MADRID / Josu de Solaun sienta a las teclas a Albéniz y José Luis Turina
Madrid. Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía. Auditorio 400. 26-II-2024. Series 20/21 del Centro Nacional de Difusión Musical. Josu de Solaun, piano. Obras de Albéniz y J. L. Turina.
Sobre el papel, una propuesta que aclimataba ejemplarmente a dos compositores de ayer y hoy con el necesario intermediario de un pianista (principalmente) de repertorio. También un programa que, por sus costuras, parecía inserto en el ciclo más contemporáneo del Centro Nacional de Difusión Musical como guiño y mano tendida al público menos dado a la música presente.
Isaac Albéniz (1860-1909) y José Luis Turina (1952) comparten algunas semejanzas que los hilan; ambos poseen una gramática compleja que no pone nada fácil la situación al solista, los dos se recrean en secuencias que se aceleran buscando el virtuosismo y, por igual, conjugan las alusiones populares con una escritura propia que se aleja cuidadosamente del copia y pega etnomusicológico. Por su parte, Josu de Solaun entendió que se trataba, antes que de contrastar, de tejer; a la postre las tres piezas de Turina (Homenaje a Isaac Albéniz I, II & III) son a su vez personalísimos intentos de bosquejar un improbable quinto cuaderno de Iberia.
Con Evocación, De Solaun ofreció las primeras muestras de su manera de estar y ser frente al piano, ajeno a efectismos, mimetizado con la técnica y dueño de una pirotecnia controlada que se gustó en el remache de la melodía pero, también, en la exposición de la generosa paleta cromática, en los colores que Albéniz despachó en esta y otras tantas partes de la obra. Con la Rondeña hubo chispas pero también, y ya es raro en esta página, cierto punto de severidad y de parquedad en el pedal que le otorgó un barniz inesperado, bien recibido. Desde luego que su visión de Iberia no escatimó el rubato, menos aún el carácter desinhibido que serpentea rítmicamente por unas y otras obras, pero tampoco se entrega a ese lado abiertamente danzable. Por ejemplo en El Puerto, el pianista vasco no perdió la línea de canto a la vez que supo dar intensidad, sentido y argumento a las voces que aquí y allá redondean la atmósfera.
Turina, en sus aportaciones, no se aparta del teclado; es el suyo un lenguaje que, una y otra vez en su catálogo, se reivindica en la cita, en el homenaje, en el repensar el pasado tal vez, sí, con la aspiración de así engarzarse en él. Es un camino legítimo, como no iba a serlo. Tanto como cualquier otro. Y seguro que en esa contumaz mirada a lo ocurrido encuentra oyentes que se sientan apelados por una estética que, ya en la primera pieza de su Homenaje a Albéniz, Jaén, dio muestras de su rutilante escolástica. De Solaun interpretó las tres obras siendo consciente de que interesaban las consonancias y las cascadas de notas, la intertextualidad y los esbozos melódicos. Una partitura como Salamanca es difícil, mucho, de interpretar, y en su sonar quiere también que el público participe del aplauso al virtuoso que es capaz de vérselas –satisfactoriamente– con ella. Ese deseo, que no deja de ser en la base una percepción, aboca más a lo epidérmico que a lo sanguíneo, más a la relevancia de las notas que a la del sonido, en definitiva. Pero seguro que en este laberinto de contrapuntos y motivos hay quienes encuentran forma y fondo. Por eso está bien que se dé, siempre habrá quien sienta ese gustoso cosquilleo de oídos.
Ismael G. Cabral
(foto: Rafa Martín)