MADRID / Impresionante ‘Requiem’ de Mozart por Currentzis, para el recuerdo
Madrid. Auditorio Nacional. 10-III-2024. Ciclo La Filarmónica. Orquesta y Coro MusicAeterna. Director: Teodor Currentzis. Solistas: Elizaveta Sveshnikova, soprano; Andrey Nemzer, contratenor; Egor Semenkov; tenor; Alexey Tikhomirov, bajo; Olga Pashchenko, fortepiano. Obras de W.A. Mozart.
Como de costumbre, se esperaba con ganas (y en el auditorio no cabía un alfiler) la nueva visita del greco-ruso Teodor Currentzis (Atenas, 1972) y su grupo MusicAeterna. El carismático y controvertido (por razones musicales y extramusicales) director nunca deja indiferente, y eso, guste o no, siempre se aguarda con interés. Se le critica su gestualidad, su criterio musical, que por poco convencional a menudo se tilda de extravagante (muchas veces solo por lo que “descoloca” esquemas previos de quienes hemos escuchado las obras cientos de veces), pero lo cierto es que es alguien que sabe muy bien lo que hace, que tiene una idea (que puede gustar o no, pero que tiene una coherencia enorme) y la realiza con una convicción granítica, porque es un comunicador de primera, y engancha a su propio grupo con un magnetismo y carisma solo comparables… a los que ejerce sobre la audiencia.
El programa se centraba en el Requiem de Mozart, pero, por aquello de la duración, se ubicó esa obra en la segunda parte, quedando la primera ocupada por el Concierto nº 24 en do menor K 491 del salzburgués. Como veremos inmediatamente, el programa guardaba unas cuantas sorpresas no anunciadas.
Dentro de ese tesoro impagable que es la totalidad de la producción del genio de Salzburgo, la colección de conciertos pianísticos ocupa un lugar de privilegio. Mozart solo escribió dos de sus 27 conciertos para piano en tonalidad menor (el otro es el nº 20 K. 466, en re menor). La tonalidad de do menor se asocia tradicionalmente a un carácter triste y a una carga de dramatismo, y eso justamente encontramos en obras mozartianas escritas en esa tonalidad, que se distinguen precisamente porque esa carga es de marcada intensidad, como la Música fúnebre masónica K 477, la gran Misa en do menor K 427 o el Concierto en do menor K 491, escrito en 1786, que muchos consideran la cima del ciclo de conciertos pianísticos del salzburgués. Música sombría, de tenebrosa tensión desde el mismo inicio, con una orquesta nutrida y una intensidad que la acerca mucho a Beethoven, cuya admiración por este concierto (hasta el punto de citarlo en su propio concierto en do menor, tercero del ciclo) era bien conocida. Puede por ello considerarse adecuada su programación.
Sin embargo, el ámbito historicista del grupo obligaba a que el instrumento utilizado fuera un fortepiano. Y un fortepiano apropiado, sea este una copia de un Walter o un Stein (supimos luego que era una copia del primero) topa, en una sala como la sinfónica del auditorio, con un obstáculo poco menos que insalvable: la tenue sonoridad de un instrumento que nunca fue concebido (ni utilizado) en auditorios tan grandes. Si a eso le sumamos un contingente orquestal no pequeño (cuerdas 10/8/6/6/4 más flauta, 2 oboes, 2 fagots, 2 clarinetes, 2 trompas, 2 trompetas y timbal), el problema de balance con el solista está servido. La solución adoptada es probablemente la única posible para asegurar que el instrumento elegido se oye, pero creo que es fácil considerarla, en términos musicales y sonoros, inadecuada, y más en el ámbito historicista: amplificar. La amplificación, además, hace llegar un sonido artificial, que no es el “real” de un Walter, porque además, aunque consiguió que se oyera el fortepiano con nitidez, no fue, como alguna otra que se ha escuchado en el auditorio (con guitarra, por ejemplo), especialmente discreta. La pregunta que muchos nos hicimos era: ¿no hubiera sido mejor evitar el problema programando otra obra, una misa breve (las hay de similar duración, y ya había coro y solistas para la segunda parte) o una sinfonía con tensión (la nº 25 era una candidata idónea)?
