MADRID / La Fontegara: el Barroco al otro lado del Atlántico

Madrid. Museo del Prado (Auditorio). 16-I-2022. Manfredo Kraemer, violín. La Fontegara. Obras de Misón, Corselli, Campra, Jerusalem, De Murcia, Rameau, Marais y anónimos.
No es nada frecuente ver a grupos iberoamericanos de música antigua actuando en España, lo cual resulta un tanto paradójico si tenemos en consideración la proliferación de magníficos especialistas de aquellas tierras que están radicados en España y en otros países europeos. Principalmente, intérpretes (vocales e instrumentistas) de Argentina y Brasil, pero también de Chile, Colombia, Venezuela y Cuba. No tanto de México, lo cual es otra paradoja dado que quizás el grupo de allí más conocido aquí (o, al menos, del que más referencias se tienen) es mexicano: La Fontegara. Fundado en 1988 por la flautista (traverso y flautas de pico) María Díez-Canedo y formado en la actualidad —además de la mencionada Díez-Canedo— por la clavecinista Eunice Padilla, el violonchelista y violagambista Rafael Sánchez Guevara, y por guitarrista y laudista Eloy Cruz (integrante este último, asimismo, del Tembembe Ensamble Continuo, grupo que ha colaborado no pocas veces con Jordi Savall), La Fontegara tiene tras sí un interesante bagaje discográfico, gracias al cual algunos a este lado del charco hemos podido seguir su trayectoria.
La Fontegara ha actuado dos veces en Madrid este pasado fin de semana: el sábado, en la Casa de México, y el domingo, en el Museo del Prado, como parte el segundo concierto de la exposición temporal Tornaviaje: arte iberoamericano en España, en la que se pone de relieve una realidad poco conocida: la cantidad de objetos artísticos que llegaron del Nuevo Mundo a la península tras la conquista y hasta la emancipación de aquellos vastos territorios. Ese era precisamente el leitmotiv del programa ofrecido por La Fontegara: poner de relieve las músicas provenientes de Europa que se interpretaban al otro lado del Atlántico y la influencia que lo americano tuvo en la cultura no solo española sino también de otros países del Viejo Mundo. Sobre todo, en Francia. El ejemplo más claro de este segundo aspecto se refleja en obras como Les Indes galantes, la opéra-ballet estrenada por Jean-Philippe Rameau en 1735, en la Académie Royale de Musique et Danse.
En este programa de La Fontegara, además de varios extractos de la suite orquestal de Les Indes Galantes (uno de ellos era, inevitablemente, el Air pour Les Sauvages), figuraban obras de Luis Misón, Santiago de Murcia, Marin Marais y autores anónimos, varias de ellas pertenecientes al Códice Saldívar o depositadas en archivos novohispanos (en concreto, en el Archivo Histórico de México). No dejó de sorprender que la primera pieza en sonar, perteneciente al mencionado archivo, fuera la Marcha del Retiro de Francesco Corselli, empleada por este en su ópera Il Farnace.
Para la empresa, los cuatro integrantes de la formación mexicana contaron con un refuerzo de lujo: el violinista Manfredo Kraemer, quien no deja de ser en sí mismo otro epítome de aquellas idas y vueltas entre el Viejo y el Nuevo mundo: nacido en la Córdoba argentina, de ascendencia alemana, estudió violín en el Conservatorio de Colonia y fue uno de los fundadores de Concerto Köln y, entre 1986 y 1991, integrante fijo de la mítica Musica Antiqua Köln. Desde entonces, su vida ha sido un ir venir de América y Europa, y viceversa (o sea, un tornaviaje continuo, aludiendo de nuevo a la exposición que celebra El Prado), con colaboraciones con algunas de las más importantes formaciones historicistas de Alemania, Francia y España (es uno de los concertinos habituales de Jordi Savall).
Las interpretaciones de La Fontegara son reposadas, bastante alejadas de ese ritmo trepidante —que a veces es furor— de algunas formaciones europeas que han surgido en las dos últimas décadas. Padilla es una clavecinista solidísima, ideal para el continuo, y Cruz es un auténtico virtuoso de la cuerda pulsada. Creo que a Díez-Canedo no le benefició en esta ocasión el tener que estar cambiando de instrumento en cada pieza, aunque dio muestras de su buen hacer, al igual que Sánchez Guevara, muy solvente. En cuanto a Kraemer, tenía todavía en mi cabeza fresco el recuerdo de su muy poca afortunada labor en la última y reciente visita que hizo a Madrid (marzo del pasado año), cuando vino con Café Zimmermann para hacer en el Auditorio Nacional los Conciertos de Brandemburgo, dentro de la programación del CNDM. Sin embargo, ese mal recuerdo desapareció por completo cuando, haciendo gala de la pericia que se le supone, ofreció una vertiginosa lectura de un fandango anónimo que se conserva en la Musik- och teaterbiblioteket de Estocolmo.
Velada muy placentera, que debería servir de acicate a los programadores españoles (especialmente, a los que manejan fondos públicos) para ampliar la colaboración con grupos musicales iberoamericanos. Y es que, como escribió Enrique Barona —compañero de fatigas de Eloy Cruz en el Tembembe Ensamble— para ese son jarocho que tan bien supo exprimir Savall en conciertos y en disco, “ahora sí ya están unidos el Nuevo y el Viejo mundo, y solo están divididos por un viejo mar profundo”. Que tomen algunos buena nota de ello.
Eduardo Torrico
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