mismo se mueve en otros parámetros) la aristada contundencia que Harnoncourt extrajo (con apabullantes resultados, dicho sea de paso) con esta misma formación hace años, pero sí hubo evidencia de esa majestuosa grandeza en el primer tiempo, precioso canto en el segundo (con un espléndido concertino) y brillante exposición de la cuerda en el majestuoso tema del Allegro non troppo, ma con brio. Quien esto firma hubiera trazado con algo más de diferenciación el Meno allegro final del primer tiempo, y quizá hubiera dotado de algo más de misterio al final del tercer movimiento y al enigmático comienzo de la cuerda en el cuarto, que pudo haberse beneficiado de un rubato algo más amplio. Pero son criterios personales que en nada empañan una interpretación magnífica, traducida de forma espléndida por la orquesta vienesa. La Sinfónica de Viena, por cuyo podio han pasado leyendas de la batuta como Furtwängler, Karajan, Krips, Giulini o Klemperer, entre otras muchas, es una estupenda orquesta que tiene la mala suerte de tener a lado a la Filarmónica. Pero uno ya quisiera que la “segunda” orquesta de la capital de turno fuera como esta. Se habló del concertino, pero la cuerda entera (y mención especial a una estupenda sección de violas y cuerda grave, de las que Kavakos extrajo el mejor partido) es sobresaliente. Brilló también la madera, sobre todo de la mano de los solistas de oboe, flauta y clarinete, y estuvo magnífico el trompa en sus comprometidos solos del movimiento final, secundado por unos trombones igualmente estupendos. La trepidante lectura de Kavakos y la Sinfónica de Viena fue recibida con entusiasmo por el público, que obtuvo el regalo de una vibrante y adecuadamente flexible Danza húngara nº 5, asimismo premiada con calor por los asistentes. Lo tuvo también, como siempre, en su entrada en el intermedio y en la despedida, la Reina Emérita, presente una vez más en el auditorio madrileño. Magnífico concierto y confirmación de que Kavakos, además de un violinista formidable, es, por encima de todo, un músico y artista extraordinario. Fue su noche, sin duda, para disfrute de todos, y él, el primero.
(Foto: Marco Borggreve)