Pero yendo a lo que escuchamos, y dejando aparte el controvertido asunto del fortepiano y su amplificación, lo cierto es que el nivel interpretativo fue formidable. La rusa Olga Pashchenko (Moscú, 1986) ha tenido una escuela estupenda (Lubimov, Martynova y Egarr entre sus profesores) y se nota. Su Mozart, primorosamente ejecutado, tuvo todas las inflexiones deseables (exquisito, nunca exagerado, rubato) y una imaginación extraordinaria en los adornos, generosamente brindados. Acertó de pleno, en la modesta opinión de quien esto firma, acercando la interpretación al mundo de Beethoven (ya apunté antes hasta qué punto el concierto conectaba con el de Bonn), incluso en el dibujo de la cadencia del primer tiempo. No rehuyó, como tampoco Currentzis, faltaría más, la rotundidad de contrastes ni lo punzante de las aristas, pero no perdió tampoco jamás la elegancia ni la variedad en el matiz. Estupenda también la interpretación del rondó que Mozart empleó como forma para el segundo movimiento. Cada estribillo llegó dibujado con diferente adorno, cada semicadencia planteada con exquisita imaginación, y la cadencia final, con el detalle, oportuno e interesante, por carácter y tonalidad, de la cita del comienzo de la Misa en do menor K 427. Ni que decir tiene que Currentzis desplegó el alto voltaje en un acompañamiento intenso desde el mismo inicio, tenebroso e inquietante, luego de vibrante intensidad (qué electrizantes dibujos de los segundos violines en el comienzo) y contundentes acentos, dinámicas extremas y contrastes de gran impacto. Como me decía hace poco Emelyanychev, que Mozart solo escribiera algún “f” o algún “p” y, muy excepcionalmente, algo más extremo, no quería decir, de ninguna manera, que la variedad de acentos y dinámicas tuviera que ser tan escueta ni tan estrecha. Currentzis es de los que lo entiende así (y uno añade… gracias a Dios) y lo aplica al pie de la letra, dotando a la música de una variedad y vitalidad contagiosas.
El éxito fue muy grande, como cabía esperar tras la magnífica interpretación ofrecida. Pashchenko, micrófono en mano, explicó que iban a interpretar, como propina, el Concierto para clave en re mayor de Dmitro Bortniansky. No es el bueno de Dmytro Stepanovych Bortniansky (Glukhov, 1751-San Petersburgo, 1825) el más conocido de los autores de la historia. Compositor, cantante y director ucraniano, se incorporó a los siete años como niño cantor en la Corte Imperial rusa en San Petersburgo. Allí llamaría la atención de Galuppi, que durante un tiempo estuvo al servicio de Catalina la Grande. Bortniansky siguió a Galuppi cuando este retornó a Venecia, para continuar allí su formación con él. Tras la muerte de Catalina, Pablo I le nombró director de la Capilla Imperial, y bajo su dirección, dicha capilla creció e incorporó obras del repertorio centroeuropeo como La Creación de Haydn o el propio Requiem de Mozart. Considerado, tanto por ucranianos como por rusos, una figura importante en sus respectivas historias musicales, no es de extrañar, teniendo en cuenta su formación como cantante (ópera incluida) y su trabajo en la capilla imperial, que el grueso de su obra sea vocal, coral y operística. El llamado Concerto di Cembalo Per Sua Altezza lmperiale Gran Duchessa di Russia, que nos ofrecieron Pashchenko y MusicAeterna, es apenas el primer movimiento (allegro) de un concierto del que se ha perdido el resto, dedicado a María Fyodorovna, la gran duquesa y esposa de Pablo I, a quien Borniantsky enseñaba a tañer el clave y para quien compuso también otras obras. Pieza relativamente breve (poco más de siete minutos), amable y sonriente, decididamente encuadrada en el estilo galante, más emparentada quizá con Haydn que con Mozart, que fue, de nuevo, primorosamente interpretada por solista y orquesta.
Todavía quedaba una propina más, porque, micrófono en mano, Pashchenko tuvo la deferencia de explicar al público que el instrumento empleado era una copia de un instrumento de Anton Walter (aunque no desveló quién era el constructor de la copia en cuestión), e incluso comentó el funcionamiento de los mecanismos que desempeñaban, accionados por las rodillas, el papel de los pedales del piano moderno. Tras esa explicación, otra propina, esta vez, de Beethoven: el Presto agitato de la Sonata Claro de luna, interpretado a un tempo trepidante, que probablemente solo es factible (sin perder la claridad, y eso exige unos dedos como los de Pashchenko) en un instrumento como el empleado, porque en otro más moderno, la mayor duración de las notas terminaría emborronando el discurso. Quedan ganas de escuchar más de esta magnífica pianista.
Mucho se ha escrito sobre la génesis del Requiem mozartiano, y muchos han sido los intentos de eruditos musicólogos de completar la partitura evitando los errores técnicos (que a muchos les provocan sarpullidos que, honestamente, más allá de la “regla”, parecen exagerados al oído de muchos, incluido el de quien esto firma) de Süssmayr. Sin embargo, es curioso observar cómo, más allá de ese cumplimiento con la regla, lo cierto es que ninguno de los intentos posteriores (Maunder, Levin, Robbins Landon y unos cuantos más) ha conseguido reemplazar, por más correctos que fueran en la ley de la armonía clásica, en las preferencias de público e intérpretes, a la del citado Süssmayr. Después de todo, como defendía Harnoncourt (que distaba de ser un indocumentado), “nadie estaba tan cerca de Mozart como él”. Currentzis, como tantos otros, se decanta por esa opción, aunque no sería Currentzis si no pusiera su sello. Y qué sello. Conocíamos, por interpretaciones previas disponibles, en disco o en el video que puede verse de su interpretación en Salzburgo en 2017, que parte de dicha marca era incluir, tras el final tradicional del Lacrymosa, los pocos compases de una fuga sobre la palabra Amén que Mozart dejó abocetados y que algunos (Levin y Maunder entre ellos) consideran que era el final pretendido para dicho movimiento (los citados, de hecho, escribieron sendos intentos de completar dicha fuga), aunque otros estudiosos igualmente importantes (Robbins Landon) consideren que dicho boceto del Amén estaba destinado a otra obra, posiblemente una misa inconclusa diferente al Requiem.
