MADRID / Júpiter sin Semele
Madrid. Auditorio Nacional (Sala Sinfónica). 7-II-2021. Ciclo Universo Barroco. Literes, Júpiter y Semele. María Espada, Maite Beaumont, Sabina Puértolas, Lucía Caihuela, Víctor Cruz. Al Ayre Español. Director: Eduardo López Banzo.
Lo recalcó Eduardo López Banzo sobre el escenario, en una alocución antes de comenzar el concierto: Júpiter y Semele [Semele, no Sémele, que sería lo correcto] del mallorquín Antonio de Literes es, sin duda, la mejor zarzuela barroca anterior a José de Nebra. Pese a su indudable calidad, presenta, a mi modo de ver, dos graves problemas para el público del siglo XXI: la comparación con el susodicho compositor bilbilitano es inevitable y en ella lleva todas las de perder. El segundo problema es el mismo que sufre la música lírica del Barroco francés: para comprender la magnitud del espectáculo, hay que verlo en su integridad. La música es fundamental (como lo es el texto), pero si no hay acción escenificada y le quitas la danza, lo normal es que te quedes a dos velas.
La zarzuela barroca (evito tener que añadir el adjetivo ‘española’, ya que en el único sitio que se hacía era España, la de aquí y la del otro lado del Atlántico) no era un espectáculo musical, sino un espectáculo teatral al que se le añadía música para adornar la acción o para acentuar determinados lances del desarrollo dramático. Como esas zarzuelas resultaban muy largas, lo habitual era representarlas en dos jornadas (en decir, en dos días consecutivos).
Reducir las dos jornadas de Júpiter y Semele a algo menos de dos horas y llevarlas al Auditorio Nacional (hoy se hará también en el de Zaragoza) es muy de agradecer, pero, a la salida, el comentario generalizado era la extremada complejidad que había habido para seguir la trama. Prescindir de toda la parte teatral suponía prescindir de la protagonista femenina de la obra, porque en el libreto de José de Cañizares Semele no canta, actúa. Y, claro, en la parte estrictamente musical Júpiter y su celosa esposa, Juno, al igual que el enredador Cupido, se están refiriendo todo el rato a Semele, la hermosa princesa tebana con la que Júpiter mantiene un affaire. Pero Semele no aparece físicamente por ningún lado.
Por si la trama de una obra lírica barroca no fuera ya de por sí lo suficientemente inextricable, a Cañizares se le fue aquí la cosa aún más de las manos, al inspirarse de manera libérrima en el libro tercero de Las metamorfosis de Ovidio. Tanto lo lía el genial literato madrileño, que mezcla a tres deidades romanas (Júpiter, Juno y Cupido) con una princesa griega, pues el equivalente femenino de Sémele era Stimula.
Al margen de todas estas digresiones, hay que reconocer que la música de Júpiter y Semele merece mucho la pena, aunque las arias —quizá sería más apropiado utilizar el término español ‘aire’, sobre todo en este caso, ya que el grupo de López Banzo se llama Al Ayre Español— de mayor calidad recaen sistemáticamente en el personaje de Júpiter (todas ellas, arias lentas). Tampoco es algo que deba sorprendernos: no la totalidad de las arias de una ópera barroca (ni de las óperas que vinieron a continuación) son de idéntica calidad.
María Espada, en el papel de Júpiter, supo exprimirlas al máximo, alcanzando cotas de expresividad y emotividad realmente extraordinarias. La proteica soprano extremeña se mueve siempre como pez en el agua, y transmite la sensación de que, por fortuna, no ha tocado aún su techo. Su dicción es, además, impecable. Maite Beaumont, baqueteada como mezzosoprano especializada en Barroco, se ha prodigado siempre más fuera de España (especialmente, en Alemania) que en su propio país. La navarra fue un espléndido Cupido, que cautivó desde el primer momento. En el otro platillo de la balanza hay que situar a la Juno de Sabina Puértolas. Trato de adivinar qué le pueden ver a esta soprano para ofrecerles papeles barrocos, y no soy capaz de dar con ello. Es imposible estar más fuera de estilo (ya lo pudimos comprobar en la Rodelinda haendeliana de hace cuatro años en Teatro Real). Su vibrato no es que sea especialmente intenso, pero sí es fijo. ¿Hay algo más contraindicado en la música barroca que un vibrato fijo? Por si fuera poco, tanto sus recitados como sus arias resultaron ininteligibles (por fortuna, había pantalla para seguir el texto). La soprano Lucía Caihuela (Enarreta) y el barítono Víctor Cruz (Sátiro) brillaron en sus papeles cómicos. No puede decirse lo mismo de Cruz en su misión de narrador: cantar es una cosa y declamar es otra muy distinta. En cualquier caso, fue encomiable la buena voluntad que puso en esta infrecuente faceta.
La orquesta, bajo la acertadísima y mesuradísima dirección de López Banzo desde el clave, sonó de fábula. El director zaragoza dobló los violines (seis, en lugar de los tres previstos por Literes) y eso le dio un gran empaque a las cuerdas. Magnífico el bajo continuo de Guillermo Turina (violonchelo), Leonardo Luckert (viola da gamba) y Juan Carlos de Mulder y Carlos Oramas (cuerdas pulsadas). Y sobresalientes los vientos (el portugués Pedro Castro, con el oboe y la flauta de pico, y el sevillano Guillermo Peñalver, con la flauta de pico).
En resumen, una muy amena velada, por la calidad de la música, por el desempeño vocal, por el magnífico sonido de Al Ayre Español y por la sabia conducción de López Banzo. Eso sí, con el lunar de Sabina Puértolas y con la dificultad añadida del laberíntico argumento.
Eduardo Torrico