MADRID / Jaho y Garanča triunfan en la inauguración de temporada del Teatro Real con un magnífico montaje de ‘Adriana Lecouvreur’
Madrid. Teatro Real. 23-IX-2024. Ermonela Jaho, Brian Jadge, Elina Garanča, Nicola Alaimo, Maurizio Muraro, David Lagares, Vicenç Esteve, Sylvia Schwartz, Monica Bacelli, Mikeldi Atxalandabaso. Coro y Orquesta titulares del Teatro Real. Dirección de escena: David McVicar. Dirección musical: Nicola Luisotti. Cilea: Adriana Lecouvreur.
Abrir temporada con Adriana Lecouvreur es apostar sobre seguro, como lo fue, en el caso del Teatro Real, cerrar la anterior con Madama Butterfly, dos clásicos de éxito asegurado entre el gran público capaces de llenar el aforo numerosas veces. Para el caso de la ópera de Cilea, el Real ha contado con la ya bien consolidada producción de McVicar, que funciona a la perfección dentro de unos parámetros clásicos. No se presta esta ópera, por su ambientación y temática, a caprichos ni transposiciones espacio-temporales, aunque de todo se puede esperar en el actual panorama de la dirección escénica. McVicar respeta el entorno dieciochesco y diseña un bellísimo homenaje al teatro clásico. Todo el argumento se desarrolla en un teatro: el teatro real de las primeras y últimas escenas y el teatro social de apariencias y relaciones interpersonales de las intermedias. En la sociedad del Antiguo Régimen la condición social se adquiría en función de la representación pública de sí en un juego de roles que se ilustra a la perfección en la novela Las amistades (menor relaciones) peligrosas de Choderlos de Laclos. El director de escena saca perfecto partido a la espectacular escenografía de Charles Edwards y mueve con fluidez a los actores y cantantes, con efectos escénicos de gran carga teatral, especialmente en la escena final en la que los actores rinden homenaje final desde la escena a una Adriana ya muerta, envueltos todos en una iluminación (de Adam Silverman) mágica, de ensueño. El rico vestuario de Brigitte Reiffenstuel subraya la visualidad del espectáculo con su amplia y brillante gama de texturas y colores.
Contar con Nicola Luisotti al frente del apartado musical es garantía de italianidad en su máxima expresión. Sabe hacer cantar a la orquesta y canta con los cantantes, estableciendo una espléndida simbiosis entre foso y escena. Su sentido de la teatralidad del tejido orquestal, del protagonismo que el foso puede compartir, le hizo firmar momentos de gran belleza sonora como toda la suave y delicada introducción de las cuerdas a la primera intervención de Adriana, creando una atmósfera evanescente de sonidos cristalinos; o la escena final, con ese perfectamente dosificado diminuendo con que se arropa a la imagen de Adriana yacente en brazos de Maurizio mientras las luces se van extinguiendo. Pero también fueron de una fuerza dramática apabullante las indicaciones para subrayar el dramatismo de los enfrentamientos entre Adriana y la Princesa de Bouillon en los actos segundo y tercero, con acordes contundentes en fortissimo, secos, en un staccato contundente. En manos de Luisotti la orquesta se revistió de brillo y de transparencia, con un sonido cálido en las cuerdas y un gran empaste global. A destacar los espléndidos solos del clarinete.
Ermonela Jaho ofreció una Adriana de perfil frágil. Dada la naturaleza de su voz, sus mejores momentos fueron aquellos más íntimos que piden un canto a flor de labios y matizado mediante reguladores, cuestiones que domina de manera muy delicada y bella. Así pasó en “Son l’umile ancella” o en “Poveri fiori”, fraseadas con total atención al control del sonido, con filados de la mejor ley y pianissimi largamente sostenidos en las notas finales. Los ataques al agudo en pianissimo fueron realmente magistrales. En esta dimensión de la Adriana frágil, Jaho tiene pocos rivales por su sensibilidad y su manera de transmitir la emoción a través de la voz y, así, dejó al público con el corazón en un puño en toda la escena de su muerte. En cambio, en las escenas más dramáticas, con una orquesta apretando desde el foso, el volumen de su sonido ya no era tan apreciable, le falta mayor prestancia y mayor contundencia para pasar el foso con presencia. Su declamación del fatal fragmento de Fedra resultó insulsa.
No es el de Maurizio de Sajonia un personaje que requiera una paleta de expresiones demasiado variada, pero aún así su partitura tiene los suficientes matices como para requerir un tenor spinto capaz también de plegar la voz en los momentos íntimos. Brian Jadge, de técnica de emisión insuficiente, cantó a base de empujar, fraseó a borbotones, yéndose al fortissimo a las primeras de cambio porque sabe que ahí es donde le corre mejor la voz. Apenas si hubo intentos de regular y apianar y, cuando lo hizo, como en su “Morta!” final, casi se le escapó un gallo. Dejó escapar momentos tan delicados como el arranque de “L’anima ho stanca”. Su mejor momento fue su racconto de la batalla, vibrante y con garra. Lo de Elina Garanča fue algo espectacular desde su pasional salida a escena en el acto segundo, con un “Acerba voluttà” que llenó la sala de acentos pasionales, desatados, en una explosión de sensualidad dramática y sonora, con ese timbre denso, tornasolado, de tintes sombreados. La voz fluye con naturalidad en todos los registros, con agudos refulgentes como los de “Un tale insulto sconterà!”, llenos de rabia. Pero también dio cumplida cuenta de la dimensión apasionada hacia Maurizio en el segundo acto. Con todo, su enfrentamiento con Adriana en el segundo acto fue su mejor momento dramático, consiguiendo eclipsar la voz de Jaho. Alaimo fue un muy conseguido Michonet con un fraseo muy cuidado, lleno de inflexiones, muy teatral, que se materalizó en un monólogo muy cuidado nota a nota en el primer acto. Digno de alabanza es el cuidado que ha puesto el Real para cerrar un grupo de secundarios de gran calidad. Atxalandabaso es hoy por hoy unos de los mejores tenores característicos del mercado, siempre seguro como cantante y espléndido actor. Voz con presencia, campanuda, la de Muraro, así como la de Lagares, como brillantes y con relieve sonoro fueron las de los demás cantantes. Muestra de ello fue el preciso y brillante sexteto del primer acto, llevado como una taracea musical por Luisotti y seguido como un mecanismo por todas las voces.
Andrés Moreno Mengíbar
(fotos: Javier del Real | Teatro Real)