MADRID / Kopatchinskaja y Fay impresionan, convencen y seducen
Madrid. Auditorio Nacional. 4.VI.2023. Liceo de cámara XXI. Patricia Kopatchinskaja, violín. Fazil Say, piano. Sonatas de Janáček, Brahms y Bartók.
El dúo Kopatchinskaja-Say no se plantea, como el poeta, “¿soy clásico o romántico…?” Oyéndolos, el clasicismo nos parece del todo ausente. Lo romántico, en cambio, queda excluido de manera deliberada. Adviertan el programa. Comenzó con Janáček, siguió con Brahms, terminó con Bartók: sonatas de plena madurez o primera madurez (ésta, la de Bartók) de compositores que tenían a la espalda (la espalda es el pasado de lo inmediato, a veces de lo abrumador que se ha acumulado) una tradición romántica que parecía inevitable. Tanto la Sonata de Janáček como la de Bartók piden al intérprete un poco de lucha. Entiéndame. Se trata, sobre todo, de evitar el sesgo romántico, que puede resultar muy atractivo. Recordemos los lamentos de Milan Kundera ante interpretaciones más bien románticas de la serie En un frondoso sendero, de su paisano. Janáček compone su Sonata en plena guerra, cuando participa de una lucidez (la de su obra, cada vez mayor) y de una ceguera (el paneslavismo, el deseo de que ganen los rusos, que traerán la libertad, ay). La lucidez le hace huir de lo románico para ingresar en una modernidad que es muy suya. No diríamos original, lo original no es un valor más que si es, sobre todo, aporte. Lejos está Janáček de la mueca vanguardista, como también lo está Bartók. Pero en esos tiempos la vanguardia es algo natural, no siempre necesita un manifiesto, aunque abundaron. Para ese momento de posguerra en que Bartók compone su Sonata, ya no le queda ni siquiera la mueca nacionalista porque ha aprendido la lección del conflicto y del despedazamiento de Hungría; ahora se fija en todas las músicas de todas las naciones que han surgido del hundimiento del Imperio, ahora que sí hay fronteras, que sí hay impedimentos, ahora que los odios son ya plenamente oficiales. A todo esto, Brahms, se supone, está dentro del romanticismo tardío, ¿no sería cierto?
Pues bien, el dúo formado por la moldava Paricia Kopatchinskaja (respetamos la transliteración) y el turco Fazil Say (recordamos su espléndido recital en el ciclo Grandes intérpretes de 2015) tienen a bien, se diría que como pundonor, el restar romanticismo incluso a Brahms. Si se puede interpretar uno de los cuartetos finales de Beethoven con la vista puesta en –pongamos– los de Bartók, ¿por qué no se va a hacer lo mismo en un recital en el que Brahms está ahí, invitado, para que sepamos de dónde viene todo? El virtuosismo de ese violín a menudo agresivo, agreste, de la magnífica violinista, está siempre tenso, aunque sin forzamientos; siempre incisivo, aunque sin la mordacidad que a veces guarda la modernidad como arma o como gesto (mueca, de nuevo). Con la Sonata de Janáček, Kopatchinskaja y Say llevaron el discurso desde un guiño apenas romántico hacia un desmentido permanente, que hacía entrar el calor la máquina de eso que llamamos modernidad. Si es que la modernidad, que nunca es máquina, necesita máquinas. Pero algo era necesario para caldear el ambiente y penetrar en un Brahms poco conocido, y no me refiero tanto a la propia Sonata op. 108 como a la manera en que ambos virtuosos la enfrentaron: sí, mirando al futuro. Mirando, sobre todo, a la obra que interpretarían en la segunda parte, más que en la primera. Si en el Adagio ya se advertía que ese Brahms no apelaba a los corazones, con los extremos (un Allegro, un Agitato) advertimos que el violín de Patricia nos lleva a otro mundo sonoro, con la imprescindible complicidad de Fazil Say.
De las dos sonatas para violín y piano de Bartók, la segunda fue más limitada en expresión, menos locuaz, más austera. Ahora bien, no es la locuacidad lo más destacable en la Primera, pero es ésta más amplia en discurso, un discurso afirmativo en tres movimientos de una sonoridad nueva. A eso lo podríamos llamar vanguardia, y lo sería cien años después. La perspectiva nos sugiere que esa Primera Sonata es más moderna que lo que pretendieron los profetas (errados) de posguerra. El violín de Patricia es una amenaza cuando sube el arco para algún descenso que dibujará una idea, un comienzo de episodio más cromático que diáfano. Música popular de base, sí, y con la tonalidad como referencia imprescindible también (¿hay música popular con tonalidad suspensa, verdad que no?), pero sobre todo sonidos que trafican entre la suspensión y el arranque. De nuevo, el virtuosismo de los intérpretes es imprescindible. En esta Primera Sonata, Bartók deja espacio al pianista, acaso porque él mismo lo era, e hizo carrera internacional como virtuoso. Se exige complicidad, y ésta se da en toda la secuencia, y acaso se advierta más en determinados episodios en suspenso tanto del Adagio como de los movimientos extremos. No vale señalar que hubo detalles, momentos de especial llamada al silencio. Salvo toses impertinentes, hubo minutos en que nada se movía en la sala (lleno completo, claro), nada se oía salvo el violín de Patricia, un violín que sugiere, pero que agrede, un violín que, con Fay, ha desplegado la plena modernidad de un repertorio que ya no podemos considerar (ah, el poeta) ni clásico ni romántico. La velada rozó la excelencia al principio; y la alcanzó según se acercaba al final. Para eclosionar con la Sonata de Bartók. La propina fue nada menos que la secuencia de Danzas rumanas de Bartók, esa maravilla de bailes “del enemigo” (Bartók fue acusado y hostilizado por los nacionalistas irredentos húngaros por incluir un baile rumano en la Suite de danzas que conmemoraron (con Kodály y Dohnányi) los 50 años de Budapest.
Nos queda este concierto insuperable: Kopatchinskaja, Fay, la pareja artística que impresiona, convence, incluso seduce. Porque cuando la modernidad no es una coartada, es esto.
Santiago Martín Bermúdez
(foto: Elvira Megías)