MADRID / La apabullante perfección técnica de Mahan Esfahani
Madrid. Fundación Juan March. 12-X-2022. Ciclo “La huella de Scarlatti”. Mahan Esfahani, clave. Obras de D. Scarlatti, Roseingrave, Arne y J.C. Bach.
La vida de Domenico Scarlatti sigue ofreciendo lagunas difíciles de esclarecer. Hay quienes sostienen que el músico napolitano, en diciembre de 1719, cuando era maestro de capilla de la Basílica Papal de San Pedro de Roma, se desplazó a Londres para dirigir una reposición en el Haymarket Theatre de su ópera Amor d’un’ombra e gelosia d’un’aura (más conocida como Narciso), la cual tuvo lugar el 30 de mayo de 1720. Narciso se había estrenado en Roma en enero de 1714, en el teatro privado de la exiliada reina María Casimira de Polonia, quien le había encargado la obra (fue la última ópera de Scarlatti que se representó en vida del compositor, eso es seguro). La historia de su viaje a Londres es atractiva, pero hay pocos visos de verosimilitud en cuanto a que el compositor pusiera alguna vez sus pies en Inglaterra, pues lo que sonó aquel 30 de maro de 1720 en el Haymark Theatre fue una producción de Narciso realizada por el irlandés Thomas Roseingrave, que añadió dos arias y dos dúos de cosecha propia. Roseingrave había conocido a Scarlatti en Italia en 1717, y entabló con él una cierta amistad. Lo cierto es que Roseingrave fue quien más hizo por divulgar la música de Scarlatti (sobre todo, sus piezas para teclado) en Inglaterra, el verdadero ‘culpable’ de que Scarlatti fuera tan conocido y apreciado en las islas británicas, y de que, al fin y a la postre, tuviera tanta influencia en no pocos compositores de aquellos pagos.
El segundo concierto del ciclo “La huella de Scarlatti” que viene celebrando la Fundación Juan March trató precisamente de esa influencia en compositores ingleses o residentes en Inglaterra, como el propio Roseingrave (irlandés, sí, pero nacido en Winchester y organista en la Iglesia de San Jorge en la londinense Hanover Square, a la que asistía casi a diario un tal Georg Friedrich Handel para improvisar en aquel órgano), como Thomas Arne (celebridad en el Reino Unido por haber compuesto el que es considerado ‘segundo himno nacional’ inglés, Rule Britannia —uno de los coros de su ópera Alfred— y arreglista, además, del God save the King tal y como lo conocemos hoy) o como Johann Christian Bach, que emigró a Londres para hacer fortuna junto a otro alemán, el violagambista Karl Friedrich Abel, organizando de los primeros conciertos de pago de la historia.
El programa de este segundo concierto sobre la huella scarlattiana incluía varias obras de los antes mencionados Roseingrave, Arne y Johann Christian Bach, así como trece sonatas (que luego fueron catorce, al añadir una de propina) del propio Scarlatti, pertenecientes estas a varias de las colecciones que fueron impresas en Londres: Essercizi per gravicembalo (1738), Scarlatti’s Lessons (1742), Libro de XII Sonatas Modernas para clavicordio (1752) y Thirty Sonatas for the harpsichord or piano-forte (1800). La interpretación corrió a cargo del clavecinista irano-norteamericano Mahan Esfahani, quien vive a caballo entre Londres, donde imparte clases en la Guildhall School of Music & Drama, y Praga, a donde se trasladó en su día para recibir clases de la veterana Zuzana Ruzicková, fallecida en 2017.
Tengo que reconocer que Esfahani es un clavecinista que ha suscitado siempre en mí impresiones muy encontradas. Su Bach, por ejemplo, rara vez me ha dicho algo. Salvo sus Variaciones Goldberg (Deutsche Grammophon), que sencillamente me resultaron inasumibles. Pero su último trabajo bachiano, publicado en Hyperion hace solo unas semanas, con la Obertura francesa, el Concierto italiano y el Capriccio sopra la lontananza del Fratello dilettissimo, me ha parecido sublime, como sublime me pareció en su día el CD (igualmente en Hyperion) The Passinge Mesures, que en mi opinión es la más formidable grabación dedicada nunca a los virginalistas ingleses de finales del siglo XVI y principios del XVII (Tomkins, Gibbons, Farnaby, Byrd y Bull).
Esfahani posee una técnica asombrosa. Da gusto ver cómo pasan (más bien, cómo acarician) sus dedos las teclas (se pudo observar hasta el más mínimo detalle de ello gracias a la pantalla gigante montada por la Fundación Juan March). Todo lo que hace lo hace con una pasmosa facilidad (pasmosa, claro, en apariencia). Sin embargo, en este concierto volví a sentir esas sensaciones encontradas a las que me refería… Sus lecturas, especialmente en los movimientos lentos, de la Sonata nº 4 en Re menor de Arne (de la colección Eight Sonatas or Lessons for Harpsichord, de 1756) y de la Sonata en La bemol mayor W. 114 de Johann Christian Bach fueron antológicas. Pero su Scarlatti, pese a su apabullante perfección, me dejó indiferente, salvo en la Sonata K. 32, que ofreció como propia (se trata de su sonata scarlattiana favorita, como reconoció en un más que aceptable español, y quizá por eso la tiene mucho más interiorizada que las otras). Puede que se trate de una cuestión puramente personal (ya se sabe: sobre gustos no hay nada escrito), pero el Scarlatti de Esfahani no consigue llenarme como me llena el Scarlatti de Kenneth Weiss, de Jean Rondeau, de Diego Ares, de Lillian Gordis o de Andrés Alberto Gómez, y como, por supuesto, me llena el Scarlatti de los tristemente desaparecidos Scott Ross y de Nicolau de Figueiredo, que sin duda alguna siguen siendo los dos más geniales exégetas que ha tenido Domenico Scarlatti en tiempos modernos.
Eduardo Torrico
(Foto: Dolores Iglesias – Fundación Juan March)