MADRID / Inolvidable Grigorian
Madrid. Teatro Real. 14-XI-2020. Dvorák, Rusalka. Asmik Grigorian, Eric Cuter, Karita Mattila, Maxim Kuzmin-Karavaev, Katarina Dalayman, Sebastià Peris, Manel Esteve, Juliette Mars, Julietta Aleksanyan, Rachel Kelly, Alyona Abramova. Director musical: Ivor Bolton. Director de escena: Christof Loy.
La ópera Rusalka evoca dos mundos distintos y hasta opuestos. Es la tradición de las sirenas (mar o ríos, no importa) que se humanizan, se supone que por amor. Una puesta escénica ha de retratar esos dos mundos. Mas también las motivaciones de los que van a relacionarse con ‘el otro’. ¿Qué te lleva a humanizarte, Rusalka? ¿Qué te empuja, Príncipe, hacia ese ser etéreo que es agua y de pronto consigue cuerpo para el abrazo sólido, antes líquido? No solo sois mutuamente ajenos, también sois mutuamente intrusos. Rusalka es intrusa en la corte; el Príncipe es intruso en el alma y el mundo acuático en que el Vodník cuida de su pequeño e inmortal reino. Rusalka es cuento de hadas, pero hace tiempo que no se la trata así en los escenarios. El Real era ajeno a esta ópera durante casi un siglo; pudieron verse dos representaciones checas en 1975, en La Zarzuela, con repartos de lujo y dirección musical de Bohumil Gregor, nada menos.
Según lo que nos muestra el primer reparto, lo asombroso de este espectáculo radica en las voces, con una protagonista fuera de serie y un tenor extraordinario. Las voces se apoyan en la puesta, y esta se sirve de aquellas como primer nivel de lectura. Como es sabido, solo en ocasiones están en dúo esos protagonistas, ya que ella cumple un papel mudo durante no poco tiempo, si bien no pasivo, sino de cruel aprendizaje. ¿Un papel mudo para una protagonista de ópera…? Sí, es un desafío para la dirección de escena, pero hay en el primer acto un dúo implícito en el que solo canta el Príncipe. Carsen solucionó la mudez de Rusalka como nadie. Loy lo plantea con un mismo decorado de fondo, teatro dentro del teatro (hay una taquilla para adquirir localidades), pero con unas rocas que en su momento identifican el mundo de lo silvestre, acuático y mágico; y que desaparecen para dejar diáfano el mundo agitado y trivial de la corte (¿para esto te has sacrificado, Rusalka?).
Es curioso que la iluminación sea tan estática, o tan sutil como para no diferenciar ambos mundos. Ahora bien, si el baile del segundo acto parece obligado en origen, en rigor es un choque para la protagonista, y aquí se despliega en un doloroso despertar ante las danzas desenfrenadas y procaces, violentas incluso, de los jóvenes allegados del Príncipe. También la Princesa, contrafigura de Jezibaba. La Princesa encarna la rivalidad del mundo hasta la anulación traumática, Jezibaba es la advertencia del mundo que te puede anular. La primera trata de expulsar a la protagonista; la segunda, le cobra alcabala para transitar hacia lo humano. Loy muestra a Rusalka como una ninfa inválida (muletas) frente a la agilidad y la capacidad danzante de sus tres hermanas (tres hijas del Rin, sugieren siempre, pero con Loy lo sugieren más). Rusalka gana en humano, en danzante, lo que pierde en magia e inmortalidad. Pagará por ello, como pagará el Príncipe su intrusismo.
La voz de Asmik Grigorian es poderosa, es lírica, es dramática si no me piden demasiados matices, es voz de cuerpo grande pese a la apariencia frágil de esta espléndida cantante, que además es excelente actriz y baila clásico. Cuando es muda, Rusalka se expresa con esa danza, que a veces es quietud no estática, sino tormento y eventual parálisis. Eric Cutler sufrió una intervención en el pie, y de pronto, como por un acto de arte poética que viniera de la vida y no de la intención artística, su Príncipe (Cutler no quiso renunciar a asumir el papel) lleva muletas todo el tiempo en que Rusalka ya ha prescindido de ellas en su aproximación a lo humano. Voz lírica y encendida, hermoso timbre, una prestación por completo ajena al Príncipe de cuento y más cercana a los héroes postwagnerianos de ese tránsito del siglo que traerá unos cuantos.
Asombrosa también la voz de Kuzmin-Karavaev en el Vodník, aquí benéfico después de puestas recientes en que era depredador doméstico. Completan el quinteto principal Karita Mattila, todo un lujo para la Princesa extranjera; y la todavía espléndida Katarina Dalayman en el papel clave de Jezibaba, aquí ambigua, menos maternal que en otros enfoques, voz de oscuridades bien administradas. Loy explota el contrapunto humorístico con las dos escenas de la pareja excelente que forman Manuel Esteve y Juliette Mars. En cuanto a las tres ninfas, raras veces encontrarán este trío de voces, que se refuerza por las bailarinas que son sus trasuntos; Pero Julietta Aleksanyan, Rachel Kelly Alyona Abramova también bailan. El reparto, insistimos, está formado por figuras extraordinarias, y las tres ninfas son como divisa de todo ello.
Los detalles son numerosos: el cazador (lírico Sebastià Peris en su solo y, en especial, en sus amplios silencios) es aquí el que comprende poéticamente a Rusalka, y es más juglar que batidor; el ciervo muerto al final es símbolo de la consumación de la heroína y el héroe; Rusalka, en un espléndido final, no permanece ante el Príncipe muerto de amor, sino que camina (danza) hacia un destino ignoto más allá de las rocas y el paisaje. No se puede reprochar ausencia de misterio o enigma a Bolton cuando la poética del bosque y las torrenteras están ausentes de la escena y se han sustituido por otra narrativa más compleja, lejos de la propuesta ingenua del cuento y sus tradiciones. La orquesta, espléndida desde los músicos a la batuta, define un mundo que ha renunciado al cuento de hadas y plantea un relato de objetivos, esto es, de fracasos. En fin, inolvidable Grigorian.
Santiago Martín Bermúdez
(Foto: Monika Rittershaus)
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