Pero en la tarde del domingo lo que hizo ese formidable comunicador que es Currentzis es estremecer al público de entrada. Cuando compareció en el escenario, Currentzis dijo unas palabras (sin micrófono, una pena, porque no logramos escuchar con claridad lo que dijo; pareció dedicar a alguien lo que iba a venir). Lo que vino fue que sumió al auditorio en la oscuridad completa. Con apenas una luz pequeña al fondo, probablemente de un móvil, un pequeño grupo de solistas del coro (en la oscuridad no pude, naturalmente, identificar cuántos) comenzó una suave, doliente letanía monódica sobre las palabras iniciales del ritual del Requiem. Con el público aún sobrecogido por la atmósfera que se había creado, se iluminó solo el escenario (el resto permaneció todo el tiempo a oscuras) y se inició una singular interpretación (tampoco anunciada) de la Música fúnebre masónica K 477, presentada con tenebroso dramatismo orquestal y con sobrecogedor matiz del coro.
Sin solución de continuidad, se encadenó esta con el Requiem. Y el Requiem nos llegó de una forma que es difícil describir con palabras. El de Mozart es uno de los acercamientos más dramáticos de la historia a la misa de difuntos. Hay en él dolor sereno en el inicio, cólera temible en el Dies Irae, apabullante solemnidad en el Rex tremendae, contrastes sorprendentes entre las dos partes del Confuntatis, lamento desgarrado en el Lacrymosa. Emoción a flor de piel… que pide, para salir en toda su extensión, una interpretación como la que tuvo, muy del sello de Currentzis. Con un contingente de cuerda idéntico al del concierto y los cambios en el viento prescritos por Mozart, más un coro de 41 voces, el greco-ruso desplegó toda su amplísima paleta de acentos, contrastes, inflexiones, y variadísimos matices. Todo en torno a la creación de una atmósfera especial, con ese magnetismo con el que Currentzis engancha a sus músicos (el ambiente que crea en el grupo, al que también se refería Emelyanychev en la charla mantenida con el firmante) y en el que la audiencia se ve, irremisiblemente, sumergida. Matices y acentos que, como es esperable en este músico, son bien distintos de aquellos a los que estamos habituados, pero en absoluto menos válidos.
Sí, había agitación en el Kyrie, casi imperativo, volcánica intensidad en el frenético Dies Irae (qué portentosa prestación orquestal y coral en ambos números, como en realidad, en toda la velada; apenas pueden apuntarse un par de mínimos roces del solista de oboe en la primera parte en una ejecución de perfecta redondez y empaste), tremenda vibración en el agitado Domine Jesu Christe, rotunda contundencia y brusco cierre del Hosanna, emocionante devoción en el Recordare (lo que me da ocasión para apuntar que el cuarteto solista, todos ellos, menos el bajo, miembros del coro, cantó estupendamente, con voces de gran presencia, bien timbradas y matizadas) y súplica con su pátina de angustia en el Agnus Dei. Pero todo ello estaba edificado con un sentido: una tensión excepcional, un voltaje emocional que, créanme, quien esto firma no había sentido con esa intensidad en unas cuantas decenas de veces de haber escuchado en vivo esta obra, por no contar las muchas más que la he escuchado y estudiado en grabaciones. Muchos discuten lo exagerado de la gestualidad de Currentzis, e incluso lo exagerado también de esos contrastes o lo distante que está su lectura de lo que estamos acostumbrados a escuchar. Para quien esto firma, la clave reside en la coherencia que preside su concepto, en que lo que hace, cada acento, cada pausa, cada inflexión, cada matiz, tiene sentido en el camino de conseguir esa intensidad. La de ayer fue otra prueba, creo que poco discutible, de hasta qué punto la consigue. Incluso, tras un intento de aplaudir, el propio público pidió silencio hasta que Currentzis bajara los brazos. Y, pese a algún móvil impertinente, lo logró. Luego, sí, las ovaciones fueron grandísimas, y el ambiente tan especial que Currentzis logra en su grupo también fue evidente. Una velada excepcional, presidida por un impresionante Requiem mozartiano que quedará para el recuerdo en la mente de muchos aficionados.
Rafael Ortega Basagoiti
(fotos: Rafa Martín/La Filarmónica)