MADRID / Grandeza bruckneriana con Afkham y la Nacional
Madrid. Auditorio Nacional. Sala Sinfónica. Concierto sinfónico 10 de la temporada de la OCNE. Bruckner: Sinfonía nº 8 en do menor, WAB 108 (Ed. R. Haas). Director: David Afkham.
Empieza el año 2024, en el que se conmemora el bicentenario del nacimiento de Anton Bruckner, y lo inicia la Nacional con un plato fuerte, nada menos que la Octava Sinfonía. Para quien esto firma, y para muchos otros, una creación monumental, bellísima, sin la menor duda. Parece inevitable sentir un estremecimiento escuchando el inquietante misterio del ominoso motivo inicial de la cuerda grave, admirar la abrumadora grandeza del clímax de ese primer movimiento, que tiene algo de monumental y también de casi apocalíptico, y la sobrecogedora congoja que le sigue y se apaga en un final moribundo. Es también difícil no contagiarse en la animación del scherzo. Y es aún más complicado no emocionarse desde su mismo inicio con el colosal Adagio, por el sereno, pero triste motivo principal, expuesto por los violines primeros, que se alza sobre un ritmo irregular, un dibujo sincopado en los violines segundos y violas que transmite cierta angustia agónica, y que se parece mucho al que Richard Strauss, casi por la misma época, plantea en su poema Muerte y transfiguración. Cómo no rendirse, en fin, ante el apabullante edificio del movimiento final y su tremenda coda, en la que Bruckner reúne los motivos principales de los cuatro tiempos de la obra.
Y, sin embargo, la recepción de Bruckner en España no ha sido precisamente fácil. La Sinfonía que inaugura el año 2024 en el ciclo de la Nacional tardó una eternidad en interpretarse por estos pagos. Se había estrenado en Viena en diciembre de 1892, pero tuvo que esperar en Madrid hasta que Jesús López Cobos, en un inolvidable concierto (con aún más inolvidable parlamento explicativo del maestro toresano en el ensayo general) al frente de la Sinfónica de RTVE, la estrenó… en octubre de 1978. Han leído bien el año, se lo aseguro. Pero no solo el tiempo hasta el estreno fue a todas luces excesivo. Constatar las reacciones que motivó en la prensa tal estreno no puede dejar de provocar cierto asombro, porque se pueden leer cosas como estas: “Durante una hora y cuarto los temas y sus contemplativos desarrollos se van presentando en inagotables asaltos a nuestra sensibilidad, quizá no muy capacitada para seguir el largo proceso” (Fernando Ruiz Coca, en el diario Ya, 2-11-1978) o como estas otras: “Porque, no le demos vueltas: aunque estos pentagramas se traduzcan con todas las excelencias que queramos -y la queremos de muy buen grado reconocer y admirar en López Cobos- su hora y veinte minutos de duración siempre nos ha resultado excesiva. Porque la reiteración, el gigantismo y la divagación nos incomodan y sobresalen por encima del conmovedor mensaje de una rica temática…” (Antonio Iglesias, Informaciones, 30-10-1978). Bien podría pensarse, en aquel momento, que no habíamos avanzado demasiado desde que, el cáustico Sir Thomas Beecham se refiriera a otra sinfonía de Bruckner, la Séptima, diciendo que “solo en el primer movimiento anoté seis embarazos y por lo menos cuatro abortos”.
Con tales antecedentes, complace, y mucho, informar que la sala sinfónica del auditorio presentaba ayer un aforo más que muy notable, y que la recepción a la (digámoslo ya, excelente) interpretación ofrecida fue muy entusiasta y calurosa. Dicho lo anterior, también hay que anotar la deserción de algún que otro espectador tras los dos primeros movimientos, como también relatar, por lo exótico (y para qué les voy a engañar, también triste) de la anécdota, la exclamación, escuchada mientras cenaba en un local cercano después del concierto, a un irritado espectador, quejoso de lo que se había aburrido, de lo prolijo del curso de la sinfonía y con el sorprendente (mejor dejémoslo ahí) añadido de “¡qué c.…zo! se nota que es católico”.
El titular de los conjuntos nacionales, David Afkham, se encuentra en su salsa en este repertorio. Entiende muy bien la construcción bruckneriana y sabe edificar su interpretación con solidez, coherencia y fluidez. El de Friburgo desentrañó con habilidad la compleja textura, dibujando con grandeza los numerosos momentos en que la sonoridad evoca el mundo organístico y la solemnidad coral (muy especialmente en el Adagio, pero también en motivos de los movimientos primero y cuarto). Manejó de manera exquisita la agógica, cuidando inflexiones de tempo y matiz, con dinámicas muy bien graduadas y clímax, tan imponentes, siempre hábilmente construidos, también el espeluznante del adagio tras la cita del Sigfrido wagneriano en las trompas. Cuidadísima atención también a las pausas, a las que sacó el máximo partido en el juego de tensiones hábilmente planteado (por algo Bruckner las prescribe a menudo en la partitura, más allá de tradicional silencio, con las palabras pausa larga). Sirva de ejemplo la insertada poco antes de la mitad del último tiempo.
Gestionó Afkham también con maestría los contrastes, como en el primer tiempo, en el que hubo dramatismo, pero también buena expresión lírica en el canto, impecable, del segundo motivo, y cuidó con acierto las voces intermedias, violines II y violas, tan importantes a lo largo y ancho de la obra. Puestos a pedir, pudo haber quizá más delectación extática en algún momento del adagio, quizá un punto más de desgarro en algún episodio, en un movimiento por lo demás dotado de envidiable expresión y, nuevamente, sacando sobresaliente partido de los silencios. El último retorno del motivo inicial de este movimiento tuvo una carga emotiva considerable. El Finale tuvo toda la rotundidad de una enérgica y triunfal afirmación, la que se eleva con grandeza sobre el clima dramático que la ha precedido. Magnífica elaboración de la coda, y muy acusado, solemne, ritardando sobre las tres notas finales.
La Nacional, como de costumbre, ofreció la mejor de las prestaciones con su titular, que ni siquiera necesitó de gesto grandilocuente para transmitir, de manera tan sobria como diáfana, sus intenciones. Cuerda empastada, de sonoridad llena y redonda, madera exquisita y con todos los solistas brillantes. Lucieron admirable seguridad trompas y tubas wagnerianas, y en general toda la sección de metales, aunque quizá pudo haber más sutileza por parte de las trompetas en cuanto a volumen. Estupenda igualmente la percusión (magnífico el timbal, tan crucial en esta obra) y las arpas. Algún mínimo y puntual desajuste no empaña en absoluto una interpretación y una prestación orquestal sobresalientes, en una obra que exige el máximo de resistencia. La Nacional empieza el año en plena forma, y lo hace ofreciendo de manera brillante lo mejor de la grandeza bruckneriana.
Rafael Ortega Basagoiti