MADRID / Gringolts & Cía, un marciano del futuro lejano y un abducido a ratos
Madrid. Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía. 19-II-2024. Auditorio 400. Ilya Gringolts, violín. Lawrence Power, viola. Nicolas Altstaedt, violonchelo.
Sobre el papel, la propuesta de Ilya Gringolts, Lawrence Power y Nicolas Altstaedt era una de las más exigentes y necesarias de la temporada actual del ciclo Series 20/21 del Centro Nacional de Difusión Musical (CNDM). En el 150 aniversario de Arnold Schoenberg, este sigue siendo un marciano, un extraterrestre que una vez sintió el aire que soplaba de otros planetas y se imbuyó tanto de aquel que, todavía hoy, su música echa la zarpa a tantos acólitos y abducidos como tuvo, tiene y tendrá. Su Trío de cuerda, op. 45 (1946) no puede ser más esquivo e inasible, también más bello, a su manera. Porque lo estricto y aquí diríamos también, lo astringente, puede ser tan hermoso como lo desatado. El compositor austríaco lo compuso después de sufrir un infarto y volcó en él algunas de las muchas angustias fisiológicas que experimentó durante el trance y la recuperación médica. De todo ello queda, si se buscan, sensaciones de desazón, armónicos inquietantes y un reconfortante final casi tonal que queda en manos del violín. Se podrá hablar de dodecafonía pura, purísima y de entreveradas citas a Beethoven, pero Schoenberg era, sí, un creador profundísimamente emocional. Y por eso nos toca, y de qué manera, esta música que rasca ya su siglo de existencia. Así lo entendieron estos músicos; podrán preferirse versiones más templadas, pero lo que hicieron con el Trío fue de helar las canillas. Hubo rapto en la expresión pero, sobre todo, rara vez se contempla a un grupo interpretando música tan endiabladamente difícil con tanta aparente sencillez. Es una partitura llena de acontecimientos (campo de minas de articulaciones) que confía ciegamente en la capacidad del atonalismo para llevarnos de un sitio a la otro, fue de este modo gracias a la capacidad de persuasión del especializado e hiperexpresivo Gringolts y, muy especialmente, de la terrosidad y levedad de Altstaedt, prodigio de contención, de ataques esbozados y apagados.
En 1977 Wolfgang Rihm, un buen y prolífico autor que quiere ser más alemán que Beethoven, retomó el trío en su formalista Música para tres cuerdas. Por eso las reminiscencias al de Bonn – por fortuna no las citas- son constantes en esta extensa partitura que quiere darse importancia con su longitud, con su título y con todo. Es una obra temprana que sigue valiendo hoy y que retrata a Rihm, no en toda su magnitud, hay obras más interesantes que esta en su catálogo, pero sí en sus muchas ambiciones. Peca de reiterativa y se gusta demasiado a sí misma, funcionando mejor en las levedades susurradas de la Canzona III y en las asperezas diseminadas por aquí y por allá que cuando se vuelve machaconamente expresionista. Se sitúa bajo la estela de Schoenberg, y de qué manera, pero también podemos aventurar que a Alban Berg le hubiera gustado más esta música que a papá Arnold. Rihm es algo díscolo. Qué bonito fue escuchar las soledades de la viola reverberante de Lawrence Power en el Auditorio 400, encontrar cómo cada acción instrumental parecía activar otras en cadena del conjunto. En este trío de gran escala suceden demasiadas cosas y algunas se cuentan demasiadas veces. Es música que mira más al pasado que al más allá y que hay que oír en condiciones así. Ilya Gringolts lleva tiempo, en discos y en conciertos, demostrándonos su afinidad con el mundo de aquel músico que vino del futuro y de quienes lo siguieron con mayor o menor acierto.
Ismael G. Cabral
(foto: Rafa Martín)